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[Jennifer Kahn] [El difícil tratamiento de niños con trastornos de conducta, incluyendo la psicopatía. El uno por ciento de la población de Estados Unidos sufre de alguna psicopatía; el 25 por ciento de los reos en las cárceles son psicópatas.]

Un día el verano pasado, Anne y su marido, Miguel, llevaron a su hijo de nueve años, Michael, a una escuela básica de Florida para el primer día de lo que familia decidió llamar “campamento de verano”. Durante años, Anne y Miguel han luchado por entender a su hijo mayor, un elegante chico de suaves mejillas, grandes ojos y cabellos rizados de color castaño claro, cuyas periódicas pataletas alternaban con momentos de frío distanciamiento. El programa de ocho semanas de Michael, en realidad, era un estudio psicológico fuertemente estructurado –menos un campamento de verano que un campamento de último recurso.
De acuerdo a su madre, los problemas de Michael empezaron cuando tenía tres años, poco después del nacimiento de su hermano Allan. En la época, dijo, Michael la mayor parte de las veces sólo se comportaba como “un niño mimado”, pero su conducta escaló pronto y empezó a tener berrinches en los que gritaba y chillaba desconsoladamente. Estos episodios no eran esos ataques que vemos en niños chicos. “No se trataba de que estuviera cansado o molesto –las cosas normales a esa edad”, recordó Anne. “Su conducta se descontrolada totalmente. Y podía durar horas y horas al día, hiciéramos lo que hiciéramos”. Durante varios años, Michael se ponía gritar cada vez que sus padres le ordenaban que se pusiera los zapatos o realizara otras tareas normales, como recoger uno de sus juguetes de la salita. “Ir a algún lugar, quedarse en alguna parte –lo prendía cualquier cosa”, dijo Miguel. Estas rabietas duraron hasta mucho más allá de la niñez. A los ocho, Michael todavía montaba berrinches cuando Anne o Miguel trataban de que se preparara para ir a la escuela, y daba puñetazos en las paredes y pateaba la puerta. Si estaba solo, cortaba sus pantalones con las tijeras o se arrancaba metódicamente el pelo. También ventiló una vez su rabia cerrando violentamente la tapa del inodoro una y otra vez hasta que se rompió.
Cuando Anne y Miguel llevaron a Michael a un terapeuta por primera vez, le diagnosticaron “síndrome del hijo mayor”: descargándose porque resentía el nacimiento de su hermano. Aunque los padres reconocieron ambos que Michael mostraba una profunda hostilidad hacia el recién nacido, la rivalidad entre hermanos no les parecía suficiente para explicar su conducta tan consistentemente extrema.
Cuando cumplió cinco, Michael había desarrollado una asombrosa habilidad para pasar de una rabia desenfrenada a momentos de pura racionalidad o calculada simpatía –una capacidad que Anne describe como profundamente perturbadora. “Nunca sabes cuando vas a ver una emoción de verdad”, dijo. Recordó una discusión sobre unos deberes de la escuela en la que Michael chilló y lloró mientras ella trataba de razonar con él. “Le dije: ‘Michael, ¿recuerdas la lluvia de ideas que hicimos ayer? Todo lo que tienes que hacer es coger tus pensamientos y convertirlos en frases’. Sigue gritando como loco, así que le digo: ‘Michael, pensaba que habíamos hecho esa lluvia de ideas para evitarnos todo este drama hoy’. Paró en seco, en medio de los gritos, se volvió hacia mí y me dijo con su voz adulta y plana: ‘Bueno, eso no lo tenías muy claro al principio, ¿no es así?’”
Anne y Miguel viven en una pequeña ciudad costera al sur de Miami, el tipo de lugar donde los niños andan en bicicleta en impecables calles sin salida. (Para proteger la privacidad de las personas mencionadas aquí, sólo he usado los nombres de pila.) El día que los conocí estaba nublado y caluroso. Sentados en un sofá en el espacioso recibidor de la familia, Anne sorbía una Coke Zero mientras sus hijos pequeños –Allan, de seis, y Jake, de dos- jugaban en la alfombra. De momento, dijo, ninguno de los dos había mostrado problemas como los de Michael.
“Tenemos libreros llenos de esos libros: ‘The Defiant Child’, ‘The Explosive Child’”, me dijo. “Todos estos libros ofrecen diferentes estrategias y las intentamos todas, y a veces funcionaron por algunos días, para volver directamente a como era antes”. Ex maestra de una escuela básica y diplomada en psicología infantil, Anne admitió sentirse frustrada pese a su formación. “Nos sentimos como si hubiésemos estado perdiendo el tiempo”, dijo. “¿Es por nosotros? ¿Es por él? ¿Las dos cosas? Todos estos doctores y toda esta tecnología. Pero nadie ha sido capaz de decirnos: ‘Este es el problema y esto es lo que tienes que hacer’”.
A los 37, Anne es locuaz y franca. Hace poco empezó a encargarse de un camión de comidas, y el día que nos encontramos llegó luciendo una tenida de mujer de negocios de Florida: auriculares Bluetooth y iPhone, shorts vaqueros y un peto fluorescente verde tanque con el nombre de su empresa. Miguel es más reservado. Ex piloto de aviones comerciales, ahora trabaja como agente inmobiliario, actuando a menudo como el mediador de la familia, negociando tensos momentos con la calma de un hombre que ha aterrizado durante tormentas.
“Al principio, pensé que era por nosotros”, dijo Miguel, mientras sus dos hijos jugaban ruidosamente con un coche de juguete. “Pero Michael pone en jaque toda lógica. Tú haces las cosas según las reglas, y él sigue siendo raro. Nos cansamos tanto de pelear con él en público que finalmente nos quedamos sin vida social”.
En los últimos seis años, los padres de Michael lo han llevado a ocho terapeutas diferentes y han recibido una proliferante cantidad de diagnósticos. “Hemos tenido a muchas personas diciéndonos cosas muy diferentes”, dijo Anne. “Está bien, es trastorno por déficit de atención o no, es depresión o no es depresión. Podrías abrir el DSM [Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales] y apuntar al azar, y tendrás muchas posibilidades de que se le pueda aplicar [el texto encontrado]. Tiene características de trastorno obsesivo-compulsivo. Tiene características de trastorno de procesamiento temporal. Nadie sabe cuál es el rasgo predominante como para poder tratarlo. Esta es la parte frustrante”.
Entonces la primavera pasada, el psicólogo que trataba a Michael derivó a sus padres a Dan Waschbusch, investigador de la Universidad Internacional de Florida. Después de una batería de evaluaciones, Anne y Miguel recibieron otro diagnóstico posible: su hijo Michael podría ser un psicópata.

2
Durante los últimos diez años, Waschbusch ha estado estudiando a niños “crueles e insensibles” –aquellos que exhiben una distintiva falta de afecto, remordimiento o empatía- y de los que se cree que corren el riesgo de convertirse en psicópatas al llegar a la adultez. Para evaluar a Michael, Waschbusch recurrió a una combinación de exámenes psicológicos y escalas de evaluación de maestro y familia, incluyendo el Inventario de Rasgos Crueles-Insensibles [Inventory of Callous-Unemotional Traits], la Escala de Psicopatía Infantil [Child Psychopathy Scale] y una versión modificada del Dispositivo de Control del Proceso Antisocial [Antisocial Process Screening Device], herramientas todas diseñadas para medir la conducta fría y depredadora asociada más estrechamente con la psicopatía adulta. (Los términos “sociópata” y “psicópata” son esencialmente idénticos.) Un asistente de investigación entrevistó a los padres y maestros de Michael sobre su conducta en casa y en la escuela. Cuando fueron tabulados todos los exámenes e informes, Michael estaba a dos desviaciones normales fuera del rango normal de la conducta cruel-insensible, lo que lo situaba en el extremo más severo del espectro.
Actualmente no existe un test estándar para la psicopatología en niños, pero un creciente número de psicólogos cree que la psicopatía, como el autismo, es una enfermedad distintivamente neurológica –una enfermedad que puede ser detectada en niños de hasta cinco años. Crucial para este diagnóstico son los rasgos crueles-insensibles, que ahora la mayoría de los investigadores cree que distingue a “psicópatas en ciernes” de niños con trastorno de conducta, que también son impulsivos y difíciles de controlar y muestran conductas hostiles y violentas. De acuerdo con algunos estudios, prácticamente un tercio de los niños con problemas de conducta severos –como la desobediencia agresiva que exhibe Michael- también obtienen mayores puntajes en rasgos crueles-insensibles. (El narcicismo e impulsividad, que son parte de los criterios para el diagnóstico de adultos, son difíciles de aplicar a niños que son narcisistas e impulsivos por naturaleza.)
En algunos niños, los rasgos crueles e insensibles se manifiestan de maneras obvias. Paul Frick, psicólogo de la Universidad de Nueva Orleans que ha estudiado los factores de riesgo de psicopatía en niños durante dos décadas, describió a un niño que usó un cuchillo para recortar poco a poco el rabo del gato durante un periodo de varias semanas. El niño estaba orgulloso de sus amputaciones seriales, que sus padres inicialmente no advirtieron. “Cuando hablamos sobre ello, fue muy claro”, recuerda Frick. “Dijo: ‘Quiero ser un científico y estaba experimentando. Quería ver cómo reaccionaría el gato’”
En otro famoso caso, un niño de nueve, llamado Jeffrey Bailey, arrastró a un niñito a la parte más profunda de la piscina de un motel en Florida. Mientras el niñito trataba de escapar y se hundía hasta el fondo, Bailey se sentó en una silla a mirar. Interrogado después por la policía, Bailey explicó que quería saber cómo se ahogaba alguien. Cuando fue detenido, parecía indiferente ante la perspectiva de ir a la cárcel, pero le encantaba ser el centro de la atención.
En muchos niños, sin embargo, los signos son más sutiles. Los niños crueles-insensibles tienden a ser altamente manipulativos, observa Frick. También mienten frecuentemente –no solamente para evitar el castigo, como hacen todos los niños, sino también por cualquier razón, o por ninguna. “A la mayoría de los niños, si los atrapas robando una galleta del bote antes de la comida, se les ve la culpa en la cara.”, dice Frick. “Quieren la galleta, pero también se sienten mal. Incluso niños con trastorno por déficit de atención con hiperactividad severo (ADHD): pueden tener un débil control de los impulsos, pero todavía se sienten mal cuando se dan cuenta de que su mamá está enfadada con ellos”. Los niños crueles-insensibles no se arrepienten. “No les importa si alguien se enfada con ellos”. Dice Frick. “No les importa si hieren los sentimientos de otros”. Como los psicópatas adultos, parecen carecer de sentimientos de humanidad. “Si pueden conseguir lo que quieren sin ser cruel, eso es a menudo más fácil”, observa Frick. “Pero al final del día, hacen lo que resulta mejor”.
La idea de que un niño podría tener tendencias psicopáticas sigue siendo polémica entre los psicólogos. Laurence Steinberg, psicólogo de la Universidad Temple, ha argumentado que la psicopatía, como otros trastornos de la personalidad, es casi imposible de diagnosticar con precisión en los niños, o incluso en adolescentes –tanto porque sus cerebros todavía se están desarrollando como porque la conducta normal a esta edad puede ser mal interpretada como psicopática. Otros temen que si estos diagnósticos pudieran ser más precisos, el coste social de clasificar a un niño como psicópata es simplemente demasiado alto. (El trastorno ha sido considerado, históricamente, como intratable.) John Edens, psicólogo clínico de la Universidad de Texas A&M, ha advertido no destinar dinero para la investigación para identificar a niños con riesgo de desarrollar alguna psicopatía. “Esto no es como al autismo, donde el niño y los padres encuentran apoyo”, observa Evens. “Incluso si es preciso, es un diagnóstico desesperanzador. Nadie siente simpatía por la madre de un psicópata”.
Mark Dadds, psicólogo de la Universidad de Nueva Gales del Sur que estudia la conducta antisocial en niños, reconoce que “nadie se siente cómodo con clasificar como psicópata a un niño de cinco”. Pero, dice, ignorar estos rasgos puede ser peor.
“La investigación muestra que este temperamento existe y puede ser detectado en niños chicos es bastante fuerte”. Estudios recientes han revelado lo que parecen ser significativas diferencias anatómicas en el cerebro de niños adolescentes que sacaron altos puntajes en la versión juvenil del Listado de Psicopatía [Psychopathy Checklist] –un indicio de que el rasgo puede ser innato. Otro estudio, que trazó el desarrollo psicológico de tres mil niños en un periodo de veinticinco años, encontró que los indicios de psicopatía podían ser detectados en niños de hasta tres años.
Un pequeño pero creciente número de psicólogos, entre ellos Dadds y Waschbusch, dicen que confrontar el problema antes puede ofrecer una oportunidad para ayudar a esos niños a cambiar de curso. Los investigadores esperan, por ejemplo, que la capacidad de sentir empatía, que es controlada por sectores específicos del cerebro, todavía podría existir débilmente en los niños crueles-insensibles, y podría ser reforzada.
Los beneficios del tratamiento exitoso podrían ser enormes. Se estima que los psicópatas conforman el uno por ciento de la población, aunque constituyen entre el quince al veinticinco por ciento de los reos en cárceles y son responsables de un número desproporcionado de brutales delitos y asesinatos. El neurólogo Kent Kiehl calculó recientemente que los costes nacionales de la psicopatía se elevan a 460 mil millones de dólares al año –casi diez veces más que los costes de la depresión- en parte porque los psicópatas tienden a ser detenidos repetidas veces. (Para la sociedad, los costes de los psicópatas no violentos pueden ser incluso más altos. Robert Hare, uno de los autores de ‘Snakes in Suits’, descibre evidencias de psicopatía entre financistas y hombres de negocios; sospecha que Bernie Madoff puede ser clasificado en esa categoría.) El potencial para mejoras es también lo que separa al diagnóstico del determinismo: una razón para tratar a los niños psicopáticos antes que meterlos en la cárcel. “Como decían las monjas: ‘Si los cogemos suficientemente jóvenes, los podemos cambiar’”, observa Dadd. “Tienes la esperanza de que sea verdad. De otro modo, no podemos hacer nada con estos monstruos”.

3
Cuando conocí a Michael, parecía tímido pero extraordinariamente educado. Mientras su hermano Allan corría por la casa con una bolsa de plástico por encima de la cabeza como si fuera un paracaídas, Michael entró a la habitación con aire distante y se acurrucó en el sofá del recibidor, ocultando su cara en los cojines. “¿Puedes venir a decir hola?”, le pidió Anne. Me miró y se puso alegremente de pie. “¡Claro!”, dijo, corriendo a abrazarla. Reprendido por jugar a la pelota en la cocina, hizo girar los ojos como cualquier niño de nueve y luego se marchó dócilmente. Algunos minutos después, volvió a la casa corriendo y brincando graciosamente frente a Jake, que estaba bamboleándose en un patinete. Cuando el patinete se volcó, Michael empezó a jadear dramáticamente y corrió a ver a su hermano. “Jake, ¿estás bien?”, preguntó, abriendo los ojos. Despeinando seriamente a su hermano, me miró y sonrió seguro de sí mismo.
Si la exhibición de afecto fraterno parecía forzada, era difícil verlo como fundamentalmente perturbado. Poco a poco, sin embargo, la conducta de Michael empezó a cambiar. Mientras esperaba un video de Pokémon en el ordenador de la familia en la primera planta, Michael se volvió hacia mí y observó secamente: “Como puede ver, realmente no me gusta Allan”. Cuando le pregunté si era verdad, me dijo: “Sí. Es verdad”, y luego agregó, monótonamente: “Lo odio”.
Un segundo más tarde miró y observó la grabadora digital en la mesa. “¿Grabó eso?”, preguntó. Le dije que sí. Me miró brevemente antes de volver a su video. Cuando un inesperado ruido al otro lado de la habitación me hizo mirar, Michael aprovechó la oportunidad para coger la grabadora y pulsar el botón de borrado. (Waschbusch observe más tarde que semejante acto calculado era inusual en un niño de nueve, que normalmente tratarían de coger la grabadora inmediatamente, o simplemente se enfadarían o amurrarían.)
Seducía la idea de estudiar a Anne y Miguel para ver si se encontraban signos de alguna dinámica disfuncional que pudiera ser la fuente de la extraña conducta de Michael. Pero la familia parecía extraordinariamente normal. Mirando esa tarde a Anne controlando a los dos niños menores, la encontré brusca y eficiente. Cuando Allan empezó a correr en el recibidor y luego a dejarse caer en los cojines del sofá, le dijo rudamente: “¡Allan! ¡Para con eso!” (Lo hizo.) Cuando Jake y Allan empezaron a quejarse por un juguete, ella arbitró la riña con un tono de paciente exasperación habitual en la mayoría de los padres. “Allan, déjalo jugar por cinco minutos y luego será tu turno”. Y cuando se puso susceptible conversando sobre estrategias de crianza de los niños –Anne prefiere la estructura y las reglas estrictas; Miguel se inclina a la indulgencia-, Miguel escuchó atentamente y luego concedió que su enfoque relajado podría ser “optimista”.
Ciertamente, eso es lo que parecía. Y mientras avanzaba la noche, la conducta de Michael se fue haciendo más violenta. En un momento, mientras Michael se encontraba en la planta baja, Jake se encaramó torpemente en la silla del ordenador y accidentalmente quitó la pausa del video Pokémon de Michael. Allan se echó a reír tontamente, e incluso Miguel sonrió afectuosamente. Pero la diversión fue breve. Oyendo que Michael subía la escalera, Miguel dijo: “¡Uh, oh!” y sacó a toda prisa a Jake de la silla.
No fue lo suficientemente rápido. Al ver el video en movimiento, Michael pegó un agudo grito y empezó a escudriñar la habitación para encontrar al culpable. Su mirada se paró en Allan. Cogiendo una silla de madera, la levantó por sobre la cabeza como para arrojarla, pero se detuvo algunos momentos, dándole a Miguel la posibilidad de arrebatársela. Chillando, Michael corrió hacia el baño y empezó a golpear la tapa del inodoro repetidas veces. Sacado a rastras y enviado a la cama, sollozó lastimosamente. “¡Papi! ¡Papi! ¿Por qué me haces esto? ¡Me llevo mucho mejor contigo que con mamá!” Durante la hora siguiente, Michael sollozó y gritó mientras Miguel trataba de calmarlo. En el vestíbulo, Miguel se disculpó diciendo que era “una noche inusualmente mala”.
“Lo que vio, ese era el viejo Michael”, continuó. “Antes era así todo el día. Pegando patadas y puñetazos, golpeando la tapa del inodoro”. Pero también observó que Allan había provocado a Michael, llegando en un momento a burlarse de él por llorar. “Le encanta pincharlo toda vez que puede”, dijo Miguel.
Desde el dormitorio, Michael gritó: “Él sabe cuáles son las consecuencias, así que no sé por qué lo hace. Le voy a pegar”.
Miguel: “No, no lo harás”.
Michael: “Te voy a pegar, Allan”.
Una hora después, después de que los chicos finalmente se durmieran, Miguel y yo nos sentamos a la mesa de cocina. De niño, dijo, también había sido un niño difícil –aunque no tan conflictivo como Michael. “Un montón de padres no me querían tener cerca de sus hijos, porque pensaban que yo estaba loco”, dijo, cerrando los ojos al recordar. “No obedecía a los adultos. Estaba siempre metido en problemas. Mis notas en la escuela eran horribles. Cuando iba por la calle, los oía decir en español: ‘¡Oye, ahí viene el loco!’”
De acuerdo con Miguel, esta conducta antisocial duró toda su adolescencia, y finalmente, dijo, “crecí”. Cuando le pregunté qué había causado el cambio, miró inseguro. “Aprendes a controlarte”, dijo finalmente. “Simplemente ocurre. Aprendes a controlarte desde dentro”.
La trayectoria de Miguel parecía ofrecer alguna esperanza para Michael, pero Anne seguía dudando. Recordando el alegre abrazo que le había dado Michael antes esa tarde, sacudió la cabeza. “¿Dos achuchones en diez minutos?”, dijo. “¡No me había abrazado en dos semanas!” Sospechaba que Michael había estado tratando de manipularme y estaba usando triquiñuelas para manipular a sus terapeutas: engañándolos para hacerles creer que estaba haciendo progresos comportándose bien durante la hora del tratamiento. “A Miguel le gusta pensar que Michael está creciendo y madurando”, dijo. “Odio decirlo, pero creo que lo que está haciendo es desarrollar un conjunto más grande de manipulaciones”. Hizo una pausa. “Sabe cómo conseguir lo que quiere”.

4
Una mañana me reuní con Waschbusch en el sitio de su programa de tratamiento de verano, una pequeña escuela básica metida en el área noroeste del campus de Florida. Antes de interesarse en psicopatía, Waschbusch se especializaba en el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, y en los últimos ocho veranos ha ayudado a dirigir un tratamiento en un campamento de verano para niños con ADHD severo. El año pasado fue la primera vez que incluyó un programa separado para niños crueles-insensibles, o niños CU [Callous-Unemotional Children] –una docena de niños de entre ocho y once años. Michael fue uno de sus primeros casos.
El estudio de Waschbusch es uno de los primeros que estudia tratamientos para niños CU. Se sabe de los psicópatas adultos que responden más a la recompensa que al castigo; Waschbusch esperaba probar si acaso esto era también verdad entre los niños. Pero el proceso fue difícil. Mientras que los niños ADHD son revoltosos y difíciles de controlar, los niños CU mostraron una capacidad para el caos –gritando, volcando los pupitres, corriendo en la sala de clases- que Waschbusch los definió como incontrolables.
“Tuvimos niños que trataron de encaramarse a la verja y correr hacia la cancha siguiente durante educación física, niños que tenían que ser refrenados físicamente muchas veces al día”, dijo Waschbusch mientras nos dirigíamos al patio de la escuela. “Realmente flipamos”. De pelo color gris hierro corto y un aspecto serio, ligeramente distraído, Waschbusch se veía asombrosamente alegre, aunque también vigilaba todo. Mientras me precedía por el pasillo principal de la escuela, escudriñaba cautelosamente cada puerta de sala de clases que pasábamos, como si para confirmar que ningún niño estuviese a punto de salir escopetado. El estudio tenía una ratio de un orientador por cada dos niños. Pero los niños, dijo Waschbusch, se dieron cuenta rápidamente de que era posible subvertir el orden con episodios de mala conducta colectiva. Un niño gritaba palabras en código en algún momento clave: era la señal para que todos los chicos escaparan simultáneamente.
“Lo que más me impresionó fueron las manipulaciones de que son capaces estos niños”, dijo, sacudiendo su cabeza, incrédulo. “No son como los niños ADHD que simplemente actúan impulsivamente. Y no son como los chicos con trastorno de conducta, que son del tipo: ‘¡Ándate a la mierda, tú y tu juego! Me digas lo que digas, voy a hacer lo opuesto’. Los niños CU son capaces de acatar las reglas muy cuidadosamente. Las usan en beneficio propio”.
Mientras hablábamos, Waschbusch me llevó a la cancha de baloncesto al aire libre donde se estaba jugando una partida altamente estructurada. Inicialmente, el juego parecía casi normal. Formando un círculo, los niños trataban de pasarse la pelota uno a otro por sobre la cabeza del chico en el medio, mientras los orientadores los alentaban constantemente –elogiando la concentración y la deportividad y alertas ante cualquier signo de mala conducta. Cuando la pelota se desvió en un pase, un fornido niño de pelo corto miró a su recibidor provocadoramente. “Esa rabia va más allá de lo que ves en niños normales”, dijo Waschbusch. “Estos niños se ofenden fácilmente y reaccionan desproporcionadamente. Lo mismo es verdad de las rencillas. Si uno de los chicos le hacía un punto, se ponía furioso. Estaría enfadado con ese niño durante días”.
Yo había observado la misma intensa y concentrada rabia en Michael. Una noche, mientas Michael miraba su video de Pokémon, Allan se trepó en la silla junto a él con el extremo de la correa de un lanzador Beyblade colgando de su boca. Michael lo miró con odio, luego se volvió tranquilamente hacia su ordenador. Pasaron treinta segundos. Repentinamente Michael giró sobre sus talones, cogió la correa con una violenta fuerza y arrojó al lanzador al otro lado de la habitación.
Sin embargo, en el programa de verano Michael fue más taciturno que violento. Luciendo pantalones cortos rojos y una gorra de béisbol azul, jugaba bien, pero parecía aburrirse en el círculo de evaluación del grupo que venía después. Mientras un orientador contaba los puntos, Michael yacía en el suelo, apartando un hilo que había sacado de su camisa.
El programa de verano iba ya en su séptima semana, y la mayoría de los niños todavía no habían mostrado ningún signo de mejora. Algunos, incluyendo a Michael, en realidad estaban peor; uno de los ellos había comenzado a morder a los orientadores. Al inicio del programa, observó Waschbusch, la conducta de Michael era comparativamente buena: a veces se subiría a su pupitre para saltar o correría dando vueltas por la sala, pero sólo rara vez tuvo que ser expulsado forzosamente de la sala, como ocurría a menudo con los niños más indóciles. Desde entonces, su conducta iba de mal en peor, en parte, pensaba Waschbusch, porque Michael había estado tratando de impresionar a una niña a la que me referiré como L. (Su nombre ha sido abreviado a su primera inicial para proteger su privacidad.)
Simpática, pero volátil, L. encontró rápidamente modos de manipular a los chicos. “Algún tipo de manipulación es normal en las niñas”, dijo Waschbusch mientras los niños entraban en tropel. “La frecuencia con que lo hace, y la precisión con que lo hace, eso es poco habitual”. Por ejemplo, había llevado al campamento juguetitos, me contó Waschbusch, que luego empezó a repartir entre niños que se portaban mal cuando ella se los ordenaba. Esa estrategia parecía particularmente efectiva con Michael, que a menudo se iba al castigo gritando su nombre.
Según Waschbusch, la conducta calculada como la de L. distingue a los llamados trastornos de la conducta impulsiva de problemas como la psicopatía. “Los niños del primer grupo tienden a actuar muy impulsivamente”, agregó mientras seguíamos a los niños adentro. “Una teoría es que poseen un sistema de detección de amenazas hiperactivo. Son muy rápidos en reconocer la rabia y el miedo”.
En contraste, los niños crueles-insensibles son capaces de ser impulsivos, pero su mala conducta es a menudo calculada. “En lugar de alguien que no puede estarse quieto, se convierte en una persona que puede ser hostil cuando la provocan, pero que también puede ser muy frío. Parecen estar pensando: ‘Veamos cómo puedo usar esta situación para sacarle ventaja, sin importar quién resulte herido en el camino”.
Los investigadores han asociado conductas frías con bajos niveles de cortisol y el funcionamiento por debajo de lo normal der la amígdala –la parte del cerebro que procesa el miedo y otras emociones sociales aversivas, como la vergüenza. El deseo de evitar esos desagradables sentimientos, observa Waschbusch, es parte de lo que motiva a los niños a comportarse. “Normalmente, cuando un niño de dos años empuja a su hermana bebé, y esta llora, y sus padres lo reprenden, esas reacciones hacen que el niño se sienta incómodo”, continuó Waschbusch. “Y esa incomodidad es lo que les previene de volver a hacerlo. La diferencia con los niños crueles-insensibles es que ellos no se sienten incómodos. De modo que no desarrollan la misma aversión al castigo o a la experiencia de causar dolor a una persona”.
Waschbusch mencionó un estudio que compara los antecedentes criminales de jóvenes de veintitrés años con su sensibilidad ante estímulos desagradables. En ese estudio, a los niños de tres años se les hizo oír un solo tono y luego fueron expuestos a un breve estallido de desagradable ruido blanco. Aunque todos los niños desarrollaron la capacidad de anticipar el estallido de ruido, la mayoría de los niños de menos de cinco que se convertirían en criminales en la adultez, mostraron los mismos signos de aversión –ponerse tenso o sudar- cuando se tocaba el primer tono.
Para probar la idea de que los niños CU podrían ser menos receptivos a la recompensa y el castigo que los niños promedio, Waschbusch elaboró un sistema en el que los niños recibían puntos por portarse bien y los perdían por portarse mal, y luego lo modificó para incluir semanas donde sea la recompensa (puntos ganados), sea el castigo (puntos perdidos), eran apuntados. Al final de cada semana, los niños elegían los premios basándose en el número de puntos que habían ganado. Cada día Waschbusch y sus orientadores llevaban cuenta de la conducta de cada uno de los niños –el número y severidad de los estallidos- y apuntaba los resultados en un conjunto de datos blindados. Con sólo una docena de niños en el programa, admitió Waschbusch, las observaciones eran más como una serie de estudios de caso. Sin embargo, él esperaba que los datos proporcionaran un punto de partida para los investigadores que tratan a niños CU.
“Se sabe muy poco sobre cómo funcionan estos niños”, dijo Waschbusch siguiendo la accidentada fila adentro. Incluso ahora, observó, la idea de que los niños CU pudieran responder de modo diferente al tratamiento no fue realmente puesta a prueba. “Esto es territorio desconocido”, admitió. “La gente se preocupaba sobre el etiquetado, pero si podemos identificar a esos niños, al menos tenemos la posibilidad de ayudarlos”. Hizo una pausa. “Y si perdimos esa posibilidad, es posible que no tengamos otra”.

5
La mañana después de mi visita, Waschbusch me invitó a mirar un video durante una de las sesiones en la sala del programa. La proyección tuvo lugar en una habitación atiborrada de sillas adicionales y una pequeña televisión sobre ruedas. William Pelham, presidente del departamento de psicología de la Universidad Internacional de Florida, paró para saludar. “Dan va a impedir al siguiente Ted Bundy”, me dijo, alegre.
Waschbusch miraba intensamente la pantalla. Mientras la cámara recorría la sala, Michael empujaba su pupitre, incómodo, luego echó su silla hacia atrás, jugueteando. “Michael, no te estás concentrando”, lo reprendió suavemente un orientador. “¡Está bien!”, dijo Michael, enfadado. Junto a él, un niño chico con gafas dejaba caer su lápiz repetidas veces al suelo, lo que le ganó una reprimenda. Luego pretendió morder su propio brazo.
Después de almuerzo, la situación empeoró. Durante la clase, L. lanzó una goma de borrar contra otra niña, pero erró y le dio a un niño delgado de pelo oscuro, que echó su silla hacia atrás a gran velocidad, cayendo sobre el pupitre de los alumnos detrás de él. Mirando a L. perseguir al niño por la sala, Wasch¬busch desechó la idea de la chica simplemente había perdido el control. “Esto está planificado”, dijo sombrío. “Ella sabe exactamente lo que está haciendo”. Cuando un orientador le ordenó a L. que se sentara, la chica volvió a su silla y se mantuvo tranquila durante dos minutos, ganando con ello diez puntos de recompensa. “Esa es la diferencia, justo ahí”, dijo Waschbusch apuntando a la pantalla. “Si esto fuera impulsivo, ya se habría levantado y estaría corriendo otra vez”.
Uno de los retos de trabajar con niños tan gravemente perturbados, observó Waschbusch, es detectar la raíz de sus problemas de conducta. Esto es particularmente así en los niños crueles-insensibles, dijo, porque su conducta –una combinación de impulsividad, agresión, manipulación y rebeldía- a menudo se traslapan. “Un niño como Michael es diferente de minuto a minuto”, observó Waschbusch. “¿Tenemos que decir que la impulsividad es ADHD y el resto CU? ¿O decimos que presentan fluctuaciones y eso es trastorno bipolar? ¿Si un chico no presta atención, refleja eso una conducta antagónica: no estás prestando atención porque no quieres? ¿Estás deprimido y no prestas atención porque no tienes energía para hacerlo?”
Además de refinar las medidas psicológicas que detectan la crueldad e insensibilidad en niños, Waschbusch también espera entender mejor por qué algunos niños crueles-insensibles se convierten en adultos profundamente trastornados y otros no. La resonancia magnética en el cerebro de psicópatas adultos ha mostrado lo que parecen ser significativas diferencias anatómicas: un córtex subgenual más pequeño y de cinco a diez por ciento de reducción en densidad cerebral en partes del sistema paralímbico, regiones del cerebro asociadas con la empatía y valores sociales, y activa en toma de decisiones morales. De acuerdo a James Blair, un neurólogo cognitivo del Instituto Nacional de Salud Mental, dos de esas áreas, el córtex orbitofrontal y el caudado, son cruciales para reforzar los resultados positivos y desalentar los negativos. En niños crueles-insensibles, dice Blair, esa conexión puede ser defectuosa, con un feedback negativo, sin funcionar del modo en que lo haría en un cerebro normal.
Los investigadores dicen que estas diferencias son muy probablemente de origen genético. Un estudio calculó que la heredabilidad de las características crueles-insensibles es de ochenta por ciento. Donald Lynam, psicólogo de la Universidad Purdue que ha pasado dos décadas estudiando a “psicópatas incipientes”, dice que estas diferencias pueden eventualmente solidificarse y producir la inusual mezcla de inteligencia y frialdad que caracteriza a los psicópatas adultos. “La cuestión no es: ¿Por qué hace la gente cosas malas’”, me dijo Lynam por teléfono. “La cuestión es: ¿Por qué no hay más gente haciendo cosas malas?’” Y la respuesta es que la mayoría de nosotros tienen cosas que nos inhiben. Como, por ejemplo, nos preocupa no herir a otros, porque sentimos empatía. O nos preocupa que no agrademos a otras personas. Cuando empiezas a remover esos inhibidores, creo que es cuando terminas en la psicopatía”.
Aunque la posibilidad de heredar una predisposición a la psicopatía es alta, observó Lynam, no es más alta que la heredabilidad de la ansiedad y la depresión, las que también tienen factores de riesgos genéticos más grandes, pero que todavía pueden ser tratados. Waschbusch coincidió. “En mi opinión, estos niños necesitan una intervención intensiva para devolverlos a la normalidad –al lugar donde otras estrategias pueden todavía tener un efecto. Pero adoptar la opinión de que la psicopatía es intratable porque es genética” –sacudió su cabeza- “no es correcto. Existe el estigma de que los psicópatas son los criminales más macabros. Tengo miedo de que si a estos chicos los clasificamos como ‘pre-psicóticos’, la gente va a inferir que esta es una cualidad que no puede cambiar, que es inmutable. Yo no creo eso. La fisiología no es el destino”.

6
En los años setenta, el investigador en psiquiatría Lee Robins realizó una serie de estudios sobre niños con problemas de conducta, siguiéndolos hasta la adultez. Esos estudios revelaron dos cosas. La primera era que casi todos los adultos psicopáticos eran profundamente antisociales de niños. La segunda fue que casi el cincuenta por ciento de los niños que obtuvieron altos puntajes en mediciones de cualidades antisociales no se convirtieron en adultos psicopáticos. En otras palabras, las calificaciones tempranas eran necesarias pero no suficientes a la hora de predecir quién se convertiría en última instancia en un criminal violento.
Esa brecha es lo que da esperanzas a los investigadores. Si la predisposición genética a la psicopatía es un factor de riesgo, dice la lógica, ese riesgo puede ser mitigado por influencias medioambientales. Como muchos psicólogos, Frick y Lynam también sospechan que la naturaleza famosamente “intratable” de la psicopatía puede en realidad ser exagerada, un producto de estrategias de tratamiento mal informadas. Ahora los investigadores son cuidadosos para distinguir entre rasgos crueles-insensibles observados en niños y de psicopatía en adultos, la que, como la mayoría de los trastornos psicológicos, se vuelve más difícil de tratar a medida que persiste en el tiempo.
Sin embargo, Frick reconoce que todavía no está claro cuál es la mejor intervención. “Antes de que puedas desarrollar tratamientos efectivos, vas a necesitar varias décadas de investigación básica simplemente para describir cómo son estos chicos y a qué responden”, dijo. “Eso es lo que estamos haciendo ahora, que tomará un tiempo que entre en movimiento”.
Y hay otros retos. Ya que la psicopatía es altamente hereditaria, dice Lynam, es más probable que un niño es frío o cruel tenga a uno de sus padres hecho de la misma manera. Y debido a que los padres no necesariamente desarrollan lazos afectivos con niños crueles, estos tienden a ser más castigados y menos cultivados, creando lo que llama “una profecía que sienta las bases para su propia realización”.
“Llega al punto que los padres simplemente dejan de intentarlo”, dijo Lynam. “Una parte de la instrucción gira sobre cómo volver a interesar a los padres, porque creen que lo han intentado con todo y que nada funciona”.
Anne admitió ante mí que esta había sido su experiencia. “Por horrible que sea decirlo como mamá, la verdad es que te enfrentas con una muralla. Es como estar en el ejército enfrentándote a tiros todos los días. Tienes que armarte de valor contra los ataques y el odio”.
Cuando le pregunté a Anne si le preocupaba que la conducta de Michael fuera una carga psicológica para sus hermanos –para Allan en particular, que parecía adorar a Michael-, pareció sorprendida por la idea. Luego me contó que la semana pasada Allan se había “escapado” a casa un amigo, a más de un kilómetro de casa. “Por supuesto estábamos muy preocupados”, agregó apresuradamente. “Pero de ese modo Allan se siente seguro”.
Anne es muy estricta, dijo, especialmente con Michael, el que teme que, de otro modo, sería simplemente incontrolable. Mencionó un episodio de ‘Criminal Minds’ que la aterrorizó, en la que el hijo menor de una pareja era asesinado por su hermano mayor. “En la serie, el hermano mayor no siente ningún remordimiento. Simplemente dijo: ‘Se lo merecía, porque me rompió mi avión’. Cuando vi eso, me dije: ‘Dios mío, no necesito ver este episodio para saber que gira sobre mi vida’”. Se echó a reír torpemente, luego sacudió su cabeza. “Siempre he dicho que Michael será o un Premio Nobel o un asesino en serie”.
Enterada de que otros padres podrían consternarse si la oyeran decir algo así, suspiró, luego calló durante varios segundos. “A ellos les diría que no me juzguen hasta que conozcan la historia completa”, dijo finalmente. “Porque, sabes, el precio es pagar es alto. Criando a Michael no ves ni mucha alegría ni mucha felicidad”.

7
Aunque puede ser posible modificar la conducta de un niño cruel-insensible, lo que no está tan claro es si es posible compensar los déficits neurológicos subyacentes –como la falta de empatía. En un estudio famoso, un grupo de terapia de reos que bajó a la mitad la tasa de reincidencia de reos violentos, aumentó la tasa de crímenes “exitosos” en psicópatas, mejorando su capacidad de imitar el arrepentimiento y la introspección. Un artículo relacionado especulaba recientemente que tratar a niños antisociales con Ritalin podría ser peligroso debido a que el medicamento suprime su conducta impulsiva y podría permitirles planear sus represalias de modo más cruel y más subrepticiamente.
En otro estudio, el investigador Mark Dadds constató que a medida que los niños CU maduraban, desarrollaban la capacidad de simular interés en los sentimientos de la gente. “Al estudio lo llamábamos ‘Learning to Talk the Talk’”, dijo Dadds. “No tienen empatía emocional, pero tienen empatía cognitiva; pueden decir lo que sienten otras personas, pero simplemente no les preocupa ni lo entienden”. Cuando Anne temía que Michael pudiera estar manipulando a sus orientadores –simulando ciertos sentimientos para ganar puntos-, puede haber tenido más razón de lo que pensaba.
La mayoría de los investigadores que estudian a los niños crueles-insensibles, sin embargo, siguen siendo optimistas de que el tratamiento correcto pueda no sólo cambiar la conducta sino también enseñar al niño una moralidad intelectual, una que no sea meramente una pantalla de humo. “Si una persona no está equipada para procesar las emociones, no será capaz de enseñárselas”, observa Donald Lynam. “Puede ser como la diabetes: nunca la vas a curar de verdad. Pero si tu idea de éxito es que es probable que estos niños no se vuelvan violentos y terminen en la cárcel, entonces creo que el tratamiento podría funcionar”.
Frick está dispuesto a ir más lejos. Si el tratamiento se inicia lo suficientemente pronto, dice, sería posible renovar el cerebro de modo que incluso niños CU puedan desarrollar una mayor empatía, mediante terapias que enseñan de todo, desde identificar emociones (los niños CU tienen dificultades para reconocer el miedo en otros) a principios elementales, como la regla de oro. Nadie ha probado todavía esos tratamientos en niños CU, pero Frick observa que un estudio temprano indicó que la crianza cálida y afectuosa reduce la crueldad en niños CU en el curso del tiempo –incluso en niños que inicialmente rechazan esa intimidad.
Para enero, el análisis de Waschbusch de las estrategias recompensa-castigo mostraba poca consistencia porque el grupo de estudio era muy pequeño. Este verano, el investigador planea ampliar el programa de uno a cuatro grupos: cada grupo se dividirá entre niños CU y niños con trastorno de conducta. Waschbusch espera que comparando los dos grupos, será posible evaluar las diferencias en sus respuestas al tratamiento.
En cuanto a Michael, era difícil saber si el programa le había ayudado. Durante la última semana en el campamento, mordió a un orientador en el brazo, algo que no había hecho nunca. En casa, dijo Miguel, Michael era más astuto en su desobediencia. “Ya no grita tanto”, me dijo. “Simplemente hace lo que quiere, y luego miente”.
Miguel dijo que todavía tenía la esperanza de que el desarrollo de Miguel siguiera un trayecto similar al suyo. “A veces cuando Miguel hace cosas, sé exactamente por qué”, dijo, encogiéndose de hombros. “Porque he hecho el mismo tipo de cosas”. Entretanto, ofrece a Michael la ayuda que puede. “Trato de decirle: Tú vives con un montón de gente, y todos ellos tienen sus propias ideas de lo que les gusta hacer. Te guste o no, tendrás que adaptarte”.
[Jennifer Kahn enseña en la Escuela de Periodismo de la Universidad de California en Los Ángeles.]
[Edición de Sheila Glaser.]

26 de mayo de 2012
13 de mayo de 2012
©new york times
cc traducción c. lísperguer

Un pensamiento en “niños psicópatas

  1. Hola donde se puede contactar con los padres de Michael para algunas recomendaciones que pueden ayudarle
    Saludos

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