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[Las bandas paramilitares que derrocaron al gobierno libio en tierra han sembrado Libia de cárceles secretas donde los detenidos son torturados y asesinados en venganza por los crímenes del régimen de Gadafi.]

[Robert F. Worth] Una noche de fines de septiembre del año pasado, un preso llamado Naji Najjar fue llevado, esposado y con los ojos vendados, a una base militar abandonada en las afueras de Trípoli. Un grupo de jóvenes con uniformes de camuflaje lo empujó hacia un cuarto de interrogatorio apenas iluminado y lo obligaron a arrodillarse. El comandante de la milicia, un hombre robusto, desgreñado y con cara de sueño, se paró detrás de Najjar. “¿Qué quieres?”, preguntó el comandante, con un trozo de tubo de metal en las manos.
“¿Qué quieres decir?”, preguntó el preso.
“¿Qué quieres?”, repitió el comandante. Calló por un momento. “¿No recuerdas?”
Por supuesto que Najjar recordaba. Hasta hace unas semanas, había sido un canallesco gendarme en una de las cárceles del gobierno de Moamar al-Gafadi. Cuando cayó Trípoli, los mismos hombres a los que había golpeado tan prolongadamente lo encontraron en la casa de su hermana y lo trasladaron a una base. Ahora estaban imitando su propio sádico ritual. Todos los días Najjar saludaba a los presos con las palabras ¿Qué quieres?, obligándolos a suplicar ser golpeados con el tubo –conocido en la cárcel por su término industrial PPR-, so pena de recibir dos palizas en vez de una. El comandante de la milicia que estaba ahora parado detrás de él, Jalal Ragai, había sido una de sus víctimas preferidas.
“¿Qué es lo que quieres?”, dijo Jalal por última vez. Tenía en su mano el mismo tubo con que lo habían golpeado tantas veces.
“¡PPR!”, gritó Najjar y su ex víctima lo golpeó con la barra en la espalda.

Oí esta historia a principios de abril, de boca de Najjar mismo. Todavía estaba en manos de la milicia, con otros once hombres que habían torturado y asesinado en nombre de Gadafi, en una enorme habitación que sólo tenía una ventana tapada y algunos colchones apilados en el suelo. Los rebeldes habían colgado una placa de metal blanca en la puerta y un par de grandes cerrojos para que pareciera una cárcel. El viejo tubo de metal y la “falga” –un madero usado para alzar las piernas de los presos para poder golpearles la palma de los pies, estaban en una mesa arriba. Habían sido usados durante los primeros meses de su detención, cuando las entonces víctimas y sus parientes llegaron a la base a vengarse de las golpizas. Un rebelde me contó riendo sobre una mujer a cuyo hermano, en la cárcel, le habían cercenado un dedo: cuando localizó al hombre que lo había hecho, lo golpeó con una escoba hasta que el palo se rompió. Ahora, sin embargo, los instrumentos de tortura eran en lo esencial objetos de museo. Después de seis meses de detención, Najjar –aquí lo conoce todo el mundo como Naji- era visto más como payaso que como canalla, y los milicianos lo habían nombrado cocinero. Repantingado en un sillón entre un grupo de rebeldes que fumaban y charlaban despreocupadamente, Najjar contó su extraño trayecto de gendarme a prisionero. “Una vez, uno de los visitantes rompió el PPR golpeándome”, me dijo.
“Naji, eso no era PPR: era plástico”, explicó un rebelde. “Un tubo PPR no se rompe, así golpees a un cerdo todo el día con él”. Además, dijo, el visitante en cuestión tenía un disco fracturado gracias a una de las golpizas de Naji, así que no era más que justo. Los hombres empezaron a discutir amistosamente sobre uno de los métodos favoritos de Naji para golpear a los presos y sobre si había usado un tubo o una manguera cuando le hizo un profundo corte en la frente a Jalal, en julio del año pasado.
El subcomandante de la milicia entró a la habitación y saludó a Najjar golpeándole amistosamente la palma de la mano. “Hola, jeque Naji”, dijo. “Tienes carta”. El comandante la abrió y empezó a leer. “Es de tu hermano”, dijo, y su rostro se encendió con una sonrisa despreciativa. “Dice: ‘Naji está retenido por una organización ilegal, lo torturan todos los días, lo matan de hambre y lo obligan a firmar declaraciones falsas’. Ah, y mira esto: ¡mandó una copia de la carta al ejército y al Comité de Seguridad!” Este último detalle provocó un estallido de risas entre los hombres en la habitación. Hasta Naji pareció encontrarlo divertido. “Siempre decimos a los familiares lo mismo”, agregó uno de los milicianos, y me explicó: “No existe una entidad legal a la que entregar los prisioneros”.

Libia no tiene ejército. No tiene gobierno. Estas cosas sólo existen en el papel, pero en la práctica Libia todavía tiene que recuperarse del largo caos del gobierno de Gadafi. El país ha vuelto a producir petróleo, aunque todavía no tiene legisladores ni gobernadores provinciales ni hay sindicatos y casi no hay policía. Los semáforos de Trípoli, que parpadean rojo y verde, son universalmente ignorados. Los residentes llevan su basura al derruido bastión de Gadafi, Bab al-Aziziya, y la arrojan ahí entre pilas de desechos que ahora son verdaderas montañas, en medio de un hedor espantoso. Incluso temas tan básicos como la propiedad, atraviesan por una situación de profunda confusión. A partir de 1978, Gadafi estatizó gran parte de la propiedad privada en Libia y ahora los antiguos propietarios, algunos de ellos de regreso después de décadas de vivir en el extranjero, están reclamando los departamentos, chalets y fábricas que pertenecían a sus abuelos. Vi a libios blandiendo desteñidos documentos en turco e italiano, amenazando con tomar las armas si no les devolvían sus terrenos ancestrales.
Lo que Libia sí tiene son milicias, más de sesenta, manejadas por paramilitares que tenían muy poco o nada de adiestramiento militar o policial cuando estalló la revolución hace menos de quince meses. Prefieren que se les llame “katibas”, brigadas, y sus miembros son conocidos universalmente como “asthuwar”, revolucionarios. Cada brigada tiene poder ilimitado en su territorio sobre la base de su “autoridad revolucionaria” como única justificación. En sus barracas –usualmente antiguas escuelas, comisarías de policía o centros de seguridad- se está llevando a cabo una profunda transformación: los gendarmes se han convertido en prisioneros y los prisioneros en gendarmes. No hay reglas, y cada katiba trata de cualquier manera a sus prisioneros, que van desde delincuentes comunes hasta Seif al-Islam al-Gadafi, el hijo del presidente derrocado y su heredero en el pasado. Algunos simplemente han replicado las peores torturas que se aplicaban durante el viejo régimen. La mayoría se han controlado. Casi todos ellos han ofrecido a sus víctimas la posibilidad de confrontar frente a frente a los que fueron sus torturadores para poner a prueba sus instintos, para contrarrestar su deseo de venganza con la voluntad de hacer de Libia algo más que el patio de un lunático.

Lo primero que se ve cuando te acercas a la base Jalal en el barrio de Tajoura es un autobús agujereado por las balas –hoy casi una reliquia sagrada- que fue usado por los rebeldes como un escudo durante las primeras protestas en Trípoli a principios de 2011. Al otro lado de un terreno baldío se encuentra un horrendo y dilapidado centro de adiestramiento militar construido en lo fundamental con bloques de cemento. En la segunda planta hay un largo pasillo cuyas paredes están cubiertas con imágenes de detenidos en la base militar de Yarmouk, donde ocurrió la que es quizás la masacre más infame de la guerra en Libia. El 23 de agosto tropas de Gadafi arrojaron granadas y dispararon con ametralladoras contra los reos apretujados en un pequeño galpón. Murieron cerca de cien detenidos; la mayoría de los cadáveres fueron apilados y quemados. Decenas de presos más fueron ejecutados en las cercanías. Muchos de los milicianos de las brigadas son o ex presos de Yarmouk o parientes de los hombres que fueron asesinados allí. Los retratos de las víctimas adornan las paredes del pasillo. Uno de ellos aparece dos veces, un hombre con un rostro delicado y juvenil, con gafas sin armazón y cabellos grises. Es Omar Salhoba, un médico de 42 años que fue asesinado a balazos el 24 de agosto, más de dos días después de que Trípoli fuera ocupada por las milicias. Era adorado en Yarmouk por su insistencia en atender a los otros detenidos y por su valiente y frustrado intento de liberar a los hombres.
El hermano mayor de Omar, Nasser, es ahora el interrogador jefe de la brigada. Es delgado y enjuto, de rasgos tensos y ojos oscuros que parecen congelados en una expresión melancólica. Cuando lo conocí, estaba en su oficina, un cuarto de invitados con el papel mural despegado y un escritorio destartalado con pilas de expedientes. Llevaba vaqueros y una camisa azul y blanco abotonada, y fumaba nerviosamente un cigarrillo tras otro. “Los primeros tres meses y medio, no salí de aquí ni una sola vez”, me dijo. “Es sólo hace poco que volví a dormir en mi departamento”.
El rencor que abriga Nasser Salhoba contra Gadafi se remonta a más de una década. En 1996 estaba estudiando para ser detective de la policía, su sueño de niño, cuando su hermano mayor Adel fue asesinado a tiros en un estadio de fútbol de Trípoli. Los asistentes habían osado abuchear a Saadi el-Qaddafi, hijo del dictador y patrocinador del equipo local. Los guardaespaldas de Saadi abrieron fuego, matando al menos a veinte personas. Cuando a los familiares de Salhoba les dijeron que no podían recibir el cuerpo de Adel si no firmaban una declaración afirmando que era un “mushaghib”, vándalo, Nasser se dirigió directamente al ministerio del Interior y confrontó a los funcionarios presentes, un acto impensable de osadía. “Estaba furioso”, me dijo. “Empecé a mostrar mi arma y a gritar”. Los guardias lo redujeron rápidamente y aunque le permitieron volver a su casa esa noche, pronto se enteró de que sería arrestado. Por consejo de su familia, Nasser viajó a Malta, donde se quedó siete años, ganándose la vida con el contrabando de cigarrillos y adicto al alcohol y a las drogas. Incluso después de volver a Libia, su estallido en el ministerio del Interior lo mantuvo en una lista negra y no pudo encontrar un trabajo estable. Fue su hermano menor, Omar, entonces un exitoso pediatra con dos hijas jóvenes, quien lo mantuvo en pie, prestándole dinero e instándole a limpiar sus antecedentes.
Entonces llegó la revolución. Mientras Nasser esperaba su desenlace, más cínico que nunca, Omar –el delicado idealista de la familia- arriesgaba su vida proporcionando a los rebeldes miles de dólares en suministros médicos. El 7 de junio Omar estaba operando a un niño en su clínica en Trípoli cuando llegaron dos agentes de inteligencia y lo subieron a un coche. Nadie supo adónde era llevado. Más de dos meses después, el 24 de agosto, Nasser recibió una llamada en la que le dijeron que Omar había sido asesinado en la cárcel de Yarmouk. Las balaceras todavía continuaban en la calle y Nasser lo buscó durante más de un día hasta que un paramilitar le mostró una foto del cuerpo ensangrentado de su hermano. El ritual musulmán exige que los cuerpos sean sepultados rápidamente, y Nasser se dirigió a un hospital militar para mostrar la foto frenéticamente a cualquiera que pudiera ayudarle, hasta que un médico le dijo que el cuerpo de Omar había sido enviado a la mezquita local para ser enterrado. Nasser encontró la mezquita y llegó al cementerio justo minutos después de que el cuerpo fuera sepultado en una tumba de cemento. Alcanzó a tocar la tumba. La mezcla todavía estaba húmeda.
Nasser recordó ese día con una mueca de dolor. “Me siento tan mal por no haber sido capaz de salvarlo”, dijo más de una vez. “Mi hermano era la persona especial de mi familia. No me podría comparar con él”.
Los tres hombres responsables de la muerte de Omar estaban viviendo todos en la planta debajo de nosotros. El verdugo era un hombre de veintiocho años llamado Marwan Gdoura. Fue Marwan el que insistió en hablar con el comandante de Yarmouk esa mañana, pese a que la mayor parte de Trípoli estaba en manos de los rebeldes. Fue Marwan quien mató a Omar y las otras cinco víctimas; los otros dos gendarmes dispararon sólo cuando Marwan había vaciado dos cargadores de su AK-47. Me enteré de todo esto en el curso de mis conversaciones con ellos en la cárcel de la brigada. Fueron perfectamente claros sobre su función en Yarmouk, aunque hablaron con tono suave, arrepentidos, diciendo que habían torturado y asesinado sólo porque obedecían órdenes.
Cuando le pregunté a Nasser cómo se sentía de interrogar al hombre que había asesinado a su hermano, se levantó de la silla en su oficina y salió del cuarto. Apenas un minuto después volvió con Marwan, el que se sentó y se inclinó hacia adelante, con las manos apretadas. Tenía ojos pequeños y estrechos, una tenue barba y el pelo negro y corto. Su mirada era directa pero dócil, y no vi nada violento ni en su rostro ni en sus maneras. Los paramilitares ya me habían contado que Marwan era muy devoto, que pasaba la mayor parte del tiempo rezando o leyendo el Corán. Le pregunté sobre sus antecedentes y luego avancé a los acontecimientos del 24 de agosto, cuando ejecutó a Omar y otros cinco detenidos. Marwan habló suavemente, pero sin titubear. “Una cosa está muy clara”, dijo. “Eres un soldado, tienes que obedecer órdenes. En ese momento, si dices no, te considerarán un traidor y serás otra víctima más. Si no llevas a cabo la ejecución, otros lo harán”. Nasser fumaba silencioso mientras Marwan hablaba, mirándolo de vez en vez con una expresión de distanciamiento profesional.
Marwan explicó que el comandante de la cárcel de Yarmouk, un hombre llamado Hamza Hirazi, le ordenó telefónicamente ejecutar a seis presos, incluyendo a Omar y varios oficiales que habían sido detenidos por ayudar a los rebeldes. “Los sacamos del galpón y los metimos en un cuarto pequeño”, dijo cuando le pedí más detalles. “La matanza se realizó con un arma liviana. Cerramos la puerta y nos marchamos”. Marwan no me contó –aunque lo oí de boca de otros hombres que estuvieron presentes en las ejecuciones- que en los últimos momentos antes de su asesinato, Omar Salhoba se volvió y suplicó por última vez: “Marwan, ten temor de Dios”.
Horas después de la ejecución, contó Marwan, huyó con cerca de doscientos soldados bajo el liderazgo de Khamis el-Qaddafi, otro de los hijos del dictador. El convoy topó con un grupo de paramilitares y Khamis murió en una balacera. Los soldados huyeron entonces a Bani Walid, donde Seif al-Islam el-Qaddafi estaba recibiendo las condolencias por la muerte de su hermano en las barracas militares. “No le voy a mentir”, dijo Marwan. “Le di la mano y lo besé”. Después de acampar en un olivar durante unos días, una cada vez más reducida banda de soldados del gobierno se dirigió a Sirte, en el este, el último bastión de Gadafi, y luego hacia la ciudad de Sabha, en el sur. Los hombres estaban desertando y marchándose a casa, contó Marwan. Pero se quedó hasta que no que no eran más de cinco o seis, escondidos en una granja en las afueras de Sabha. Huyó hacia el desierto sólo cuando un grupo de rebeldes atacó la granja. Se ocultó hasta que cayó la noche y luego se marchó hacia la ciudad vecina, donde abordó un minibús en dirección al norte. Un día después llegó a su ciudad natal, Surman. Le pregunté por qué fue leal a las fuerzas de Gadafi durante tanto tiempo. “Quería volver a casa”, dijo, “pero no tenía coche”.
Esto es difícil de creer. Me recordó lo que me habían contado algunos de los otros prisioneros que estaban con Marwan: que él era el verdadero gadafista entre los gendarmes. Huyeron todos inmediatamente después de la ejecución. Naji Najjar se marchó con otro guardia antes incluso de que empezara. Pero Marwan insistió en mantenerse firme y ejecutar las órdenes de Hamza Hirazi de matar a los seis detenidos. Algunos de los otros prisioneros acusaban ahora a Marwan y lo responsabilizaban de su destino. Naji me contó una vez: “Le dije a Marwan: ‘Me gustaría estar de nuevo en la cárcel. Lo primero que haría, sería matarte’. Porque si me hubiese escuchado, habríamos huido todos el día en que cayó Trípoli”.
Marwan había dejado de hablar. Ahora Nasser lo estaba mirando a través de una nube de humo de cigarrillos.
“Durante el mes después de la caída de Trípoli, ¿pensaste alguna vez en las seis personas que ejecutaste?”, preguntó Nasser.
“Pensé en ellos y también en los detenidos que fueron matados y quemados en el galpón”.
“Pero esto era diferente”, dijo Nasser. “Tú mataste a esas seis personas tú mismo. ¿Hablaste sobre ello con los otros soldados?”
“No”, contestó Marwan, tranquilo.
Se produjo un largo silencio. Nasser desvió la mirada, como si pensara que debía callar, pero se dirigió nuevamente a Marwan. “Dices que obedeciste órdenes”, dijo. “Supongamos que yo reciba la orden de hacer lo mismo que tú. ¿Debería hacerlo?”
Marwan desvió la vista hacia la mesa ratona que estaba frente a él.
Más tarde, después de que Marwan fuera trasladado abajo, Nasser dijo que todavía quería matarlo. Pero más que eso, quería entender por qué. “Le he preguntado repetidas veces por qué y cómo”, dijo. “He hablado con él a solas y en grupo. Marwan me contó una vez: ‘No se puede entender a menos que se pase por la misma experiencia’”.
Le pregunté a Nasser si creía que Marwan sintiera remordimiento, como dice. Nasser sacudió lentamente la cabeza y sonrió. No hace mucho, dijo, Marwan hacía todo lo posible por no pisar una bandera de la era de Gadafi que habíamos colocado en el pasillo (los paramilitares se deleitaban pisándola). Aparentemente pensaba que no lo estaba mirando nadie.
“Yo estaba furioso”, dijo Nasser. “Lo golpeé con la falga. Fue la primera vez que lo hice. Pensar que todavía piensa lo mismo después de todo este tiempo, que si pudiera nos mataría a todos”.

Una noche en la sede de la brigada, Nasser y Jalal me permitieron estar con ellos mientras revisaban un paquete de documentos enviado por alguien que les instaba a arrestar a partidarios de Gadafi. Este tipo de cartas todavía sigue llegando a una tasa de dos o tres por semana, explicó Jalal. “Cuando hay informaciones substantivas sobre una persona, la detenemos”, dijo. Hojearon los documentos y en un momento Jalal me pasó un recorte fotocopiado, escrito en francés, de un diario de Burkina Faso. “¿Dice algo malo sobre él?”, preguntó Jalal. Miré el recorte y traduje sus puntos principales. Al hacerlo, tuve la desagradable impresión de que mi respuesta decidiría si salían esa noche a detener en su casa a ese hombre para dejarlo en detención indefinida en algún sótano. “No”, dijo Jalal, finalmente. “Creo que esta es otra persona que quiere vengarse”.
Por lo que pude discernir, Jalal era más disciplinado y menos inclinado a la venganza que muchos de los comandantes en Libia. En los primeros días tras la ocupación de Trípoli por paramilitares, cuando lo conocí, se había unido a un grupo de endurecidos combatientes rebeldes de Misurata, donde tomaron lugar algunas de las batallas más sangrientas de la guerra. Pero los paramilitares de Misurata empezaron a realizar brutales represalias con sus recién capturados prisioneros. Uno de los gendarmes de Yarmouk que apresaron, un hombre llamado Abdel Razaq al-Barouni, era en realidad visto como héroe por algunos de los antiguos presos, que me contaron que Barouni abrió la puerta del galpón y les instó a escapar momentos antes de que empezara la masacre. Después de que Jalal viera cómo uno de los milicianos de Misurata disparara a Barouni una bala en un pie durante un interrogatorio, decidió marcharse con sus propios combatientes, permitiendo a regañadientes que los milicianos se encargaran de transportar a algunos detenidos a su ciudad.
En cuanto a los prisioneros que estaban todavía en su poder, Nasser y Jalal me contaron que estaban ansiosos por entregarlos tan pronto como un gobierno estable se encargara de ellos. Pero se apresuraron a decirme que en algunos casos, notorios criminales habían sido entregados a las autoridades, que los habían dejado pronto en libertad. Jalal, que está empezando a tener ambiciones políticas, parecía especialmente ansioso de demostrar que tenía sólidas razones para conservar a sus doce prisioneros. Tenía pruebas que nadie había visto, dijo: cintas de sesiones con torturas cometidas por los carceleros durante el gobierno de Gadafi. Las había encontrado en las saqueadas oficinas de Hamza Hirazi, el alcaide de Yarmouk.
Una noche, Jalal me llevó en coche a su casa en Tajoura, no muy lejos de la base. Estaba oscuro dentro cuando entramos a un cuarto atestado con sofás negros y mesas y llena de vasos y ceniceros. Nos sentamos en el suelo con un par de sus amigos, compartiendo un cuenco de espaguetis, y luego Jalal colocó un polvoriento laptop en el borde de uno de los sofás. La pantalla se encendió, mostrando un pequeño cuarto con una silla de escritorio de cuero marrón. Apareció un hombre con los ojos vendados, con los brazos amarrados por detrás, y fue empujado contra la silla. Una voz detrás de la cámara empezó a interrogarlo: “¿Quién te dio el dinero? ¿Cómo se llamaban?” Empezó a sonar un teléfono. El preso es apartado de la cámara, y luego se oye un horrible zumbido eléctrico, acompañado de quejidos y gritos de dolor.
“Ellos casi nos mataron en ese cuarto”, dijo Jalal.
Al cuarto de torturas entró un delgado y moreno gendarme con una bandeja con café. Reconocí su cara: era Jumaa, uno de los pocos prisioneros que quedaban en la cárcel de la brigada. El contraste con el hombre que yo había conocido –sumiso, apologético, lleno de remordimiento- era alarmante. En el video, Jumaa tenía un aspecto de aburrida arrogancia. Sorbía su café despreocupadamente mientras zumbaba la picana de la tortura y el preso aullaba. De vez en vez participaba, pateaba al detenido en las costillas y lo llamaba perro. Entraba y salía al arbitrio, uniéndose a la tortura por el mero placer de hacerlo.
Jalal mostró otro video. En este, Jumaa y otros dos guardias estaban pateando y golpeando con extraordinaria ferocidad a un preso con los ojos vendados. “¡Mátame, Ibrahim, mátame!”, gritaba el preso una y otra vez. ”¡Ya no quiero vivir! ¡Mátame!” El hombre que estaba suplicando era Ibrahim Lousha, al que ya conocía por su reputación como el más notorio torturador de Yarmouk. “¿Quieres al jefe?”, preguntó Lousha, y el preso respondió, frenético: “¡Sí, sí!”
Sin embargo, otro video mostraba a un hombre esposado cuyo cuerpo parecía retorcido y quebrado, hablando con voz temblorosa. Entonces Jalal mostró de una foto del mismo hombre, muerto en el suelo, boca abajo, con las manos amarradas. Y luego otro foto, esta vez de un cuerpo carbonizado: “Creemos que este hombre fue rociado con petróleo y luego quemado”.
Así continuó una serie de terribles escenas interrumpidas por los comentarios de Jalal: “Ese tipo sobrevivió y está viviendo en Zliten”, o: “Ese tipo murió en el galpón”. Pero Jalal y sus amigos, incluyendo al que había estado en la cárcel con él, estaban tan acostumbrados [a las torturas y asesinatos] que pasaron la mitad del tiempo que miraban los videos, riéndose. En un momento, Jalal apuntó hacia la pared detrás de la cabeza de un prisionero con los ojos vendados, donde se podía ver un manojo de llaves. “¡Oye, mira, allá en el fondo, esas son las llaves de mi coche!”, dijo. “¡En serio!” Él y sus amigos se partían de la risa y no podían parar, y las irreprimibles carcajadas llenaron la habitación. Más adelante, Jumaa aparecía en la pantalla riendo estridentemente y haciendo una parodia de un baile erótico detrás del aterrado prisionero. Para un extraño como yo, el baile de Jumaa era enfermizamente cruel, pero Jalal y sus amigos lo encontraban tan divertido que lo vieron una y otra vez, aplaudiendo y doblándose de risa. Era un sonido muy particular, y lo interpreté como la risa libia: un estallido chillón y vertiginoso, que parecía transmitir lo absurdo y la desesperación por la que habían pasado estos hombres durante tanto tiempo. Volviendo a casa esa noche, un amigo libio me ofreció un antiguo dicho que arroja alguna luz: Sharr al baliyya ma yudhik, que se traduce gruesamente como “lo que te hace reír es lo peor de una calamidad”.
Algunos días más tarde, vi a ver a Ibrahim Lousha, el torturador que se ve en el video. Había sido capturado por una de las brigadas en Misurata, a unas dos horas de Trípoli, en un arruinado y antiguo edificio de gobierno. Me llevaron a una enorme habitación vacía y me dijeron que esperara, y luego, repentinamente, ahí estaba él, mirando como niño mientras se dejaba caer en una silla. Llevaba pantalones de ejercicio grises y un suéter con cuello de pico y chancletas. Tenía grandes ojos y el pelo cortado al rape. Estaba sentado con las manos en el regazo, moviendo incesantemente su pierna izquierda. La brigada de Misurata se había ganado una infame reputación en los últimos meses por la tortura de funcionarios de Gadafi, pero Lousha dijo que lo habían tratado bien. Nadie nos estaba vigilando, aparte de un aburrido guardia al otro lado de la habitación.
Tenía veinte años, dijo, y era hijo de un policía de Trípoli. Cuando le pregunté sobre las torturas en Yarmouk, Lousha respondió, indiferente: golpizas, electricidad, otros métodos. “No les dábamos agua todos los días”, dijo. “Les dábamos orina”. ¿La orina de quién? “Nuestros meados. En botellas. También les pasábamos un cartel de Moamar y les hacíamos rezar encima”. Le pregunté si le habían ordenado hacer eso. Dijo que no, que él y otros guardias ideaban esos métodos mientras bebían licor y fumaban hachís. Le pregunté si no era un insulto contra el islam hacer que la gente la rezara a Gadafi. “No pensábamos en eso”, dijo. Me contó que el día de la masacre, un comandante de nombre Muhammad Mansour llegó una noche tarde y ordenó a los gendarmes matar a todos los presos en el galpón. Entonces se marchó sin decir nada sobre por qué debían ser eliminados o quién había dado la orden. “Nos miramos unos a otros”, dijo Lousha. “Y luego cogí las granadas”. Hablaba en monosílabos y tuve que presionarlo constantemente para que me diera más detalles. “Los otros gendarmes tenían las granadas. Les dije que me las entregaran”. Lanzó dos en el galpón, una después de otra, y abrió la puerta con una explosión. Podía oír los gritos de los detenidos que agonizaban. Le pregunté que había pensado luego cuando se marchó a casa para ver a sus padres y hermanos. No hizo ningún intento por escapar. “Estaba pensando en todo lo que había ocurrido”, dijo, sin delatar ninguna emoción. “En todo el desastre, la matanza. Estuve pensando en mí y en Dios”.

Cuando vi a Nasser nuevamente, me anunció orgullosamente que su brigada ya no era una unidad improvisada de voluntarios, sino que había sido reconocida oficialmente por el gobierno. Resulta que el gobierno ha reconocido a decenas de bandas de paramilitares rebeldes en todo Libia, aunque esto lo que significaba era que habían enviado sus nombres al ministerio del Interior, que les ofreció la posibilidad de solicitar alguna función en los nuevos servicios de seguridad del país. Los reclutas están siendo enviados fundamentalmente a la Guardia Nacional, un órgano formado recientemente –sin la mala reputación de las brigadas de matones del gobierno de Gadafi- que está instalada en el viejo edificio de la academia de policía de Trípoli. Me dirigí allá una mañana de abril y encontré a miles de hombres parados fuera bajo el sol. Todos eran “thuwar” y estaban esperando que les pagasen. El gobierno de transición decidió en marzo pagar a cada paramilitar cerca de mil 900 dólares (y tres mil cien dólares a los casados). Cualquiera podía inscribirse, y se inscribieron solamente en Trípoli cerca de ochenta mil “asthuwar”. Un hombre que esperaba en la cola, me dijo: “Si todos estos hubiesen peleado contra Gadafi, la guerra habría durado una semana, no ocho meses”. Es una suerte para Libia que los campos petrolíferos no se quemaran y que todavía tenemos suficiente crudo para venderlo y mantener felices a los milicianos.
En el edificio me llevaron a una habitación arriba que parecía la suite de un hotel, con alfombras y cortinas de felpa y brillantes paredes verdes. En las paredes colgaban viejos mapas usados por la patrulla fronteriza durante el gobierno de Gadafi. Después de algunos minutos, un hombre de edad mediana llamado Ali Nayab se introdujo como el subdirector de la nueva Guardia Nacional. Era un piloto de guerra en la antigua fuerza aérea libia, me dijo, pero estuvo siete años en la cárcel por su participación en un golpe frustrado en 1988 (había intentado hacer estrellar su avión, en una operación suicida, contra la residencia de Gadafi). “En realidad, no quería morir”, dijo Nayab, “pero pensaba que era la única manera de deshacerse de Gadafi”. Cuando le pregunté sobre la integración de los “thuwar” en la Guardia Nacional, sonrió disculpándose y explicó que la guardia no había sido capaz todavía de hacer algo por los hombres que se habían inscrito. Todavía estaban esperando que el gobierno de transición tomara decisiones. Entretanto, los hombres estaban en casa o trabajando con sus brigadas. “El resultado es un enorme vacío entre el gobierno de transición y los paramilitares. Están empezando a sentirse frustrados”. Nayab también concedió que algunos comandantes paramilitares no querían renunciar al poder que habían adquirido. Muchos eran inútiles antes de la revolución, y ahora recibían las demostraciones de respeto que se deben a un señor de la guerra. Mientras más se prolongue el actual vacío, más se pueden atrincherar estos hombres, haciendo más difícil que el nuevo gobierno nacional haga cumplir sus órdenes.
Uno de estos comandantes está ahora a cargo de Hamza Hirazi, el oficial que supervisó la masacre en la cárcel de Yarmouk. Yo ansiaba hablar con él, porque nadie había sido todavía capaz de explicarme uno de los misterios más importantes sobre las terribles masacres que ocurrieron en Yarmouk y otros lugares en los últimos días del gobierno de Gadafi. Cuando Trípoli estaba claramente cayendo en manos de los rebeldes, las tropas del gobierno mataron a Omar Salhoba y otros el 23 y 24 de agosto. ¿Por qué? ¿Quién dio la orden?
El hombre que retiene a Hirazi dirige un enorme grupo de paramilitares de las montañas de Nafusah, a tres horas al sudoeste de Trípoli. Su nombre es Eissa Gliza, y su milicia está instalada en uno de los barrios más ricos de Trípoli, en una vistosa residencia que pertenecía a los hijos de Gadafi. Antes de la revolución, Gliza era contratista de la construcción, me dijo. Ahora dirige a mil cien hombres. Cuando llegué el martes en la mañana, estaba en escritorio en una lujosa oficina, mirando una gigantesca pantalla de televisión. Una cálida brisa venía desde el Mediterráneo, el que brillaba bajo el sol a algunos cientos de metros. Gliza es un hombre robusto, de cincuenta años, con el pelo grueso y grasoso, y llevaba una barba de varios días. Lucía sudoroso y cansado. Mientras parloteábamos, los guardias que estaban fuera empezaron a gritarse, uno de ellos lanzó un puñetazo y los otros lo redujeron. Gliza lo ignoró. Cogió su celular, y me mostró una serie de escalofriantes videos de hombres que estaban siendo golpeados y torturados por funcionarios del gobierno. “Es una vergüenza que estén todavía vivos, después de lo que hicieron”, dijo. Le pregunté si podía hablar con Hirazi. Gliza dijo que trataría de arreglarlo, pero no era fácil. Ya habían tratado dos veces de matar a Hirazi, dijo. Trasladaba a Hirazi constantemente. Le pregunté si el nuevo gobierno había mostrado algún interés en Hirazi, considerando su importante posición en el gobierno de Gadafi. “¿El gobierno?”, dijo Gliza con desprecio. “Sólo están interesados en los negocios y en el petróleo. Son los hijos de Qatar. Los dirige Sheika Mozah” –la esposa del emir de Qatar. “Nunca han estado en el frente”.
En televisión dijeron que el director del Consejo Nacional de Transición de Libia, Mustafa Abdel-Jalil, había amenazado con usar la fuerza para poner fin a una sostenida guerra entre dos ciudades al occidente de Libia. Gliza rió desdeñoso. “¿Quién? ¿Quién va a usar fuerza?”, dijo. “Hace tres días fueron a Zuwarah y dijeron: “Somos el ejército nacional, queremos ir al frente”. No estuvieron ni una hora. Uno de ellos se meó en los pantalones. Dicen que se han incorporado al ejército nacional 35 mil hombres. Pero le digo, si llegaron aquí todos esos 35 mil, no podrían dominar a nuestros doscientos milicianos. Mientras no haya un verdadero gobierno, nadie entregará su poder”.
Poco después, un viejo entró a la oficina, luciendo un “djellaba”, con una larga barba blanca y un gorro, con un bastón. Empezó a quejarse de que Gliza y sus hombres se comportaban como si fueron dueños de todo el barrio. Están dando las tarjetas de identidad de la brigada a africanos y los dejan andar por cualquier parte, exigiendo dinero por limpiar los coches de la gente. El viejo elevó la voz, y sacudió con rabia sus delgados brazos. “¿Quién les da el derecho de emitir tarjetas de identidad?”, continuó. “¡Ni siquiera son libios!” Gliza le gritó de vuelta, diciéndole que los vecinos deberían estar agradecidos. El encuentro se prolongó durante veinte minutos a un ensordecedor volumen, cada uno acusando al otro de no mostrar el respeto debido, hasta que finalmente el viejo se desalentó y se marchó rengueando.
Quizás la más potente evidencia del vacío de poder en Libia se encuentra en las fronteras. A principios de abril estalló un conflicto entre dos bandas de paramilitares cerca de la ciudad de Zuwarah, al oeste del país. El contrabando es lucrativo, y la semana pasada una pelea similar sobre las fronteras en el sur del país terminó con cerca de 150 personas muertas. Cuando llegué a Zuwarah, dos días después de mi visita a Gliza, era una zona de guerra. La tierra se sacudía con el estallido de los morteros, y reconocí las rápidas ráfagas de la artillería antiaérea. Un hombre que dijo que era el portavoz del consejo militar local se ofreció para llevarme al frente. Dijo que ese día catorce personas de Zuwarah habían sido asesinadas, y otras 126 habían quedado heridas. Condujimos por la calle principal de Zuwarah, donde los edificios estaban salpicados con agujeros de bala. Saliendo de la ciudad, la carretera estaba llena de coches y camiones con ametralladoras pesadas. Dos contenedores marcaban el inicio de una tierra de nadie. Más allá de este punto, la carretera subía hacia una polvorienta colina y desaparecía de la vista. Un paramilitar, un atractivo joven de 23 años llamado Ayoub Sufyan que portaba un rifle sobre el hombro, me gritó en el oído en inglés por sobre el estruendo de las armas: “El gobierno dice que enviaron al ejército nacional. ¿Has visto a alguno de ellos? Después de que nos secuestraran veinticinco milicianos, dijimos basta. Le dijimos al gobierno: ‘Si quieren ayudarnos, bien. Si no, iremos solos’. Los jóvenes ya no creemos que este sea nuestro gobierno”.
A unos metros de ahí, junto más allá del alcance de la artillería, vi a algunos de los comandantes rebeldes mejor conocidos de Libia parados junto a la carretera, confundidos. Unos dijeron que representaban al ministerio del Interior, otros al ministerio de Defensa, y otros aun a la patrulla fronteriza Escudo de Libia. Entre ellos estaba Mokhtar al-Akhdar, el famoso jefe de la brigada de Zintan, que hasta hace poco controlaba el aeropuerto de Trípoli. Parecía nacido para representar a un rebelde, con sus rasgos marcados y una expresión estoica y un pañuelo enrollado elegantemente sobre la cabeza. Le pregunté que estaba haciendo aquí. “No estamos peleando”, dijo. “Somos los revolucionarios de Libia. Queremos solucionar el problema. Ambos lados se están acusando uno al otro, y estamos decididos a solucionar el problema”.
La violencia continuó, y al día siguiente Jalal se dirigió a una ciudad cerca de Zuwarah para asistir a una reunión de una organización llamada Consejo de Sabios. Se realizó en un viejo hotel junto al mar, en una sala de conferencias con una enorme mesa rectangular adornada con pequeñas banderas libias y botellas de agua para cada participante. Varios viejos vestidos con las tradicionales batas blancas hablaron sobre la ausencia de un gobierno con autoridad y la incapacidad de los líderes paramilitares de poner freno a la violencia en Zuwarah. No alcanzaron ningún consenso y después de una hora empezaron a marcharse. “Este consejo es inútil” dijo Jalal cuando volvíamos a Trípoli en su Land Cruiser. “Los viejos no controlan las calles. No como antes. Tenemos que hablar con los jóvenes en un lenguaje que entiendan. Algunas personas están con nosotros por interés personal. Yo estoy aquí porque mis amigos fueron asesinados y quemados”.

Nasser me contó que una mañana a principios de abril su frustración con Marwan había alcanzado su punto máximo. Había pasado meses hablando con él, preguntándole por qué había matado a su hermano, exigiendo más detalles sobre los últimos días de Omar, tratando de entender por qué habían ejecutado a su hermano cuando la guerra ya había terminado. “Marwan es una persona fría”, me dijo Nasser más tarde. “Tenía la cabeza de una serpiente. De todos los gendarmes, él insistió en seguir obedeciendo órdenes. Los otros no querían matar. Pero él no tenía sentimientos y todavía no los tiene. Me pregunto: ¿es la misma persona cuando está con su familia?”
Así que Nasser llamó al padre de Marwan y lo invitó a ver a su hijo. Durante los últimos seis meses, la familia se había mantenido alejada por temor a que los paramilitares se vengaron con todos ellos. Al viernes siguiente, ocho familiares aparecieron por la base en Tajoura. Nasser los saludó en la puerta y los condujo hacia abajo. “Fue un momento muy emotivo”, dijo Nasser. “Te puedes imaginar cómo me sentí cuando vi al asesino de mi hermano abrazar a su hermano”. Los dos hermanos se abrazaron durante un largo tiempo, sollozando, hasta que finalmente Nasser los separó porque no podía seguir soportándolo. Más tarde apartó a uno de los primos y le preguntó si acaso sabía por qué estaba Marzan detenido. El hombre respondió que no. “Le dije: ‘Tu primo mató a seis personas muy calificadas que ahora Libia necesita, dos médicos y cuatro oficiales. Uno de ellos era mi hermano’”. El primo escuchó, y luego abrazó a Nasser antes de que se marchara la familia.
Para Nasser, la reunión de la familia fue una revelación. “Estaba muy emocionado”, dijo sobre Marwan. “Su hermana lo adora; su hermano lo quiere. Cuando los ves con ellos, ves un enorme contraste con este frío asesino”. Se sentía consolado por esto, menos apesadumbrado, aunque no podía decir exactamente por qué. Me dijo que ahora pensaba que entendía mejor a Marwan, incluso si su crimen seguía siendo un misterio.
Al viernes siguiente, el padre de Marwan volvió, esta vez con dos parientes. Nascer les ayudó a llevar las cajas con comida –yogur, fruta, bollos caseros- a la celda de Marwan. Cuando Nasser volvió, el padre de Nasser estaba parado junto a la puerta. Se dirigió directamente a Nasser y lo miró con tristeza. “Me abrazó y me besó en la frente”, dijo Nasser. “Así que debe de saber”.
Dos días después, cuando hablábamos en su oficina, Nasser me preguntó: “¿Cómo se define venganza? ¿Hacer que la familia de la persona que lo hizo sienta lo mismo que sintió mi familia? Yo podría haber matado a Marwan en cualquier momento y nadie lo habría sabido. Pero no quiero traicionar la muerte de nuestros mártires. Queremos un país con leyes”. Cogió los expedientes que estaban sobre su escritorio y los puso en su armario. Parecía preocupado, como si estuviera tratando de convencerse de algo. Apagó su cigarrillo en un cenicero y se volvió hacia mí. “Además”, dijo, “¿dónde está el honor de vengarse en un prisionero?”
No estaba seguro sobre qué motivaba a Nasser en su larga lucha con Marwan. Ciertamente parte de esto era la rabia, que no había amainado y posiblemente nunca lo hará. Pero los largos meses de interrogatorios le habían dado un inesperado consuelo y también la posibilidad de conocer mejor a su hermano y de pensar en sus propios defectos. “Seguí preguntando a los presos por otros detalles, como por ejemplo cuántas veces fue golpeado, sobre qué hablaba, cómo se veía”, me dijo Nasser. “Cómo se metía en líos exigiendo que los presos recibieran atención médica apropiada. Cuando los torturaban, los llevaban a su celda para que los atendiera”. Nasser se había conmovido con las historias que oyó sobre la valentía de su hermano. Una vez Omar le pagó a un gendarme para que llevara una receta a la farmacia. Había escrito una súplica en la receta, en inglés. Pero la mujer de la farmacia simplemente tradujo la nota para el gendarme, que volvió inmediatamente a Yarmouk y golpeó fuertemente a Omar. Omar siguió tratando de enviar notas a colegas que o no podían o no querían ayudar.
Una cosa en particular obsesionaba a Nasser. De acuerdo a los presos, Omar había hablado un montón sobre Nasser en la cárcel, diciendo que estaba seguro de que, si pudiera, su hermano lo rescataría. “Me sentí desconsolado de no haber podido ayudarlo”, decía Nasser una y otra vez. Me contó una larga historia sobre un soldado muy bien relacionado que hubiera podido hacer algo si él hubiese insistido lo suficiente. Dijo que no había visto a Omar durante los últimos días antes de su detención, y ahora se reprochaba a sí mismo, imaginando finales alternativos. “Habría hecho cualquier cosa, incluso pararme frente a los soldados de Gadafi si eso hubiera salvado a mi hermano”, me dijo Nasser. “Al final, es lo que llevas dentro lo que cuenta”. Pero no sonaba convencido.
Nasser no se contentaba con el pasado reciente. Revisó conmigo toda su vida, tratando de entender dónde empezó a fallar. Siempre fue la oveja negra de la familia, dijo, el hijo pródigo. Omar era el hijo responsable. En 2009 volvió a Libia después de vivir una década en el extranjero, diciendo a sus amigos que se avergonzaba del primitivismo de Libia y ansioso por ayudar. Trajo consigo libros sobre Gadafi escritos por disidentes y la convicción de que el país necesitaba un cambio. En la época, me dijo Nasser, pensaba que su hermano era ingenuo. Ahora entendía que tenía razón. Era como si Omar se hubiera convertido en una pantalla en la que se proyectaban los propios fracasos de Nasser: las mentiras, los cobardes mecanismos de supervivencia que surgen cuando se vive en una dictadura. Tenía la sensación de que Nasser se estaba esforzando por aprender de su hermano, y de cierta extraña manera, de enseñar algo a Marwan a su vez. Después de que se marchara la familia de Marwan, Nasser bajó al sótano y habló con él. “Le dije: ‘Mira lo que hice, y mira lo que hiciste tú’”, me dijo Nasser. “Tú mataste a mi hermano, y yo traje a tu familia a verte”.
La vida de Omar arroja una sombra similar sobre otras personas. Uno era su colega más cercano, un médico llamado Mahfoud Ghaddour. Los otros presos que estaban con Omar en la cárcel de Yarmouk me dijeron que trataba siempre de conectarse con Ghaddour, al que veía como un posible salvador. De hecho, Ghaddour sabía que Omar estaba detenido en Yarmouk –le había llegado uno de los frenéticos mensajes que envió Omar desde la cárcel- y sin embargo no hizo nada. Ghaddour me lo contó él mismo, durante una conversación en su oficina en el hospital. “Empecé a mirar en ese lugar”, dijo, “usando contactos con gente del gobierno. Pero era difícil. Empezaron a cambiar sus números de teléfono. Era difícil conseguir ayuda”.
Ghaddour dijo esto con una media sonrisa. Lo encontré imposible de creer. Sabía que otros habían logrado sacar a familiares de Yarmouk. Como un prominente doctor, Ghaddour tenía montones de contactos a los que podría haber acudido. E incluso si fracasaba, podía al menos haberlo contado a la familia de Omar, o a sus parientes políticos, que estaban desesperados por saber dónde estaba detenido. Ghaddour parece haber sentido mi incredulidad. Siguió con un largo e intrincado relato en el que trató de echar la culpa a otras personas por no haber rescatado a Omar de la cárcel y habló extensamente sobre lo peligroso que era Trípoli en esos momentos. Pero parecía afligido y desconsolado, como si estuviera tanteando una confesión. Omar lo tenía preocupado, pero no quería causar problemas a su propia familia. Había hecho lo que muchos en la Libia de Gadafi: mantener la cabeza gacha y dejar que se arriesgaran otros. Estos son los sobrevivientes en Libia, los que se adaptaron a un país donde el miedo era la única ley. La mayoría de los valientes están muertos.

Una tarde, Nasser me llevó en su coche a ver a la viuda de su hermano en Souq al-Jumaa, un barrio de clase media en Trípoli. La hija de Omar abrió la puerta –una bonita chica de diez años con montones de brazaletes naranja y rosados en las muñecas. Me saludó en inglés y nos condujo hacia una habitación amoblada y decorada a la manera occidental con una alfombra de lana larga. Se llamaba Abrar, y su hermana de cuatro, Ebaa, cruzó la habitación brincando hacia nosotros en el sofá, donde se sentaron las dos niñas. Después de un minuto bajó su madre, Lubna, y se presentó. Empezó a hablar de inmediato sobre la familia, sobre sus años en Newscastle y Liverpool, su retorno a Libia y sobre la desaparición de su marido. “Teníamos tanto miedo todo el tiempo”, dijo. “Incluso ahora, me asusto cuando oigo un avión”. Mientras Lubna hablaba, su hija menor jugaba con mi barba y me quitó mi pluma y mi libreta. Finalmente se acurrucó junto a mí, cogiéndome del brazo y apoyando su cabeza contra mi hombro. “Se comporta así desde que murió su padre”, dijo Lubna. Abrar, la niña mayor, corrió a buscar el diario de vida donde había escrito sobre la muerte de su padre. Era un documento extraordinario, escrito en inglés en hojas con renglones en un directo e infantil estilo. “Entonces nos llamaron por teléfono para decirnos que papá había muerto, y mamá se golpeó la cabeza contra la pared y gritó, y yo lloré”, escribió el día que se enteraron. Luego seguía una descripción de una serie de sueños que había tenido sobre su padre. En todos ellos, él la consolaba diciéndole que estaba en el paraíso y en dos otros sueños le ofreció presentarla al profeta Mahoma.
En un momento, Lubna mencionó que ella le había pedido a su marido que los llevara a todos a Túnez, donde era más seguro. Abrar abrió la boca para hablar con el mismo tono directo con que escribía: “Le dijimos: ‘Llévanos a Libia’. Pero dijo: ‘Nunca. El hospital me necesita. Los chicos me necesitan. No me iré nunca. Voy a morir aquí’”.
Durante nuestra visita, Nasser se mostró tranquilo sentado en el sofá, ofreciendo de vez en vez juguetes a la menor. Cuando salimos, las niñas ofrecieron mostrarnos el estudio de su padre en casa. Era un cuarto pequeño, apenas decorado, con los diplomas médicos británicos enmarcados en la pared y dos enormes cajas llenas de juguetes para niñas. “Esto es lo que me mata”, dijo Nasser. “Todos los hombres quieren a sus hijos, pero con él, era incluso más”.
Estaba oscureciendo cuando nos encaminamos hacia el coche, y le pregunté a Nasser sobre su futuro. ¿Qué haría una vez que la brigada se disolviera? Quiere ser detective de policía, dijo, pero en un departamento de policía de verdad. Abrar se subió al asiento trasero, aferrada a su oso de peluche. Su tío la llevaba a la papelería a comprar útiles escolares. Fuimos a la Plaza de los Mártires, el nuevo nombre dado a la plaza donde una vez Gadafi instó a los libios a pelear hasta el último hombre. Ahora no quedaba ni un solo retrato de él en las calles, y los rebeldes había garrapateado “Cambien el color” en todas las murallas pintadas de verde. Hacía frío y mientras cruzábamos la ciudad oí un tiro hacia el lado del Mediterráneo.
“Yo no me llevé siempre bien con mi hermano”, dijo Nasser. “Pero sólo porque quería que yo fuera mejor”.
13 de mayo de 2012
9 de mayo de 2012
©new york times
cc traducción c. lísperguer

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