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[Revela su propia lucha contra el trastorno límite de personalidad].

[Benedict Carey] El paciente quería saber, y su terapeuta -Marsha M. Linehan, de la Universidad de Washington, creadora de un tratamiento usado en el todo el mundo para personas con severas tendencias suicidas- tenía lista una respuesta. Era la respuesta que daba siempre para terminar con el tema, sea que el paciente preguntara esperanzado, en tono acusador o con una mirada de complicidad, después de haber vislumbrado el macramé de quemaduras desteñidas, tajos y verdugones en los brazos de la doctora Linehan:
“¿Quieres decir si acaso he sufrido?”
“No, Marsha”, contestó el paciente en un encuentro la primavera pasada. “Quiero decir si eres una de nosotros. Como nosotros. Porque si lo fuera, eso nos daría muchas esperanzas”.
“Eso terminó de convencerme”, dijo Linehan, 68, que, por primera vez en público, contó la semana pasada su historia ante una audiencia de amigos, familiares y doctores en el Institute of Living, la clínica en Hartford donde fue tratada por primera vez por su extremo retraimiento a los diecisiete años. “Tanta gente me pidió que contara mi caso, y simplemente pensé, bueno, tengo que hacerlo. Se los debo. No puedo morir como una cobarde”.
Nadie sabe cuánta gente con severas enfermedades mentales llevan vidas que parecen ser normales y exitosas, porque esas personas no tienen el hábito de hablar sobre sí mismas. Están demasiado ocupadas compaginando responsabilidades, pagando las cuentas, estudiando, criando a los hijos –todo mientras sobreviven rachas de oscuras emociones o delirios que abrumarían rápidamente casi a cualquiera.
Ahora un creciente número de ellas corren el riesgo de revelar su secreto diciendo que es el momento oportuno. El sistema de salud mental del país está patas arriba, dicen, porque criminaliza a muchos pacientes y almacena a algunos de los más severos en hogares de ancianos y residencias donde son atendidos por empleados apenas calificados.
Además, el permanente estigma de la enfermedad mental enseña a la gente con ese diagnóstico a pensarse a sí mismos como víctimas, apagando lo único que los puede motivar a seguir un tratamiento: la esperanza.
“Hay una tremenda necesidad de implosionar los mitos de la enfermedad mental, de ponerle rostro, de mostrarle a la gente que un diagnóstico no tiene porqué significar una vida dolorosa y soterrada”, dijo Elyn R. Saks, profesora en la Facultad de Derecho de la Universidad de California del Sur que hace la crónica de su propia lucha contra la esquizofrenia en ‘The Center Cannot Hold: My Journey Through Madness’. “Nosotros, los que luchamos contra estos trastornos, podemos llevar vidas plenas, felices y productivas si contamos con los recursos adecuados”.
Entre estos se incluye (usualmente) la medicación, la terapia (frecuentemente), algo de buena suerte (siempre) y, sobre todo, la fuerza interior para dominar tus propios demonios, si no puedes desterrarlos. Esa fortaleza puede provenir de un montón de lugares, dicen estos ex pacientes: amor, compasión, fe en Dios, una amistad de toda la vida.
Pero el caso de Linehan demuestra que no existe una receta. A ella la empujaba la misión de rescatar a personas que tienen tendencias suicidas crónicas, a menudo como resultado de un trastorno límite de personalidad, una misteriosa enfermedad que se caracteriza en parte por impulsos autodestructivos.
“Honestamente, en la época no me di cuenta de que me estaba ocupando de mí misma”, dijo. “Pero supongo que es verdad que desarrollé una terapia que entrega las cosas que necesité durante tantos años y que nunca conseguí”.

En el Infierno
Aprendió la fundamental tragedia de la enfermedad mental severa del modo más difícil, golpeándose la cabeza contra la pared de un cuarto bajo llave.
Marsha Linehan llegó al Institute of Living el 19 de marzo de 1961 a los diecisiete y se convirtió rápidamente en la única ocupante de la celda de aislamiento de la unidad conocida como Thompson Two, reservada a los pacientes más afectados. El personal no encontró otra alternativa: la chica se atacaba a sí misma continuamente, se quemaba las muñecas con cigarrillos, se hacía tajos en los brazos, las piernas y el tórax usando cualquier objeto afilado que encontrara.
La celda de aislamiento, pequeño y con una cama, una silla y un diminuto ventanuco con barrotes, no incluía ningún arma parecida. Sin embargo, sus ganas de morir sólo se hicieron más intensas. Hizo entonces lo único que tenía sentido para ella en ese momento: golpearse la cabeza contra la pared y, más tarde, contra el suelo. Violentamente.
“Todo lo que yo sabía de estos episodios era que alguien lo estaba haciendo; era como ‘yo sabía que esto iba a pasar, perdí el control, necesito ayuda; ¿dónde estás, Dios?’”, contó. “Me sentía totalmente vacía, como el Mago de Oz; no sabía cómo comunicar lo que estaba pasando conmigo, no lo entendía”.
Su infancia en Tulsa, Oklahoma, proporcionó algunas claves. Excelente estudiante desde el principio, y un talento natural en el piano, era la tercera de seis hijos de un petrolero y su esposa, una mujer extrovertida que combinaba el cuidado de los hijos con la Junior League y los eventos sociales de Tulsa.
La gente que conoció a los Linehan en la época recuerda que la precoz chiquilla tenía a menudo problemas en casa, y Linehan recuerda haberse sentido profundamente inadecuada en comparación con sus atractivas y hábiles hermanas. Pero cualquiera fuesen las corrientes de angustia que corrían por debajo de la superficie, nadie se dio cuenta hasta que quedó postrada en cama con dolores de cabeza en su último año en la secundaria.
Su hermana menor, Aline Haynes, dijo: “Esto era Tulsa en los años sesenta, y no creo que mis padres tuvieran la menor idea sobre qué hacer con Marsha. En realidad, nadie sabía qué era una enfermedad mental”.
Pronto un psiquiatra local recomendó una estadía en el Institute of Living, para llegar al fondo del problema. Allá los doctores le diagnosticaron esquizofrenia; la medicaron con Thorazine, Librium y otros potentes medicamentos, así como horas de análisis freudiano; y sujetaron con una correa para tratamientos con electrochoques –catorce descargas la primera vez y dieciséis la segunda, de acuerdo a su historial médico. Nada cambió, y pronto la paciente estaba de vuelta en la celda de aislamiento
“Todo el mundo tenía miedo de terminar allá”, dijo Sebern Fisher, una paciente que se convirtió en una estrecho amiga. Pero cualquiera fuera el entorno, agregó Fisher, “Marsha era capaz de preocuparse intensamente de otra persona; su pasión era tan profunda como su soledad”.
Un parte de alta fechado el 31 de mayo de 1963 observaba que “durante veintiséis meses de hospitalización, la señorita Linehan fue, durante una parte considerable de este tiempo, uno de los pacientes más desequilibrados del hospital”.
Unos versos que escribió la chica afectada dicen:

Me pusieron en un cuarto de cuatro paredes
Pero en realidad me dejaron fuera
Arrojaron mi alma en algún lugar
Y aquí arrojaron mis miembros

Se golpeaba la cabeza donde podía, pero la tragedia seguía: nadie sabía qué pasaba con ella y como resultado la atención médica sólo empeoró su condición. Cualquier tratamiento real tendría que basarse no en alguna teoría, concluyó ella más tarde, sino en hechos: qué emoción exactamente llevó a qué idea y qué idea llevó a la última conducta aberrante. Tendría que romper esa cadena, y aprender nuevas conductas.
“Estaba en el infierno”, dijo. “Y me hice una promesa: cuando salga de aquí, voy a volver a sacar a los otros”.

Aceptación Total
Se dio cuenta del poder de otro principio mientras oraba en una pequeña capilla en Chicago.
Era 1967, varios años después de haber dejado el instituto como una desesperada joven de veinte a la que los doctores no daban muchas posibilidades de sobrevivir fuera del hospital. Sobrevivió, apenas: intentó suicidarse al menos una vez, en Tulsa, cuando llegó por primera vez a casa; y otra vez después de que se mudara a un hostal de la YMCA en Chicago para volver a empezar.
Fue nuevamente hospitalizada y emergió confundida, sola y más dedicada que nunca a su fe católica. Se mudó a otro hostal Y, encontró trabajo como oficinista en una compañía de seguros, empezó a estudiar en el programa vespertino de la Universidad de Loyola –y oraba, a menudo, en una capilla en la Casa de Retiros El Cenáculo.
“Una noche estaba arrodillada allá, mirando la cruz, y todo el lugar se llenó de una luz dorada y de repente sentí que algo venía hacia mí”, dijo. “Tuve esta experiencia deslumbrante y simplemente corrí hacia mi cuarto y me dije: ‘Me amo a mí misma’. Esta fue la primera vez que recuerdo haber hablado conmigo misma en primera persona. Me sentí transformada”.
Este estado duró cerca de un año, antes de que los sentimientos de devastación volvieran tras un romance que había terminado. Pero había algo diferente. Ahora podía capear sus tormentas emocionales sin cortarse ni dañarse a sí misma.
¿Qué había cambiado?
Le tomó años de estudios de psicología –se doctoró en la Universidad de Loyola en 1971- para encontrar una respuesta. En la superficie, parecía obvio: se había aceptado como era. Había tratado de suicidarse tantas veces porque el abismo entre la persona que quería ser y la persona que era la dejaba desesperada, desesperanzada, profundamente melancólica de una vida que nunca conocería. El abismo era real e insalvable.
Esa idea básica –la aceptación radical, la llama ahora- se hizo cada vez más importante a medida que empezó a trabajar con pacientes, primero en una clínica especializada en suicidios en Buffalo y más tarde como investigadora. Sí, el cambio era posible. La emergente subdisciplina del behaviorismo enseñaba que la gente podría aprender nuevos comportamientos, y que la modificación de la conducta puede, con el paso del tiempo, alterar completamente las emociones subyacentes.
Pero las personas con profundas tendencias suicidas han tratado de cambiar millones de veces, y han fracasado. El único modo de llegar a ellas era reconocer que su conducta tenía sentido: los deseos de morir eran dulces en comparación con lo que estaban sufriendo.
“Era muy creativa con la gente. Eso lo vi de inmediato”, dijo Gerald C. Davison, que en 1972 admitió a la doctora Linehan en un programa postdoctoral en terapia behaviorista en la Universidad Stony Brook. (Ahora trabaja como psicólogo en la Universidad de California del Sur). “Podía llegar a los pacientes descentrados, retarlos con cosas que no querían oír sin hacerles sentirse menospreciados”.
Ningún terapeuta podía prometer una transformación rápida o incluso una “percepción” repentina, mucho menos una visión religiosa reluciente. Pero ahora Linehan se estaba acercando a dos principios aparentemente opuestos que podrían formar la base de un tratamiento: la aceptación de la vida, no como se supone que sea; y la necesidad de cambiar, pese a esa realidad y debido a ello. El único modo de saber con certeza si tenía algo más que una teoría era ponerla a prueba científicamente en el mundo real, y no había ninguna duda sobre dónde empezar.

Sobreviviendo el Día a Día
“Decidí dedicarme a la gente con tendencias suicidas extremas, los peores casos, porque pensé que esas eran las personas más miserables del mundo: ellas creen que son malignas, que son malas, malas, malas, y yo sabía que no lo eran”, dijo. “Sabía lo que estaban sufriendo porque yo había estado allí, en el infierno, sin saber cómo salir”.
Decidió en particular tratar a personas con un diagnóstico que se hubiera aplicado a ella cuando era joven: trastorno límite de la personalidad, una enfermedad apenas comprendida caracterizada por un estado de carencia, de estallidos e impulsos autodestructivos, que se traducen a menudo en cortes o quemaduras. En terapia, los pacientes limítrofes pueden causar terror: pueden ser manipuladores, hostiles, a veces ominosamente taciturnos, y notorios por amenazar estruendosamente con el suicidio.
Linehan descubrió que la tensión de la aceptación podía al menos mantener a la gente en el despacho: los pacientes aceptan lo que son, que sufren ráfagas mentales de rabia, vaciedad y ansiedad mucho más intensamente que la mayoría de la gente. A su vez, el terapeuta acepta que dada esta situación, los cortes, quemaduras e intentos suicidas tienen algún sentido.
Finalmente, el terapeuta suscita un compromiso del paciente para cambiar su conducta, una promesa verbal a cambio de una posibilidad de vivir: “La terapia no funciona para la gente muerta”, es un modo de decirlo.
Sin embargo incluso cuando ascendía en su carrera académica, pasando de la Universidad Católica de América a la Universidad de Washington en 1977, sabía por propia experiencia que la aceptación y el cambio no eran suficientes. Durante esos primeros años en Seattle abrigó a veces pensamientos suicidas cuando conducía hacia su trabajo; incluso hoy puede sentir ataques de pánico, los más recientes cuando atraviesa túneles. Ella misma siguió viendo a terapeutas, de vez en vez en esos años, porque necesitaba apoyo y orientación (no recuerda haberse medicado después de dejar el instituto).
La propia y emergente aproximación de Linehan al tratamiento –llamado ahora terapia dialéctica conductual o DBT [por sus siglas en inglés]- también incluiría habilidades cotidianas. Después de todo, un compromiso significa muy poco si los pacientes no tienen las herramientas para concretarlo. Algunas herramientas las tomó de prestado de otras terapias behavioristas y otros elementos, como la acción contraria, en la que los pacientes actúan de modo contrario a lo que sienten cuando una emoción es inapropiada; y la conciencia expandida, una técnica zen en la que la persona se concentra en su aliento y observa el ir y venir de sus emociones sin derivar de ello ninguna conducta. (La conciencia expandida es ahora un elemento esencial de muchos tipos de terapia).
En estudios de los años ochenta y noventa investigadores de la Universidad de Washington y otras universidades trazaron el progreso de cientos de pacientes limítrofes con un alto riesgo de suicidio que asistieron una vez a la semana a sesiones de terapia dialéctica. Comparados con pacientes similares que recibieron tratamientos de otros expertos, entre los que aprendieron el método de Linehan hubo muchos menos intentos de suicidio, terminaron menos a menudo en hospitales y era mucho más probable que permanecieran en el tratamiento. La DBT se usa ahora ampliamente en una variedad de clientes tozudos, incluyendo delincuentes juveniles, personas con trastorno alimentario y otros con drogadicción.
“Creo que la razón por la que la DBT ha causado tanto revuelo es que trata algo que no se podía tratar antes; la gente simplemente no sabía qué hacer con los casos limítrofes”, dijo Lisa Onken, directora de la rama de tratamiento conductual e integrativo de Institutos Nacionales de la Salud. “Pero creo que la razón por la que ha resonado tanto en la comunidad de terapeutas tiene mucho que ver con el carisma de Linehan, su capacidad para conectarse tanto con pacientes como con el público profesional”.
Quizá más extraordinariamente, Linehan ha llegado a un lugar donde puede ponerse de pie y contar su historia, pase lo que pase. “Ahora soy una persona muy feliz”, dijo en una entrevista en su casa cerca del campus, donde vive con su hija adoptiva, Geraldine, y el marido de Geraldine, Nate. “Todavía tengo altibajos, por supuesto, pero no creo que tenga más que otros”.
Después de su confesión la semana pasada, visitó la celda de aislamiento, que desde entonces se ha convertido en una pequeña oficina. “Bueno, mira eso, cambiaron las ventanas”, dijo, levantando sus palmas. “Ahora hay mucho más luz”.
8 de julio de 2012
23 de junio de 2012
©new york times
cc traducción c. lísperguer

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