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[Ross Douthat] [En Libia no se llegó a la peor situación imaginable. Pero gracias a las consecuencias de la caída y asesinato del coronel Gadafi, esa situación se puede estar produciendo en la cercana Mali.]

Casi nueve meses después de que el mundo mirara como el coronel Moamar al-Gadafi fuera asesinado por una turba que filmó el crimen con un móvil, nuestra intervención en la guerra civil de Libia ha desaparecido en el hoyo de la memoria estadounidense. Para los defensores de la intervención, esto es sin duda considerado como una prueba del éxito de la operación: derrocamos a un tirano, ayudamos a nuestros aliados europeos y en el proceso no despilfarramos ni vidas estadounidenses ni capital político interno.
Sin embargo, en el norte de África los asuntos no son tan simples. Cuando Estados Unidos intervino en nombre de los rebeldes libios, los escépticos se preocupaban de que pudiéramos terminar dividiendo al país en dos, entregando poder a los extremistas islámicos y creando un desastre humanitario más grande que el que esperábamos evitar.
En Libia no se llegó a la peor situación imaginable. Pero gracias a los efectos de onda de la caída del coronel Gadafi, esa situación se puede estar produciendo en la cercana Mali.
No se ha prestado demasiada atención a estos acontecimientos porque aunque Mali tiene dos veces más habitantes que Libia, el país no es ni rico en petróleo ni estratégicamente importante. Es el tipo de país cuya vida política es comentada brevemente en las páginas de atrás de las revistas de política internacional, entre sucintas reseñas de libros y anuncios de búsqueda de personal de Kissinger Associates.
Pero Mali, situado en el nordeste de África, hace parte de la misma región del Sahara que incluye el sur de Libia, lo que quiere decir que armas y combatientes de la guerra de Libia se han trasladado fácilmente a Mali, después de cruzar Argelia, desde la caída del coronel Gadafi, transformando una persistente insurgencia en una guerra civil con múltiples frentes.
Los insurgentes de Mali son en general tuaregs, un pueblo berebere cuyo territorio atraviesa varias fronteras nacionales. Esta primavera, la insurrección se hizo con el control efectivo de la mitad norte de Mali, que fue rebautizada como Azawad. Entretanto, la débil respuesta del gobierno central condujo a un golpe en Bamako, la capital de Mali, que remplazó al presidente civil con una junta que prometió luchar más efectivamente contra los rebeldes.
Eso no ha ocurrido. En lugar de eso, los rebeldes se han puesto a pelear unos con otros. La insurgencia tuareg incluye una organización islamista, conocida como Ansar Dine (Defensores de la Fe), que está afiliada a un grupo yihadista, al Qaeda del Magreb Islámico. El mes pasado, los combatientes de Ansar Dine se apoderaron de las ciudades más grandes de la región independentista, expulsando a sus antiguos aliados y embarcándose en una campaña estilo talibán de vandalismo contra los monumentos de la región.
Así que hoy Mali se parece un poco a Libia a principios de 2011, excepto por la presencia más evidente de los yihadistas: hay un gobierno autoritario débil gobernando la mitad del país, una dudosa y dividida rebelión tratando de gobernar la otra mitad y una crisis humanitaria que amenaza a los civiles capturados en el fuego cruzado.
Pero en este caso, los civiles están dejados a su suerte. No hay ninguna posibilidad de que Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña intervengan en su nombre.
El motivo de esta analogía no es acusar de hipocresía a los partidarios de la operación libia. La mayor parte de los defensores del humanitarismo armado reconocen que no se pueden solucionar todas las crisis. Se hace lo que se puede donde se puede, dicen, y en Libia se daban condiciones de que no se advierten en un país como Mali, pobre, sin acceso al mar y sin importancia.
Pero al menos la conexión íntima entre las dos guerras civiles debería complicar el fácil moralismo de los halcones sobre Libia. Si los intervencionistas quieren reclamar algún crédito por salvar vidas en Bengasi, deben reconocer que sus opciones pueden haber terminado costando vidas en Tombuctú. Si quieren destacar las consecuencias inmediatas de la guerra de Libia como reivindicación de la doctrina de la “responsabilidad para proteger”, deben reconocer las consecuencias secundarias para pueblos que no gozarán nunca de los beneficios de nuestra protección.
También desde un punto de vista estratégico derrocar a un dictador en un país parece menos impresionante si su caída da origen a una teocracia en el vecindario. Mali parece hoy estratégicamente irrelevante, pero también lo parecía Afganistán cuando el Talibán asaltó por primera vez el poder. Y Mali es solo un ejemplo de las consecuencias del derrocamiento del coronel Gadafi. Como escribió Nicolas Pelham en la revista The New York Review of Books el mes pasado, “el trastorno en Libia está adquiriendo significado a nivel continental”, influyendo a insurgentes desde Chad hasta el Sinaí.
El objetivo de la Casa Blanca de Obama durante nuestra cuasi guerra libia fue mantener nuestra intervención tan limitada como posible. En esto tuvo claramente éxito. Pero precisamente debido a que nuestra participación fue limitada no quiere decir que las consecuencias a largo plazo también serán limitadas. Las guerras tienen vida propia: la insurrección se extiende, las armas destinadas a una causa terminan al servicio de otras, y el trastorno rara vez lo contiene las líneas trazadas en un mapa.
“Tú sabes dónde comenzar”, observó el sabio de la política exterior George Kennan durante los preparativos para la invasión de Iraq. “Nunca sabes dónde va a terminar”. Esta es la lección que implican las consecuencias de Libia para los estrategas estadounidenses. Pueden ser intervenciones limitadas, pero las guerras pequeñas no existen.
18 de julio de 2012
8 de julio de 2012
©new york times
cc traducción c. lísperguer

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