[Nogales, México] [Tratando de volver a la única vida que conoce. Luis Luna, 20, fue entrado ilegalmente a Estados Unidos, desde México, cuando tenía tres años. Creció, fue a la escuela, trabajó. Luego, el residente del estado de Washington fue deportado después de que un poli lo parara por un foco roto. Espera volver escondido en un vagón de carga.]
[Richard Marosi] El tren de carga disminuyó la marcha al pasar por el centro de la ciudad y chirrió hasta detenerse frente a Luis Luna, el que gateó debajo de uno de los vagones de carga y se encaramó a las estrechas vigas que cruzan el chasis de la parte de abajo.Se tendió de espaldas, suspendido a doce pulgadas de los rieles. Su nariz casi tocaba el vagón.
Segundos más tarde, el tren empezó a moverse y cruzó la frontera hacia Estados Unidos. Aceleró y la estructura empezó a ceder. Luna se aferró fuertemente y abrazó con sus piernas una viga para no perder el equilibrio. Había metido su camiseta en sus pantalones y los cordones de los zapatos en las botas. La más pequeña pieza de ropa podría quedarse atascada y arrojarlo contra las ruedas.
Habían pasado nueve meses desde que Luna fuera deportado de Estados Unidos, donde había vivido desde que su madre lo entrara ilegalmente –desde México- cuando tenía tres años. En Estados Unidos, jugó como base en un equipo de baloncesto y trabajó haciendo hamburguesas en McDonalds. En México no tenía familia. Era un extraño que dormía en la calle, desaliñado y en la indigencia.
Se sentía desesperado –hasta que imaginó la manera de viajar como polizón en el tren de Union Pacific en dirección a Tucson, a 112 kilómetros.
El tren había avanzado dieciséis kilómetros a través del desierto cuando paró en un puesto de control del Servicio de Aduanas y Protección de Fronteras de Estados Unidos. Un inspector y su perro se acercaron por el sendero de gravilla. Luna contuvo el aliento y oró. Luego sintió un fuerte tirón y el caliente aliento de un perro.
Un pastor alemán hundió sus dientes a través de las dos camisas de Luna, se aferró a sus costillas y lo jaló de debajo del tren.
Unas horas después, fue devuelto a la frontera por agentes de Estados Unidos. Entró caminando a México y finalmente llegó a un terreno sembrado de basura donde dormía con otros inmigrantes sin dinero tratando de entrar a Estados Unidos. A diferencia de otros, Luna no consideraba a Estados Unidos el mítico país de las oportunidades. Era simplemente su casa.
Habría otro tren. Lo volvería a intentar.
“Las ruedas empezaron a moverse. Empieza a coger velocidad. Empieza a traquetear. No tienes nada a que agarrarte. Pero la necesidad que tienes de entrar a Estados Unidos para estar con tu familia, eso es todo lo que tienes en mente”, dijo Luna, 20. “Lo lograré”.
Un Estudiante Modelo
Luna se dirigía a su trabajo en enero de 2010 cuando un agente de policía de Pasco, Washington, lo paró por un foco roto en su Honda Accord. Fue detenido por conducir sin licencia y llevado a la cárcel del condado, donde al día siguiente fue detectado por un agente del Servicio de Inmigración y Aduanas haciendo una ronda.
El agente era parte de un programa en rápida expansión para peinar las cárceles del país a la búsqueda de inmigrantes ilegales. Aquellos con antecedentes criminales graves eran blancos prioritarios, pero miles de personas acusadas de infracciones relativamente menores, como Luna, estaban siendo arrastradas en la campaña de deportación más grande en la historia de la agencia federal.
El agente descubrió que Luna residía ilegalmente en el país e inició el procedimiento de deportación. Algunos días después fue enviado a un centro de detención en Tacoma, esposado y todavía con su uniforme de Pizza Hut. Su chapa decía: “Hablo español”.
Las literas hediondas, los guardias rudos, los uniformes de preso y otras indignidades de la cárcel dejaron perplejo a Luna. La amenaza de ser deportado le había parecido siempre tema de las noticias de la televisión en español. Él pensaba que se quería atacar a las personas violentas. No a alguien como él, que, aparte de conducir sin licencia, no tenía antecedentes criminales ni responsabilidad por el hecho de haber llegado a este país en primer lugar.
Pensaba que se había ganado su lugar en Estados Unidos. Ahora el país quería expulsarlo.
Más tarde ese año en una audiencia de un tribunal de inmigración en Seattle, Luna presentó antecedentes escolares en un intento de impedir la deportación. Quería demostrar que había vivido al menos diez años en el país, había sido una persona de buenas costumbres, y que su ausencia causaría innecesario dolor a su familia –factores que permitirían al juez suspender la deportación.
Amigos, familiares y documentos judiciales respaldaron la versión que ofreció Luna al juez de inmigración.
La madre de Luna, Demi, nativa de Monterrey, trajo a Luna al país ilegalmente cuando tenía tres años. Empezó a trabajar en el centro de Los Ángeles, vendiendo chocolates Helen Grace y flores en los cruces y en talleres textiles del barrio de la ropa. Tenía cinco años.
“Se convirtió en un tremendo vendedor, y me ayudaba a pagar el alquiler”, contó Demi.
Cuando escaseaba el dinero, Luna, su hermano mayor y su madre dormirían en la calle o debajo de los árboles del South Gate Park, con sus pertenencias apiladas en carritos de supermercado. Luna recuerda haber hurgado en basureros buscando restos de comida.
A los quince, la familia se mudó al estado de Washington, donde los alquileres son más baratos y los trabajos abundantes. Su porte alto y ligeramente pecoso le consiguió un trabajo como saludador en una tienda de Abercrombie & Fitch. Se mudó a un departamento pequeño y lo decoró con un cartel de su héroe, Michael Jordan. Consiguió dos trabajos de restaurante para poder pagar las cuentas. Las presiones laborales lo obligaron a retirarse de la Escuela Secundaria de Pasco apenas meses antes de la graduación.
“Sé que Luis es un joven de bien con un gran potencial”, dijo John Wallwork, entonces asistente del director en la secundaria de Pasco, en una carta presentada al juez de inmigración. “Era un estudiante modelo”.
Jeffrey Murrill, veterano del Cuerpo de Infantería de Marina de Estados Unidos al que Luna ayudó con el jardín, escribió al tribunal: “Este es un joven centrado acusado de una falta que él no cometió”.
En diciembre de 2010, el juez rechazó la petición de Luna de anular la deportación y le dio dos meses para dejar el país.
Antes de partir, Luna se casó con su novia de la secundaria, una ciudadana estadounidense que pensaba pedir la residencia permanente para él.
El 3 de febrero de 2011, Luna subió a un bus en dirección a El Paso, Texas, y empezó a caminar hacia el Puente de las Américas que cruza el Río Grande. Para confirmar su retorno a México, el tribunal le exigía que se presentara el 14 de febrero al consulado de Estados Unidos en Ciudad Juárez, su ciudad natal.
Al ver Juárez al otro lado de la frontera, Luna titubeó. Sólo tenía trescientos dólares. No tenía recuerdos de México ni nadie con quien quedarse. Juárez, plagado por la violencia de los carteles de la droga, era la ciudad más peligrosa del hemisferio. Podía subirse a un bus en dirección a casa y fundirse nuevamente en la sociedad estadounidense, como hacen otros millones de inmigrantes ilegales. Pero Luna decidió que sólo podría volver a encarrilar su vida si hacía lo que tenía que hacer. Entró a Juárez. “Es el pequeño sacrificio que tengo que hacer”.
Entre las primeras cosas, Luna aprendió a esconderse apretándose contra una farola cuando se acercaban coches a poca velocidad, para que no lo confundieran con un pandillero rival. Vio cuatro ataques diferentes, a tiros, contra personas. Era constantemente molestado por matones.
Para julio, Luna se estaba impacientando por la demora de Estados Unidos en aprobar su retorno como residente legal. Sintiéndose culpable por haber dejado a su familia sin medios económicos, Luna volvió a la frontera y trató de volver caminando a Estados Unidos. No tenía pasaporte, así que presentó su licencia de conducir del estado de Washington que había conseguido cuando esperaba –en libertad bajo fianza- la audiencia de inmigración.
Un agente del Servicio de Aduanas de Estados Unidos lo interrogó y determinó rápidamente que estaba tratando de entrar ilegalmente al país. Fue detenido. Después de dos semanas en un centro de detención de inmigrantes, fue devuelto a Juárez.
En septiembre, con autostop y caminando, cubrió los 482 kilómetros bajo un sol de 32 grados Celsius que lo separaban de Nogales, México –dejando en la calle las suelas y el forro de goma de Nike altas. Había oído que Nogales era una zona popular para los cruces ilegales a Estados Unidos, pero pronto descubrió que los cruces por el desierto de Arizona eran peligrosos.
Más tarde ese mismo mes, Luis entró a un comedor popular y conoció a un joven contrabandista que le dio otra idea.
Todos los días en la tarde, dijo el hombre, un tren de Union Pacific con coches Ford Focus cruza Nogales en camino a Tucson. Había decenas de vagones de carga, pero solo unos pocos con un chasis que podía soportar a una persona, dijo. Un día, Luna vio al hombre marcharse de ese modo. Llamó a Luna algunas horas después, diciéndole que lo había aguantado todo el trayecto, de Green Valley –con sus mezquitas- a Tucson.
El contrabandista le recordó a Luna que se concentrara en los rasgos sutiles que diferenciaban a los vagones de carga especiales de decenas de otros. Luna los memorizó.
Buscando Parentesco
Luna iba a los rieles casi todos los días a esperar el tren de las tres de la tarde, esperando encontrar los vagones especiales. Pero los pocos que vio, pararon en áreas patrulladas por la policía.
El resto del tiempo lo pasó con otros inmigrantes en la indigencia en un polvoriento patio de buses con endebles caravanas que alojaban a deportados. Allí pudo Luna desayunar con avena y café, y bañarse con un balde de agua.
Jóvenes de México y Honduras ocupaban asientos de buses, urdiendo planes para entrar a Estados Unidos. Luna, que habla inglés sin acento, los hizo sospechar. Uno lo acusó de ser un espía de Estados Unidos y de estar reuniendo información sobre sus rutas.
Luna buscaba a otros deportados como él: residentes de larga duración de Estados Unidos muriéndose por unas hamburguesas con patatas fritas y un poco de parentesco cultural. Al atardecer se quedó en el refugio, con la esperanza de conseguir una litera pese a que había alcanzado el límite de permanencia del refugio, que es de tres días. Un encargado le ordenó abandonar la propiedad.
Se acercó al cementerio cubierto por la hierba a conversar con otros inmigrantes, algunos de los cuales pasaban la noche entre las tumbas. “Yo no puedo dormir allá. Tengo miedo de que algún muerto me agarre por los pies. He visto demasiadas películas de zombis”.
La mayoría de las noches, Luna extendería sus mantas en un sitio eriazo. No durmió mucho. Estaba rodeado de extraños y tuvo pesadillas con agentes de inmigración de Estados Unidos persiguiéndolo. Se preguntaba si despertaría vivo.
Otro Intento
Habían pasado seis días desde el ataque del perro y Luna estaba en la vía férrea. Le preocupaban sus soquetes. Estaban sucios, y tenía miedo que el olor pudiera atraer a los canes en el puesto de control estadounidense. Llevaba una camisa limpia, recibida, y se había lavado concienzudamente, incluso restregando yodo en la herida de la mordedura.
Tuvo que desechar los pañuelos de papel para su romadizo. En sus bolsillos solo cabían su pasaporte mexicano y su billetera con instantáneas de él con su esposa y ejemplar doblado del Salmo 91: “… No te sobrevendrá mal”.
El tren de setecientos metros avanzaba lentamente y uno de los vagones de carga con el chasis de vigas de acero quedó frente a él. “Esto es”, dijo Luna, metiendo su camiseta y sus cordones.
Se preparó para el dolor de su herida –pensaba que se le pelaría cuando se metiera debajo del tren. “Si me atrapan, espero que no me muerdan en el mismo lado”, dijo.
Un camión lleno de agentes de policía de Nogales apareció en el camino que corre paralelo a la vía férrea. Los polis paraban a menudo a Luna para revisarle los bolsillos para quitarle los pesos que llevara. Se agachó detrás de una muralla que separaba el camino de los rieles. El camión desapareció en el tráfico.
Luna frunció la boca. El tiempo se estaba acabando. Si el tren se movía mientras él gateaba por debajo, una rueda le podría cercenar una pierna. Su cabeza le latía y repentinamente tenía que orinar. Se agachó, dispuesto a hacerlo.
“¿Oye, qué estás haciendo ahí?” Era un hombre con un chaleco naranja, acompañado por otro: trabajadores de ferrocarriles. “Esta es la tercera vez que te he visto aquí esta semana”, dijo.
Luna dijo que estaba esperando para cruzar la calle. Los trabajadores se marcharon.
Luna se volvió hacia el tren. El vagón estaba todavía ahí, pero no le pareció que era el momento. Sacó de un tirón la camiseta de los pantalones y se alejó. “Lo tomo como un mensaje. Quizás Dios no quiere que lo haga hoy”, dijo.
Se encaminó hacia el centro, caminando junto al tren en movimiento.
El día antes, había subido por las escaleras de un puente peatonal que ofrece una vista de la valla fronteriza y de la ciudad de Nogales, Arizona. Podía ver los vagones de carga entrando a Estados Unidos, sin él. Una bandera estadounidense se agitaba en el histórico edificio del tribunal. Había un letrero de Burger King y los arcos dorados de un McDonald’s. Luna se sintió como si pudiera estirarse y tocar su vida pasada, casi.
[Desde 2008 Estados Unidos ha deportado a más de un millón de inmigrantes ilegales.]
3 de febrero de 2012
8 de enero de 2012
©los angeles times
cc traducción c. lísperguer