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[Encuentro con el más grande escritor gastronómico vivo.]

[Mark Bittman] Colin Spencer, al que Germaine Greer describió una vez como “el más grande escritor gastronómico en vida”, cumple ochenta años el próximo año y no muestra signos de cansancio. Su último libro, ‘From Microliths to Microwaves’, una historia de la alimentación en Gran Bretaña desde tiempos prehistóricos hasta el presente, es la obra de un erudito. (En el libro argumenta, de un modo que nos hace evocar a Jared Diamond, que la ganadería –o, al menos, la ganadería tal como se practica hoy- es una de las grandes tragedias de la especie humana).
Sin embargo, la erudición de Spencer es sólo uno de sus numerosos logros. En realidad, es lo que más cercano a un hombre del Renacimiento que se puede uno imaginar, un artista logrado, novelista, analista, activista, dramaturgo y periodista.
Y escritor de libros de cocina. (Y también, obviamente, cocinero.) Lo que fue mi pretexto para visitarlo en Inglaterra hace algunas semanas. No le conocía personalmente, pero he admirado su trabajo durante treinta años, desde que empezara a escribir (él) una columna en The Guardian. Esto ocurrió después de la publicación de un libro de recetas vegetarianas, y era ostensiblemente una columna vegetariana. “Pero lo que traté de hacer desde el principio”, me dijo, “fue escribir una columna política. Se suponía que tenía que escribir sobre comida, pero no se puede hablar sobre alimentación sin ser político”.
La gente lo hace, por supuesto –incluso Spencer lo ha logrado, publicando más libros de cocina apolíticos de lo que nos pudiéramos imaginar-, pero el punto es correcto.
Spencer vive en la modesta ciudad costera de Seaford y pasa la mayor parte de su tiempo pintando, escribiendo su autobiografía, cocinando, jardineando y paseando por los prados que llevan a los impresionantes acantilados de piedra caliza de la zona.
La gastronomía, como suele ocurrir, casi no fue mencionada en nuestra conversación, la que pronto se volvió hacia la historia de la relación entre la cocina “hereje” –que es como se refiere Spencer al vegetarianismo en su ensayo de historia ‘The Heretic’s Feast’ – y otras conductas “heréticas”. (Spencer ha sido “siempre” bisexual, y ha escrito con autoridad sobre temas sexuales, especialmente en su trabajo de 1995, ‘Homosexuality in History’). Aunque el derecho a comer de todas las múltiples maneras que uno quiera no ha sido un tema muy debatido, al menos no en los grandes foros públicos, los vegetarianos –junto con la gente cuyos estilos gastronómicos se apartaban de la regla por motivos religiosos- fueron tratados durante largo tiempo como una minoría, especialmente, observa Spencer, desde el advenimiento del cristianismo.
Ha escrito que la historia del vegetarianismo ha sido una historia de “persecución, represión y ridiculización” porque no es “simplemente una crítica del consumo de carne, sino además una crítica del poder… La idea de privarse de comer carne, o rechazar el cautiverio y sacrificio de animales, llegó al corazón de la sociedad”.
La conversación giró desde los derechos de las personas con conductas de género no heterosexuales con hábitos alimentarios conscientes o éticos a los de los animales. Recordó las rutinarias golpizas que daba la policía a los homosexuales cuando era joven, y paseó en su memoria a través de los últimos cincuenta años, a medida que poco a poco “ser gay” se convirtió en algo respetable antes que ilegal o ridículo, del mismo modo que adoptar una dieta ética se ha vuelto respetable y para nada insensata o excéntrica.
Fue una conversación alentadora, que nos hizo recordar a ambos que pese a lo que parecen ser constantes pasos hacia atrás, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial ha habido progreso en muchas áreas. Preguntó retóricamente: “Es parcialmente la decadencia de la religión, ¿no es así? La sociedad ya no cree que la Biblia sea el árbitro de la moral”.
Pregunté cómo llegó a ser un consumidor ético (no es vegetariano estricto: “Me gustan demasiado algunas delicias de carne como para ser espartano”) sabiendo que, al menos parcialmente, fue debido a que su sexualidad ya lo había puesto fuera. “Fue en los años setenta, en 1975. Fue el horror de la ganadería industrial. El otro tema fue la ecología”.
En nuestra conversación asoció continuamente los derechos de aquellos privados de ellos –en su mayor parte eso quiere decir minorías, independientemente de qué tipo de minoría- con los derechos de los animales.
Le mencioné que él había escrito una vez que “para que los humanos respeten los derechos naturales de los animales, primero deben encontrar los de ellos mismos”, y le pregunté si los “animales” eran otra minoría y la historia se repetía. Los optimistas partidarios de los derechos animales creen que en cincuenta años nos asombraremos del modo en una vez tratamos a los animales, de igual manera que ahora los defensores de los derechos humanos se sorprenden del modo en que tratábamos a… bueno, podemos redondear la frase con cualquier minoría. Que lo que en realidad es la esclavitud y tortura general de los animales terminará más temprano que tarde.
Pero no se trata solamente de la ética o de los derechos animales, reiteró, es también el coste para el medioambiente y en realidad para la humanidad. Está el tema de la sustentabilidad, me recordó –según algunos cálculos se necesita treinta veces más tierra para criar animales de manera industrial que para cultivar-, agravado por el hecho de que pronto necesitaremos producir más alimentos para nosotros mismos que para alimentar a los animales. Y, dijo: “Cuando piensas en el mundo en vías de desarrollo y la desnutrición y el hambre –es difícil pensar que usemos ese alimentos para los animales. Ciertamente, para fines de este siglo, la ganadería industrial será una cosa del pasado”.
3 de mayo de 2012
17 de abril de 2012
©new york times
cc traducción c. lísperguer

Un pensamiento en “con colin spencer

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