[El presidente que recibió el Premio Nobel de la Paz menos de nueves meses después de su investidura ha resultado ser uno de los presidentes estadounidenses más agresivos de las últimas décadas.]
[Peter L. Bergen] Los liberales ayudaron a elegir a Barack Obama en parte debido a su oposición a la guerra de Iraq, y probablemente no celebran las numerosas victorias militares del presidente. Pero son considerables.
Obama diezmó los cuadros dirigentes de al Qaeda. Derrocó al dictador libio. Redobló los ataques con aviones no tripulados en Pakistán, librando efectivas guerras encubiertas en Yemen y Somalia y autorizó la triplicación del contingente de tropas estadounidenses en Afganistán. Se convirtió en el primer presidente en autorizar el asesinato de un ciudadano estadounidense, Anwar al-Awlaki, que nació en Nuevo México y tenía una posición operacional en al Qaeda, y fue asesinado por un avión no tripulado estadounidense en Yemen. Y, por supuesto, Obama ordenó y supervisó el allanamiento de los comandos especiales de la Armada que mataron a Osama bin Laden.
Irónicamente, el presidente utilizó su discurso de aceptación del Premio Nobel de la Paz como una ocasión para articular su filosofía de la guerra. Dejó en claro que su oposición a la guerra de Iraq no quería decir que era un pacifista –de ninguna manera.
“Me enfrento al mundo tal como es y no puedo quedarme de brazos cruzados frente a las amenazas contra el pueblo estadounidense”, dijo el presidente al comité del Premio Nobel –y al mundo. “No cometamos errores: el mal existe en el mundo. Un movimiento no violento no habría podido detener a los ejércitos de Hitler. Las negociaciones no van a convencer a los dirigentes de al Qaeda de deponer las armas. Decir que a veces el uso de la fuerza es necesario no es cinismo: es un reconocimiento de la historia, de las imperfecciones del hombre, y de los límites de la razón”.
Si las personas de izquierda estaban escuchando, no parece que les haya importado mucho. La izquierda, que había condenado ruidosamente a George W. Bush por la aplicación de torturas como el submarino [amenaza o simulacro de muerte por asfixia por inmersión] y violaciones al debido proceso en Guantánamo, se mantuvo relativamente tranquila cuando el gobierno de Obama, actuando como juez y verdugo, ordenó más de 250 ataques con aviones no tripulados en Pakistán desde 2009, asesinando al menos a mil cuatrocientas personas.
La disposición de Obama a usar la fuerza –y su historial militar- no le han ganado mucho apoyo en la derecha. Pese a las evidencias, la mayoría de los conservadores ven al presidente como una especie de peacenik. Tanto en la izquierda como en la derecha, ha habido una suerte de dramática desconexión cognitiva entre el historial de Obama y la percepción pública de su liderazgo: pese a su demostrada disposición a usar la fuerza, ningún lado lo tiene por el presidente guerrero que es.
Obama tuvo experiencias de primera mano de la eficacia y precisión militar temprano en su presidencia. Tres meses después de su investidura, unos piratas somalíes retuvieron a Richard Phillips, capitán estadounidense del Maersk Alabama, como rehén en el Océano Índico. Autorizados para usar la fuerza si la vida del capitán Phillips corría peligro, fuerzas especiales de la Armada se lanzaron en paracaídas sobre un buque de guerra cercano y tres francotiradores, disparando de noche desde una distancia de treinta metros, mataron a los piratas sin herir al capitán Phillips.
“Gran trabajo”, dijo Obama a William H. McRaven, entonces el vicealmirante que supervisó la operación de rescate y más tarde la operación bin Laden en Abbottabad, Pakistán. El rescate de los comandos de la Armada fue la primera decisión importante del presidente que implicó la participación de unidades secretas de contraterrorismo. Pero llegaría a depender cada vez más de ellos en los años siguientes.
Poco después de la investidura de Obama, reformuló la lucha contra el terrorismo. Los liberales querían definir las campañas antiterroristas en términos de la implementación de una ley global –antes que la guerra. El presidente no escogió esa opción y en lugar de eso declaró “guerra contra al Qaeda y sus aliados”. Al cambiar sus herramientas retóricas, Obama abandonó la vaga e indefinida lucha contra el terrorismo de Bush a favor de una guerra contra yihadistas violentos e identificados.
El cambio retórico tuvo dramáticas consecuencias –no retóricas. Comparemos el uso de los aviones no tripulados de Obama con el de su predecesor. Durante el gobierno de Bush hubo un ataque con drones estadounidenses cada 43 días; durante los dos primeros años del gobierno de Obama, hubo un ataque con drones cada cuatro días. Y al cabo de dos años de presidencia, el presidente y Premio Nobel de la Paz está implicado en conflictos bélicos en seis países musulmanes: Iraq, Afganistán, Pakistán, Somalia, Yemen y Libia. El hombre que llegó a Washington como un presidente “antiguerra” estaba más cerca de Teddy Roosevelt que de Jimmy Carter.
Consideremos la relativa rapidez con que Obama y su predecesor demócrata, Bill Clinton, optaron por la intervención militar en varios conflictos. Dudando, quizás debido al desastre de los Black Hawk en Somalia en 1993, Clinton no hizo nada por poner fin a lo que, al menos en 1994, era evidentemente una campaña genocida en Ruanda. Y Bosnia estaba al borde del colapso genocida antes de que Clinton decidiera –después de dos años de vacilaciones- intervenir en esa problemática región a mediados de los años noventa. En contraste, Obama sólo demoró unas semanas en decidir la intervención en Libia en la primavera de 2011 cuando el coronel Moamar al-Gadafi amenazó con masacrar a sus opositores libios. Obama fue a Naciones Unidas y la OTAN y puso en movimiento la campaña militar –criticada vehementemente tanto por la izquierda como por la derecha- que derrocó al dictador libio.
Nada de esto debería haber sorprendido a cualquiera que haya prestado atención a lo que dijo Obama sobre el uso de la fuerza durante su campaña presidencial. En el discurso sobre seguridad nacional de agosto de 2007, alertó al país, y al mundo: “Si obtenemos datos de inteligencia operacionales sobre blancos terroristas de alto nivel y el presidente Musharraf no actúa, nosotros lo haremos”, dijo, refiriéndose a Pervez Musharraf, entonces presidente de Pakistán. Agregó: “No dudaré en usar la fuerza militar para eliminar a terroristas que representan una amenaza directa para Estados Unidos”.
Eso es lo más clara que puede ser una declaración. Pero republicanos y demócratas maldijeron a Obama con igual intensidad por sugerir que autorizaría una acción militar unilateral en Pakistán para asesinar a bin Laden y otros dirigentes de al Qaeda.
Hillary Rodham Clinton, entonces la rival demócrata para la nominación presidencial, dijo: “Creo que sería un tremendo error dar a conocer eso”. Mitt Romney, que aspiraba a la nominación republicana, acusó a Obama de ser un “Dr. Strangelove” que estaba dispuesto a “bombardear a nuestros aliados”. John McCain agregó: “¿Nos arriesgaremos a elegir a un candidato confundido y sin experiencia que sugirió una vez bombardear a nuestro aliado, Pakistán?”
Una vez elegido, Obama autorizó un fuerte aumento de los agentes de la CIA en el terreno en Pakistán y una intensificada campaña de ataques con aviones no tripulados; también aprobó el uso de drones y de unidades militares clandestinas en lugares como Somalia y Yemen, donde Estados Unidos no estaba implicado en una guerra terrestre tradicional. (Bush, que fue el primero en desplegar drones dirigidos por la CIA, no lo hizo en la escala de Obama; y Obama, por cierto, tuvo el beneficio de una tecnología de drones significativamente mejorada y más precisa).
Nada dramatiza más la disposición de Obama a usar su poder militar como su decisión de enviar el Equipo 6 de los comandos SEAL de la Armada a Abbottabad para eliminar a bin Laden. Si esta arriesgada operación hubiera fracasado, muy probablemente habría dañado la presidencia de Obama, y su legado.
Los asesores de Obama temían que una operación fracasada podría perturbar, o incluso destruir, la relación entre Estados Unidos y Pakistán, que habría hecho más difícil la guerra en Afganistán ya que gran parte del material bélico estadounidense tenía que utilizar el espacio aéreo o rutas terrestres paquistaníes.
Los riesgos eran enormes. Un ataque con helicópteros podría fácilmente convertirse en una repetición de la debacle en el desierto iraní en 1980, cuando Carter autorizó una misión para liberar a los rehenes estadounidenses en Teherán que terminó con ocho militares estadounidenses muertos, sin lograr la liberación de ninguno de los rehenes.
Algunos de los más importantes asesores de Obama temían que los datos de inteligencia que sugerían que bin Laden estaba en el recinto de Abbottabad eran circunstanciales y demasiado débiles como para justificar los riesgos implicados. El subdirector de la CIA, Michael J. Morell, había dicho al presidente que en término de los datos disponibles, “las evidencias circunstanciales de que Iraq tenía armas de destrucción masiva eran en realidad más convincentes que las evidencias de que bin Laden estaba viviendo en el recinto de Abbottabad”.
En la última sesión del Consejo Nacional de Seguridad para estudiar sus opciones relacionadas con la posible presencia de bin Laden en el recinto de Abbottabad, Obama dio a cada uno de sus asesores la oportunidad de hablar. Cuando el presidente preguntó: “¿Qué piensas sobre esto?”, tantos funcionarios iniciaron sus recomendaciones diciendo: “Señor presidente, esta es una decisión muy difícil”, todo el mundo estalló en risas, ofreciendo algunos momentos de alivio en una sesión de dos horas que se caracterizó por su tensión.
Interrogado sobre su opinión, el vicepresidente Joseph R. Biden Jr., dijo: “Señor presidente, mi sugerencia es: no lo haga”.
Sin embargo, para el presidente las recompensas potenciales claramente superaban todos los riesgos implicados. “Incluso aunque pensaba que sólo teníamos un cincuenta por ciento de posibilidades de que bin Laden se encontrara allí, valía la pena intentarlo”, dijo. “Y me dije que si tenemos una buena posibilidad, no de destruir completamente a al Qaeda, pero sí de dañarla, entonces valía la pena correr los riesgos políticos y los riesgos que correrían nuestros hombres”.
A la mañana siguiente, el viernes 29 de abril, a las 8:20 en la Sala de Recepciones Diplomáticas de la Casa Blanca, Obama se reunió con sus más altos asesores de seguridad nacional en un semicírculo y les dijo, simplemente: “Lo haremos”.
Tres días después bin Laden fue asesinado.
La misión bin Laden seguramente volverá a surgir en las próximas elecciones; la campaña ya ha producido un documental de diecisiete minutos que muestra la operación. Esto, en combinación con el historial de logros militares de Obama, hará difícil que Mitt Romney convenza a los votantes de que Obama es un típico demócrata: débil en temas de seguridad nacional. Y si Romney trata de retratar a Obama de este modo, muy probablemente caerá en la trampa de llamar a la guerra contra Irán, a la que se oponen muchos estadounidenses.
Obama quiere estar en Chicago para la cumbre de la OTAN a fines de mayo, justo cuando la carrera electoral se intensifica. Llegará sabiendo que Estados Unidos y Afganistán ya se han puesto de acuerdo en una colaboración estratégica a largo plazo que es probable que implique a miles de soldados estadounidenses en Afganistán, como asesores, después del fin de las operaciones de combate en 2014. (Los detalles del acuerdo todavía están siendo negociados). Esto debería inocular al presidente contra las acusaciones de Romney de que está “abandonando Afganistán”.
Nada de esto sugiere que Obama tenga el gatillo fácil o que, cuando considera el uso de la fuerza, es más que probable que confíe en sus instintos antes que en las recomendaciones discutidas durante deliberaciones estructuradas, a menudo prolongadas, con su Consejo de Seguridad Nacional y otros asesores. En instancias en que los riesgos parecen demasiado grandes (como una acción militar contra Irán) o la compensación demasiado turbia (alguna forma de intervención militar en Siria), Obama ha eludido repetidas veces el uso de la fuerza.
Dicho esto, está claro que se ha liberado completamente del “síndrome de Vietnam” que prestaba una lente a través de la cual toda una generación de presidentes estadounidenses analizó las acciones militares. Sin embargo, la opinión pública estadounidense y las elites siguen viendo al presidente como un pensador, no como actor; un negociador, no un guerrero.
¿Qué explica la extraña y persistente disonancia cognitiva sobre este presidente y su relación con la fuerza militar? ¿Proviene de la campaña en la que Clinton criticó repetidas veces a Obama por su declarada voluntad de negociar con Irán y Cuba? ¿O es porque nunca podrá liberarse del tono y semblante deliberativo del profesor de derecho constitucional que fue una vez? ¿O se debe a su temprana oposición a la guerra de Iraq? Cualesquiera sean las causas, el presidente adoptó al Equipo 6 de los comandos de la Armada y no el Código Rosa y sin embargo muchos siguen considerándolo como el negociador en jefe en lugar del guerrero que en realidad es.
[El autor es director de la New America Foundation y del libro de próxima aparición, ‘Manhunt: The Ten-Year Search for Bin Laden –From 9/11 a Abbottabad.]
3 de mayo de 2012
29 de abril de 2012
©new york times
cc traducción c. lísperguer