[Durham, Carolina del Norte Estados Unidos] [La clase importa. ¿Por qué no lo reconocemos?]
[Helen F. Ladd y Edward B. Fiske] Nadie pone seriamente en discusión el hecho de que los estudiantes de hogares desfavorecidos, en promedio, no rinden tan bien en la escuela como sus pares de hogares más favorecidos. Pero antes que confrontar este hecho de la vida directamente, nuestros políticos continúan razonando equivocadamente que, ya que ellos no pueden cambiar el origen de los estudiantes, deberían concentrarse en las cosas que sí pueden controlar.
La Ley Que Ningún Niño Se Quede Atrás, la ley de educación del presidente George W. Bush, lo hizo fijando expectativas surrealistamente altas, y finalmente contraproducentes, a todas las escuelas. Las políticas del presidente Obama se han concentrado en tratar que las escuelas sean más “eficientes” a través de medios como evaluaciones de los maestros de acuerdo a los puntajes obtenidos por los estudiantes o estimulando la competencia mediante la creación de colegios subvencionados. Esto nos hace evocar la proverbial historia del borracho que busca las llaves debajo de una farola.
El movimiento Ocupemos ha catalizado la creciente ansiedad sobre la desigualdad de los ingresos. Necesitamos desesperadamente un recordatorio similar de la relación entre ventajas económicas y rendimiento escolar.
Las correlaciones han sido abundantemente documentadas, especialmente por el famoso Informe Coleman de 1966. Nuevas investigaciones de Sean F. Reardon, de la Universidad de Stanford, estudia la brecha de logros entre niños de familias de bajos y altos ingresos en los últimos cincuenta años y concluye que ahora supera de lejos la brecha entre estudiantes blancos y negros.
Datos de la Evaluación Nacional del Progreso Educativo muestra que más del cuarenta por ciento de la variación en los puntajes promedios de lectura y el 46 por ciento de la variación en los puntajes promedios de matemáticas en los estados están asociadas con la variación en tasas de pobreza infantil.
Investigaciones internacionales cuentan la misma historia. Los resultados de las pruebas de lectura de 2009, realizadas por el Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos, muestran que entre los alumnos mayores de quince años en Estados Unidos y los trece países cuyos estudiantes superaron a los nuestros, los estudiantes de condición socio-económica más baja obtuvieron puntajes mucho más bajos que sus contrapartes más favorecidas en todos los países. ¿Podemos creer que el rendimiento general mediocre de los estudiantes estadounidenses en pruebas internacionales no está relacionado con el hecho de que un quinto de los niños estadounidenses viven en la pobreza?
Sin embargo, la política federal de educación parece ciega ante todo esto. Que Ningún Niño Se Quede Atrás exigía que las escuelas –todas- procuraran que sus alumnos –todos- alcanzaran altos niveles de logro, pero no se preocuparon de las dificultades que deben superar los estudiantes desfavorecidos. Claro que la ley especifica que los subgrupos –definidos por ingreso, condición de minoría y dominio del inglés- debían alcanzar el mismo nivel de logro. Pero lo hizo sólo para asegurarse de que las escuelas no ignoraran a sus estudiantes desfavorecidos, pero no ayudarles a superar las dificultades con que entran a la sala de clases.
Así que, ¿por qué políticos presumiblemente bien intencionados ignoran o niegan las correlaciones entre antecedentes familiares y rendimiento escolar?
Algunos creen honestamente que las escuelas son capaces de compensar los efectos de la pobreza. Otros quieren evitar la impresión de que fijan expectativas más bajas para algunos grupos de estudiantes por temor de que esas expectativas se cumplan. En ambos casos, simplemente querer algo no lo convierte en verdad.
Otro motivo de la negación es observar que algunas escuelas, como los colegios subvencionados del Programa Conocimiento Es Poder [Knowledge Is Power], han conseguido vencer las probabilidades. Si algunas escuelas pueden conseguirlo, dice el argumento, entonces es razonable esperar que lo logren todas las escuelas. Pero un análisis más detenido de los logros de los colegios subvencionados ha mostrado que muchas de esas historias de éxito se han limitado a cursos o materias determinadas y podrían atribuirse a un financiamiento externo considerable o a largas horas de trabajo de parte de los maestros. La evidencia no sostiene la interpretación de que esas pocas historias de éxito puedan ser utilizadas para tratar las necesidades de grandes contingentes de estudiantes desfavorecidos.
Un motivo final para negar la correlación es más inicuo. Como estamos viendo ahora, exigir que todas las escuelas cumplan los mismos altos estándares para todos los estudiantes, independientemente de los antecedentes familiares, conducirá inevitablemente a numerosos fracasos escolares o a una dramática reducción de los estándares. Las dos cosas sirven para desacreditar el sistema de educación pública y apoyar los argumentos de que el sistema es un fracaso y debe cambiar de modo fundamental, como por ejemplo privatizándolo.
Dada la crisis presupuestaria a nivel nacional y estadual, y al fuerte poder político de los grupos conservadores, un importante intento de reducir la pobreza o de afrontar el problema estrechamente relacionado de la segregación social no está en la agenda política, al menos no por ahora.
¿Qué Podemos Hacer?
Importantes investigaciones han mostrado que la mala salud y nutrición inhiben el desarrollo y aprendizaje del niño y, a la inversa, que programas de educación prescolar y para la temprana infancia de gran calidad pueden mejorarlas. Entendemos la importancia de una temprana exposición a un lenguaje rico para el futuro desarrollo cognitivo. Sabemos que los estudiantes de bajos ingresos sufren mayores pérdidas de aprendizaje durante el verano cuando sus compañeros más privilegiados viajan y realizan otras actividades enriquecedoras.
Debido a que no pueden atacar a la pobreza misma, los encargados de formular políticas de educación deberían tratar de proporcionar a los estudiantes pobres el apoyo social y la experiencia que los estudiantes de clase media disfrutan como algo que se da por sentado.
Se puede hacer. En Carolina del Norte, la Iniciativa Niños de Durham Este [East Durham Children’s Initiative], que lleva dos años, es uno de los numerosos esfuerzos en todo el país para replicar los bien conocidos éxitos de Geoffrey en Canadá con la Zona Infantil de Harlem [Harlem Children’s Zone].
Di Sí a la Educación en Siracusa [Say Yes to Education in Syracuse], Nueva York, apoya el acceso a programas extracurriculares y campamentos de verano y asigna asistentes sociales a las escuelas. En Omaha, Construyendo Futuros Brillantes [Building Bright Futures] patrocina centros de salud escolares y ofrece servicios con mentores y de enriquecimiento personal. Escuelas de Ciudadanos [Citizen Schools], de Boston, recluta voluntarios en siete estados para compartir sus intereses y habilidades con estudiantes de secundaria.
Promise Neighborhoods, una iniciativa del gobierno de Obama que otorga subsidios a programas como estos, es un bienvenido primer paso, pero no ha contado con los fondos que se necesitan.
Otros países ya han iniciado estrategias similares. En Finlandia, famosa por sus escuelas de alto rendimientos, las escuelas ofrecen alimentación y seguro médico gratuitos para los estudiantes. Las necesidades de desarrollo deben ser resueltas tempranamente. Abundan los servicios de orientación psicopedagógica.
Pero en Estados Unidos en la última década, se convirtió en prestigioso entre los partidarios del enfoque “no hay excusas” a la mejora de la educación, acusar a cualquiera que tocara el tema de la pobreza de querer sacar de apuros a las escuelas –o lo que Bush llamó “la blanda intolerancia de las bajas expectativas”.
Esas acusaciones pueden crear la ilusión de autoridad moral, pero obstaculizan intentos serios de mejorar la educación y, en cuanto a eso, explican por qué Que Ningún Niño Se Quede Atrás no ha funcionado.
Sí, tenemos que asegurarnos de que todos los niños, y particularmente los niños desfavorecidos, tengan acceso a buenas escuelas, definidas por la calidad de los maestros y directores y por sus políticas y prácticas internas.
Pero no pretendamos que los antecedentes familiares no importan y pueden ser pasadas por alto. Pongámonos de acuerdo en que sabemos un montón sobre cómo tratar las maneras en que la pobreza socava el aprendizaje escolar. Pero si decidimos enfrentar o no esa realidad es finalmente una cuestión moral.
[Helen F. Ladd es docente de políticas públicas y economía en Duke. Edward B. Fiske, ex editor de educación del New York Times, es autor de ‘Fiske Guide to Colleges’.]
28 de diciembre de 2011
11 de diciembre de 2011
©new york times
cc traducción c. lisperguer