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[El llamado «monstruo de Lolol» sería un psicópata porque habría asesinado a sus víctimas por motivos irracionales. Pero los crímenes irracionales también los cometieron, por ejemplo, los pinochetistas durante la dictadura, los militares argentinos, los paramilitares colombianos, los terroristas islámicos y otros criminales de similar disposición].

[Claudio Lísperguer] En la cobertura que ha dado la prensa escrita a los horribles asesinatos cometidos por el monstruo de Lolol (que tras matar a puñaladas a una mujer le cercenó la cabeza con un serrucho frente a sus hijos de ella, para coger luego la cabeza por los cabellos y mostrarla desafiante al mundo y al carabinero que se apresuró a la escena), destacan los intentos de interpretación irritantes, tendenciosos y hasta aberrantes, de algunos medios. Un ejemplo es El Mercurio. En su edición física del 14 de julio el subtítulo de la nota (escrita por Sebastián Sottorff) sobre el caso reza: “En el interior de la casa del agresor se encontró un kilo de marihuana. La droga sería la causa de la violencia del homicida”. Sin embargo, en el texto del artículo no se vuelve a encontrar la palabra marihuana, ni se establece relación alguna con la planta ni se explicita quién dijo –si un vecino, un testigo, un agente o un experto- que el consumo de marihuana podría provocar o explicar esos actos de inaudita violencia. El titular es pues tendencioso y totalmente injustificado: ni siquiera es la opinión de un participante sino simplemente la opinión de uno de sus periodistas de escritorio.
El tema sobre el consumo de marihuana del homicida –consumo delatado por sus vecinos- ya había aparecido antes, cuando su amigo Ignacio Romero atribuyó a la planta las ideas extravagantes que había empezado a difundir el monstruo: que era un chamán, que hablaba con Dios cada tres días, que este le mandaba matar a alguien de vez en vez. Todo esto sin ninguna explicación adicional. Sabe don Ignacio muy poco sobre los efectos del consumo de marihuana, y se ha dejado llevar por el mismo tipo de prejuicio infundado que el, ejem, periodista de El Mercurio.
Nadie ha demostrado nunca que la marihuana produzca demencia de algún tipo y menos todavía, ciertamente, que su consumo provoque reacciones violentas. En realidad, los estudios existentes insisten en el carácter inofensivo del consumo de esta planta que algunas autoridades y grupos empresariales y colegiales vinculados consideran droga. En raras ocasiones se la ha vinculado con tendencias paranoicas. No ha sido nunca vinculada con ninguna enfermedad mental: debe tener tanta relación con este mal que la sopa de calabaza. Lo que su amigo Ignacio y El Mercurio atribuyen a la marihuana es en realidad lo que sabemos que son las consecuencias comprobadas del consumo de alcohol: sus consumidores se ponen violentos y deliran –el delirium tremens es uno de los males más comunes y extendidos de los alcohólicos (que, dicho sea de paso, constituyen prácticamente el quince por ciento de la población chilena). Esto no quiere decir, sin embargo, que el consumo de marihuana no pueda agravar una condición prexistente, pero es obviamente algo muy diferente.
Lo que hace, pues, El Mercurio es intentar sembrar en la mente del lector una relación entre violencia y marihuana, y entre marihuana y psicosis que carece totalmente de fundamento. Lo que practican estos periodistas mediocres y fanáticos es utilizar estos espantosos casos de la crónica roja en beneficio de una ideología retrógrada y estúpida.

El periodismo de El Mercurio es de una mediocridad que raya en lo simplemente ridículo y en lo pantinflesco. En el mismo artículo se trata también de responsabilizar o de establecer una relación entre el homicida y la comunidad ecológica a la que perteneció. Dice el título: “Rastrean relación del homicida de Lolol con misteriosa secta que habita un cerro aledaño”. Misteriosa secta. Las declaraciones de vecinos e incluso de policías sobre la “secta” –pero que en realidad es una comunidad, no una agrupación religiosa a la que correspondería la definición de secta- desmienten que sea misteriosa o que tenga relación alguna, del tipo que sea, con el asesino de Lolol. Sin embargo, los prejuicios que se empeña El Mercurio en difundir vuelven a aparecer en el titular, igual de injustificados que sus insidias sobre los usuarios de marihuana.
Más razonables han sido las elucubraciones del diario online La Nación, en el que algunos expertos aventuran que el homicida sufría posiblemente de paranoia, esquizofrenia, psicosis o delirio místico –teorías todas bastante probables, aunque ahora, muerto el criminal, imposibles de determinar. Pero ¿es todo tan simple? ¿Matar a alguien es en sí mismo un indicio de un trastorno psíquico severo? Es obvio que no. Algunos comentaristas han señalado el carácter arbitrario e infundado de los crímenes. Dicen que le pudo ocurrir a cualquiera. De esto último no hay ninguna certeza. En el artículo de El Mercurio se informa, por ejemplo, que una de las hipótesis de la policía, muy razonable, es que “María José Reyes [la última víctima], al entrar a la casa del comerciante de antigüedades, abrió la caja [o baúl] donde se encontraba la cabeza de Duarte [el vecino al que “el Hippie” había asesinado y decapitado doce horas antes], lo que habría motivado la ira de su agresor”. ¿Se puede explicar la violenta reacción que tuvo y que lo llevó a aserruchar en público la cabeza de la mujer, para cogerla luego y exhibirla como trofeo? Tampoco explica el que fue presumiblemente su primer asesinato: el de su vecino Juan Duarte.

También me pregunto: Si El Mercurio y otra prensa considera que el homicidio sin motivos razonables o justificables o comprensibles –como una deuda impaga, o celos-, y el método de asesinato poco frecuente o muy violento –como la decapitación-, ¿por qué razón no analizan los crímenes cometidos por agentes de seguridad del estado durante la dictadura de Pinochet desde el punto de vista psiquiátrico? Si dejamos de lado las ejecuciones de ciudadanos que resistieron con armas el golpe militar y fueron fusilados en el lugar mismo, casi todos los demás crímenes de la dictadura fueron injustificados, arbitrarios, innecesarios o irracionales. Los crímenes cometidos por el director de la policía secreta, el general Contreras (que era, como Pinochet, al mismo tiempo agente de la CIA), no han sido analizados por esa prensa como los delitos de un demente. Sin embargo, Contreras, en un rito que parece inspirado en prácticas demoníacas, arrancaba a sus víctimas los ojos antes de deshacerse de sus cuerpos. ¿No quería tal vez que sus víctimas pudieran reconocerle en el más allá –como hacían algunos pueblos en la antigüedad con sus víctimas, pensando que sin ojos no podrían reconocer a sus victimarios? ¿O quizá se comía los ojos de los prisioneros por algún motivo mágico, como apoderarse de la capacidad de visión de la víctima? Este mismo general arrancaba las dentaduras de oro de los torturados y asesinados y se dice que los vendía. Pero también es muy posible que se haya rellenado con este oro sus propias caries. Con este tipo de criminal, no es posible descartar nada.

Tampoco he leído yo en El Mercurio ni en la prensa asociada que la violencia de los militares pinochetistas se haya debido a que consumían marihuana o a que eran miembros de alguna secta. Aunque Pinochet traficaba en cocaína, no se sabe si era cocainómano ni si, en el caso que lo hubiese sido, que esta adicción lo tornara violento y lo llevara a cometer personalmente o por encargo los crímenes que cometió. Y aunque protegió y favoreció los intereses de las iglesias protestantes más retrógradas e intolerantes, se desconoce si fue quizás miembro secreto de alguna de ellas. No digo que el consumo de cocaína o ser miembro de alguna secta explique crímenes como los cometidos por los pinochetistas; sólo digo que la prensa de extrema derecha no ha intentado nunca explicar los crímenes de la dictadura recurriendo a explicaciones psiquiátricas y que sus periodistas aplican este tipo de explicación a personas o grupos a los que, sin motivo alguno razonable, tratan persistentemente de denigrar: en este caso los consumidores de marihuana y los miembros de comunidades ecológicas.
Obviamente, de periodistas de derecha no se puede esperar nada de lo que se suele esperar de periodistas profesionales: que sean objetivos, consistentes, que se basen en hechos descritos de manera fehaciente de la mano de testigos y otras fuentes. Estos escribidores no necesitan salir de sus balnearios en el infierno para escribir sus crónicas bajo el aparente efecto de brebajes alcohólicos.
lísperguer

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