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[Claudio Lísperguer con Bibi Lauren] [Este cuento fue escrito para que se convirtiera en guión de un corto gótico. Los autores lo publicaron en el número 36 del fanzine Ciudadela (Amsterdam, Países Bajos), julio de 2001].

Así habría de ser. El paisaje es americano, de praderas, llanos y carreteras interestatales, de campos de trigo y maizales, de vallas publicitarias con letras gigantescas, de nubes glotonas y rufianas, de horizontes casi infinitos, de montañas lejanas y difusas, y de día, digamos alrededor de las cuatro de la tarde. Todo esto se verá desde detrás de los parabrisas de un antiguo Buick, el limpiaparabrisas incomprensiblemente encendido. Al volante, un hombre de aspecto malacatón, joven (35), de ligeros y donjuanescos bigotes, cejijunto, de ojos achirricatados de tanto mirar con intenciones malevas, enormes orejas y gachas, nasoninos estrechos, barbilla puntiaguda y barbónica. Su mirada parece disturbada. Mira de un lado a otro y conduce con brusquedad. Llevará una cazadora de cuero, rasgada y vieja, con algún parche japonés. Se enfocará el volante. Se verán sus uñas sucias. A su lado, a la derecha, su mujer.1 Blondona, algo avejentá, pecosa – como suelen ser las nativas, según Terenci. Su pelo, en trenzas. Blusa vaquera, jeans, zapatillas. Habrá de verse en sus rostros el tedio. El cansancio. Un pelín de desesperación. Ella mirará casi con desgano metafísico, limpiando con la mano la ventanilla a su derecha.
Desde alguna perspectiva, se les verá hablar. Esto es, se les verá mover los labios, mirarse de refilón, hacer gestos de impaciencia, torcer las cabezas con aires de fastidio y hasta desprecio, y llevarse, sobre todo a él, un índice a la sien derecha. Y, de pronto, en medio de la infinitud, un neón verde, cuya forma adquirirá más nitidez a medida que avanzan por la ruta, representando un cactus gigante, de seis brazos alzados hacia el cielo en ademán curiosamente beibolesco, coronado por un monono sombrerón mexicano.
Se les verá entrar al restorante carretero, pero no como entraría otra pareja cualquiera, felices da vida et tomados das manos, en mostrando, como suelen hacer los hombres y, en realidad, todos los mamíferos2, ampliamente los dientes, sobre todo los superiores, que eso es reírse, pos bien, sino, al contrario, mirando, el hombre, de un lado a otro, como temiendo encontrarse inoportunamente con alguien, o como sospechando que algún enemigo malo le acecha, o como si acabase de cometer un terrible e inconfesable delito, de esos que se escriben con una M en la espalda. Y ella, trenzona y tó, trastrapeando detrás, enfadá y remoloneando as patas.
Otros hubiéranse sentado coquetones. Habrían saludado a los otros parroquianos con un ligero movimiento de cabeza, habrían comentado ampliamente el menú, elogiando quizá la extravagancia de los platos o la influencia del indio Vargas en su diseño, o incluso los pros y los contras de ciertos tipos de caracteres, algunos más ingleses que otros, y hasta habrían anticipado, a través de los cristales, la temible tormenta que se avecinaba, quizá comentando la impúdica belleza del mal tiempo.
Habrían ordenado, diríamos, de entrada, hostiones a la parmesana y sopa de zanahorias con naranja; luego, después de titubear sobre si jabalí al vino tinto relleno de setas silvestres, faisán a la mantequilla de cabra & flambé, medallón de venado o criadillas de búfalo a la menta, lo segundo. Para beber, Chablis. Y, por cierto, desaparecerían constantemente en los servicios, a conversar con las narices, que, como se sabe, suelen hablar en ciertas ocasiones.
Pos no. A través de los ventanales, se les verá gesticular aparatosamente ante la camarera, que deberá terminar poniéndoles sobre la mesa, con grande dolor de alma, un trozo de tocino de cerdo con una rodaja de piña en agua, un huevo arrechusón y patatas fritas. O, quizá, un chuletón de cerdo con puré de coliflor. O, peor, un chile con carne. O, Ave María, un plato de fríjoles con un huevo frito3 encima, desparramado y despaturrado como alegoría de la dichosa vulgaridad.
Bien. También se verá que él, al pasar a los lavabos por el pasillo del guardarropa, mirando pa trás, revisará con sus manos, de modo experto y raudamentísimamente, y con la agilidad de un moderno gladiador romano, los glamorosos e inútiles bolsillos de las chupas y abrigos y otros atavíos contemporáneos. ¿Será un ladrón? Misterio.
Y, sin embargo, según habríamos de saber, nada pudiese explicar racionalmente esta excepcional conducta. De hecho, no sabremos mucho de la pareja. Quizá trabaja él en un circo, arrojándole acerados cuchillos a una esplendorosa y calata asistente, razón por la cual ella está celosa. Y ella quizá viva en una granja y se dedique a domar potros salvajes, corriendo por los corrales con la blusa semiabierta y mostrando el inicio de sus turgentes y puntudas tetas, razón por la que él andará poquitín enfadadillo. O quizá sea él un rockero gitanesco, pues se habrá visto en el coche, en el asiento trasero, asomar la portentosa figura de un estuche de violín, que vendría de un concierto suspendido por falta de público, razón por la que se sentiría a mal traer.4 ¿O habrá en el estuche una metralleta? O quizá viene ella de una reunión de la escuela de algún hijo que tuviese, en la que le han comunicado tanto la expulsión de su vástago como su sorpresiva desaparición después del incendio que redujo a cenizas los locales escolares, razón por la cual ella, acusada por su rockero marido de ser culpable de los desvaríos de la descendencia, mostraría sentimientos hostiles y reprochones hacia él. También pudiese ser que él es cleptómano, que siempre roba en los locales cuyos umbrales cruza, llevado por un impulso irreprimible e incoherente, y que ella, aburridísima ya, se ha dado la tarea de revisar a su marido toda vez que sale con él, para asegurarse de recuperar las especias perdidas por él y retornarlas, al buen tuntún de sus emociones y otras variaciones sentimentales, a los bolsillos de los gabanes, y que anda enfadá porque él le habría robado el violín a un famosísimo intérprete de música culta, sin que ella pudiese devolverlo, anónima, silenciosa e ignominiosamente a su propietario, y que, así, después de decenios de sobresaltos y disgustos, le habría comunicado a él sus deseos de divorciarse para irse a vivir con el dependiente de la bencinera, ese chico tan gentil que siempre le muestra los dientes, razón por la que, comprensiblemente, andan los dos más que cabreados. También pudiese ser que los dos son ladrones. O que sólo él es ladrón, pero que ella no puede impedirlo, porque se hizo abortar y eso él no se lo perdonará jamás.
Después de comer así las repugnantes porquerías de que gustasen, debiésemos verlos dirigirse hacia la salida, él siempre sigiloso y mirando de un lado para otro, y ella detrás, refunfuñona y arrapastrándose a la mala. De fondo, la tormenta y sus rayos y centellas. El portero les abriría, casi irónico, las puertas. Saldrían. Ya viéndoles alejarse hacia el estacionamiento, volverían las puertas de la hospedería a abrirse, por entre sus hojas emergería honesto el portero, entregándoles unas bolsas de almacén, cajas de cartón y otros paquetes, de plástico o de papel, creyendo el desdichado que les pertenecen legítimamente. El hombre de bigote donjuanesco las agarraría, asintiendo alegremente ante las disquisiciones del pingüino sobre la propiedad y su pérdida.
Al llegar al coche, abriría él las portezuelas y dejaría a ella la labor de arrojar con cierta palurda elegancia los objetos así recibidos hacia el asiento trasero del vehículo.
Pero una vez en marcha, y a alguna prudente distancia del hostal, se arrimaría a la cuneta y se detendría el Buick para que sus comandantes revisaran con una no contenida ansiedad el contenido de las bolsas y paquetes.
Quizá contenga la primera caja un sombrero de dama, berracón y guayabesco, de anchas alas y sembrado de naranjas, plátanos y peras, todas ellas acompañadas por diminutísimos y sonrientes enanos de narices escarlatas con una regadera en la mano izquierda. Lo segundo será una bolsa, en la que pudiese hallarse a toda fe un paquete de azúcar en flor, una cajita de huevos de codorniz y una tabla de quesos franceses. Luego abriría ella otra caja, y encontraría en ella otro sombrero, representando este en su cima un primer descenso de un platillo volante extraterrestre, brillante y ruidoso, ya que, animado por pilas, de vez en vez gira sobre sí mismo, emitiendo haces azules y verdes, y sonando tal ebria soprano cayendo al vacío tratando de escapar de un alto edificio en llamas.
¿Debería advertirse en sus gestos y miradas un aire de desilusión? ¿Que ella sabe que esos sombreros no los podrá ni llevar ni vender nunca, porque no es su estilo, no sabe para qué sirven y no conoce a nadie a quien le pudiesen gustar? ¿Deberíamos saber que no ha visto nunca en su vida huevos de codorniz y que sospecha que son testículos de conejo, ante los que reacciona con repugnancia y desdén? ¿Deberíamos saber que no sabe que los testículos de los últimos son blancos como la nieve y que son incluso más inteligentes que los delfines? ¿Que la tabla de quesos franceses la confundiría con ratones cubiertos de blanco ajo en polvo y rellenos de cucarachas podridas?
En tanto, el cielo habrá comenzado a encapotarse. Ennegrecerá rápidamente, llenándose de negras y abominables nubes; algunos truenos, primero lejanos, luego amenazantes, retumbarán con destellos mosqueteriles bíblicamente entre las nubes. Luego, un rayo tremendesco y desproporcionado cortará el cielo en dos, haciendo temblar la vegetación y mugir a los tiernos animales domésticos con que el creador quiso alegrar la vida de los hombres. Este rayo hará temblar a los conductores. Se mirarán. Pero no como para decirse: “Quizá vamos a morir. Si muero, recuerda que te quiero mucho y que jamás te olvidaré5”. Y ella debería decir: “Oh, yo tampoco”. Pero, en todo caso, que la fuerza de los elementos naturales les asustará su piquín. En ese momento, siempre desde la perspectiva del parabrisas, se verá caer otro rayo, más tremebundo aún, más tenebroso, más violento, más ruidoso, más esperpéntico, más operético, más evangélico partiendo el cielo en cuatro mil cuarenta y cuatro pedazos y haciendo que uno quisiese correr a esconderse debajo de algún mueble de gran poderío y potestad. Pues bien, inmediatamente después se verá caer la lluvia, gruesos goterones que, paulatinamente, comenzarán a cubrir la luna del parabrisas, haciendo imposible la visión. Se verá una escena significativa: cuando comienza a llover y todo se obscurezca repentinamente, el conductor perderá por un momento el control, porque no ve, y estará a punto de embestir de frente a un camión, y lo esquivará a último momento. Las llantas chirriando y echando llamas, el coche se irá contra la berma, para detenerse sólo a unos centímetros de un profundo y oculto precipicio. Al detenerse, el conductor encenderá los focos, que no iluminarán más que la inmensa desolación del paisaje, las rocas eternas como la nieve y el odio entre hermanos, y la soledad y desesperanza de las praderas. Sólo los violentos rayos y el estruendo de los ángeles en su intento por desbaratar las nubes – tal quijotes embravecidos con barriles de cerveza – iluminarán, por quí por lá, la repentina y apocalíptica noche.
Ellos, sin embargo, prosiguen, conduciendo él siempre brusca y neuróticamente6, y ella revisando as bolsas et paquetes et caixas.
Quizá al abrir una bolsa, después de retirarla ella del asiento trasero para ponerla sobre sus piernas, metiendo ella desprevenida la mano y, sintiendo un no sabe qué al tocar el contenido, como si fuera pelo, sacará ella lo que parece ser la cabeza de una mujer, testa que ha jalado ignorantemente. Se la verá abrir los ojos y gritar aterrada, levantando las manos y arrojando la cabeza, la que deberá rebotar contra el brazo izquierdo del hombre, pasando así de ida y vuelta sobre el volante, para volver a caer, toda llena de sangre y sesos molidos, sobre el regazo de la moza. También gritará él, horrorizado a pesar de su aparente y húngara apariencia, soltando el volante, mirando con horror hacia la rebotante cabeza, desviándose el coche nuevamente hacia el espeluznante precipicio.
El coche parará bruscamente. Las dos portezuelas se abrirán simultáneamente y se les verá salir corriendo y desesperados, arrojando los brazos al aire y mesándose os cabelhos al mismo tiempo, a perderse en la planicie. Se les verá acercarse al cabo de un rato, reconocerse en medio de la obscuridad, y mirarse pávidos. Se acercarán aún más. Desde alguna distancia se les verá mover los labios, como si estuviesen hablando. Gesticulando. Quizá querrá ella deshacerse de la cabeza. Quizá le convence, cómo no. Pero cuando ella, con un gesto de repugnancia divina y vomitando estentóreamente, se inclina en el coche a recoger la cabeza, dos potentes faros iluminarán el Buick. ¡Imagináos la expresión seus rostros! Es una patrulla policial.
El coche patrullero les iluminará durante un buen rato, observándoles los agentes de la ley fijamente, tal dizque miran los ratones, como tratando de detectar algún movimiento sospechón o alevosín al tiempo que pretenden mirar para otro lado. Deberá verse cómo sufren los condenados. Pensad que no serán tan lerdos como para no intuir que si los policías les encuentran con la cabeza que acaban de descubrir, la pasarán muy pero muy mal tratando de explicar que se las donó caballerosamente el pingüino de una cantina de carretera. Del patrullero se verá salir cautelosamente a dos rubicundos agentes vestidos de azul, ambos empuñando una Colt 45 en cada mano, y dirigirse a pasos lentos y abiertos hacia los desdichados.
Siempre bajo la luz de los focos policiales, el bigotudo de aspecto chulanesco les enfrentará, mientras ella, en el coche, mete la cabeza de la muerta nuevamente en la caja o bolsa. Los policías le dirán quizá: “¿Podemos ayudarle?” [Qué gentiles]. Dirá él, tartatamumudeando, quizá: “Oh…, eh…, no, aaagente,7 mimi mujer se ha enferfermado. No sese preocucucupe, aagente. Ya se está poniendo bien”. Se verá que uno de los agentes le mira detenidamente, y que el otro se acercará hacia la mujer, que estará pues sentada en el asiento delantero, junto al volante, vomitando como loca y tosiendo y con una caja o bolsa de papel en la mano. Se acercará el oficial, indagador, pero se detendrá a medio camino, es decir, na más asomando el agente su cabeza por la ventanilla, vomitará la mujer estrepitosamente, arrojando hacia el oficial substancias diversas, provenientes todas ellas seguramente del tocino requemado de que habría disfrutado, lo mismo que un olor entre vino añejo perfumado y huevo podrido. Así, pues, se entenderá la reticencia del servidor de la ley a entrometerse más en queste asunto. Le hará quizá un gesto al otro policía, y volverán ambos, moviendo los brazos hacia los lados, y uno de ellos reprimiendo sus náuseas, a su coche, pero después de haber murmitado, quizá: “Hasta luego. Pensábamos que tenían algún problema… Trate de buscarse un refugio para la noche. Han anunciado una fuerte tormenta”. Sí, sí, que nos manden flores, pensará. “Gragracias, agente”, diría el malacatoso. Mucho movimiento de cejas aquí.
Se le vería subir al coche, asir el volante, ponerlo el vehículo en marcha y dirigirse hacia la carretera, siendo seguidos de cerca por los patrulleros, cuyo coche iluminará toda esta romántica y dantesca escena. Pero, no mucho después, la patrullera les adelantará y pasará junto al Buick de los inocentes malhechores, todo con mucho tocón de claxon y juegos de luces. Se perderá el coche policial en la furibunda lluvia y la obscuridad del aquel paraje perdido, sólo iluminado de vez en vez por algún rayo despistado y truenos y centellas, tan fuertes que a veces moviesen las nubes de tal manera que parecieran estas estar como enloquecidas, tirando pallá pacá. Imagináos la escena: irán ellos aliviados de haber escapado de la ley, pero saben que no podrán deshacerse de la cabeza y que mientras estén en el coche deberán soportar su fétido olor y el de los vomitajos de la heroína. Imagináos que sabrán que tendrán ellos que disponer de la cabeza de una mujer cuya muerte no han causado. Que la habrán de meter al horno y asarla hasta que no quede más que una masa informe de hueso y grasa. O que la habrán de enterrar en algún jardín8, en cavando claro primero un hoyo, pa volver a rellenarlo después, como si fueran locos de psiquiatra, de esos que les gustan a los judíos neoyorquinos. Claro, nadie sabe que se deshacen de las pruebas de un crimen que no han cometido y que, consecuentemente, nadie les puede llevar a tribunales por injurias o cosa parecida, pues de sobra se sabrá que a un acusado se le debe probar que ha cometido un crimen, y no que deba este probar que es inocente. Empero.
La tormenta comienza a alcanzar tales niveles de furia y despecho, los rayos empiezan a caer a los lados del coche, como toreándolo, y, al impactar la árida tierra, estallan en millares de llamas azules, formando todas ellas pertinentemente, aunque algo torcida, la conocida estrofa: “Con dinero o sin dinero / hago siempre lo que quiero / y mi palabra es la ley”. O como cantando, las llamas azules, algún bolerón sentimental, de esos en los que los galanes dicen as novias coixas como: “Me gustas cuando no estás, podque estás como en otra parte”.
La tormenta se hará peor y peor. El horizonte tronará con furia, partiéndose a cada momento en mil pedazos, como jarrón chino, lanzando llamaradas rojas y verdes y azules, y temblará la tierra, y la obscuridad se hará casi total, llevando quizá al matoncillo a disminuir la velocidad y detenerse. La lluvia rebotará como enceguecida sobre el coche. Sus limpiaparabrisas seguirán moviéndose rutinaria aunque inútilmente. Las gotas atacarán las ventanillas con la misma dedicación de las pirañas al encontrarse sorpresivamente con un algún misionero franciscano en alguna remota región del Amazonas.
Sin embargo, como si algún dios se hubiese compadecido9, se verá a lo lejos el tembloroso reflejo de una luz que no proviene de los furiosos elementos, sino que, parecerá, a medida que se acercan a ella, todo questo llevando ella, extrañamente, la bolsa o caja con la cabeza en ella, la lámpara del porche de lo que parecerá una vieja mansión del sur de los Estados Unidos, de esas que, de vez en cuando, son atacadas y puestas en llamas por extraños hombrecillos vestidos todos iguales y con guadañas.
Bien. Se acercarán a ella los palurdos rápidamente, tratando de cubrirse malamente de las torturantes gotas, que les querrán taladrar las cabezas para ofrendar su contenido a alguna pachamama celestial quizá. Aterrados.
Se verá que casi todas las ventanas de la mansión están en realidad iluminadas. Que el elvis y la marilyn suben raudos pero discretos los peldaños que conducen al porche, lo cruzan y empujan la puerta principal, quizá de caoba y figuras labradas en oro y plata, que el malacatín quizá no trate de desprender rápidamente, para luego recuperar el sentido de su terror, entrando así a una amplia antesala, que tendrá una fuente de agua en su centro, con una sirena montada en un delfín, y un pequeño demonio rojo, con un tridente en la mano derecha, tratando de clavárselo en la nuca.
Nadie hay. Nada se oye. Hombre y mujer se deslizan sigilosos sobre el parqué de la sala.
Se oirá entonces como un rumor lejano. Y poco a poco se distinguirá el discreto sonido de un piano de cola, pues deberá suponerse que alguien ahí, en alguna de las habitaciones que dan a la antesala, está tocando alguna elegante, quizá melancólica pieza musical, de ño Frank quizá. Se les verá acercarse a la puerta de donde proviene la música. Sigilosamente. El ruido de la tormenta se hará más tenue. Identificarán finalmente la puerta, empujarán miedosos sus hojas y, al abrirlas, verán que se trata de una biblioteca, las paredes de la sala cubiertas de libreros con puertas de cristal ocupados por libros empastados en cuero de rinoceronte, al fondo quizá una mesa de billar, poco iluminada, y al centro, como si con megalomanía, una inmensa chimenea, en su lar ardientes leños, una alfombra persa frente a ella, representando quién sabe el rapto de Nefertitis, una mesa de centro en forma de corazón, roja, y dos sillones Luis XV, de seda y terciopelo azul, con listones amarillos, enanas patas de león africano y melenón, y ribetes dorados. Pero de piano y de ño Frank, nada. Parecerá entonces que la música viene de otro cuarto, cuya puerta da al salón de la biblioteca. Mirarán asombrados, quizá como embobados, de tontos que son, y se acercarán como luciérnagas al calor y luz del hogar, extendiendo sus manos (pero no ella, que lleva la bolsa o caja con la cabeza) hacia las desperpetonas llamas, casi olvidados ya del catolicísimo francés.
Nosotros veremos toda la escena desde la puerta de la biblioteca, o quizá desde otro punto similar. Pero cuando la perspectiva se transforme en la de ellos, que miraremos tons por sus olhos, y que alzan la vista, observando el retrato de una mujer de aire aristocrático, de cabellos rubios y largos, de ojos azules, con pendientes sanpancrasianos dorados, sabremos, antes que ellos, que el retrato que están viendo es el de la mujer cuya cabeza llevan en sus manos, y, sabiendo nos de antemano, al reconocer la cabeza en el retrato, disfrutaremos más de la espeluznante percepción de los personajes, sintiendo surgir su terror filosófico y visceral, de esos que dizque sienten los aquejados del temor a la muerte, que se quieren morir para no morirse, y gozando del proceso en que se les pondrá la piel como carne de gallina, pues además oiremos, tal como ellos, la voz de un hombre, una voz vieja, pero infinitamente culta y amistosa, la voz quizá de un diplomático retirado, de dicción elegantemente moderada, como la de David Niven en ‘Los cañones de Navarone’, o en ‘La vuelta al mundo en 80 días’, que hablará como si su voz surgiera de las paredes de su garganta y se dedicara a surfear montañas y colinas y cerros, subiendo o bajando el tono según la altura, enfatizando las interrogaciones y ciertos dejos de toses pretendidas, como de esas que pudiese causar el consumo ansioso de miel silvestre, y marcando preguntas no formuladas de otro modo, como significando toda la historia de la humanidad y su sabiduría por recurso a la retórica y a la caligrafía lingüística, diciendo, después de una de las fingidas toses descritas: “¿Les puedo ayudar en algo?” O: “Ah, no oí el llamador, pero bienvenidos de todos modos. Sopla una tormenta terrible allá afuera, los árboles y tejados caen sobre las cabezas de la gente que pasa y algunos ya han perdido la suya. Por cierto, alojarán aquí, faltaba más. Me ocuparé de inmediato. Verá usted, rara vez tenemos la suerte de recibir a alguien… aquí en estas soledades. Mi querida esposa, que Dios la tenga en su santo reino”, y aquí mirará con infinita tristeza y lágrimas en los ojos el retrato sobre la chimenea, para proseguir: “Sí, mi amada esposa murió de una horrenda enfermedad y, bien, nos sentimos muy solos desde su partida… Pero hablemos de otra cosa… Me temo que no tenéis mejor opción…” Proseguirá, todo esfinge: “Pero no acostumbramos a comernos a nuestros visitantes”, y reirá entonces una discreta pero claramente diabólica risa, y seguirá: “Es la peor tormenta que he visto en esta región”, y se volverá hacia la puerta y gritará: “Johnny”, a lo que un vejete altón, de cabeza gacha y brazos pegados a las piernas, muito frankestein, que acabará de asomarse por la puerta, murmurará, con acento búlgaro: “Sí, señor”, y el anfitrión dirá: “Prepara el cuarto de invitados. Me temo que deberán alojar con nosotros. No podemos dejarles ir en medio de esta espantosa [tos] espantosa tormenta”, y el sirviente, que llevará un esmoquin raído, como esmoquin de mono de barco de maní veracruzano, mirará a los visitantes, que estarán inmovilizados de terror, volviendo las espaldas a la chimenea, torciendo la cabeza hacia la voz, que quizá deba entenderse que traducen su mirada zombina como intento diferido de homicidio, pues el gigante también gruñirá de vez en cuando, sin ton ni son, pero sonando amenazante, debido también a la torpeza de su expresión, y dirá, volviéndose hacia su amo, lentamente: “Ai, buama”, y volverá a salir y, al asir la manilla de la puerta, se detendrá y torcerá la cabeza hacia ellos, emitiendo un gruñido incomprensible, y el anfitrión, que se distinguirá por su chaleco negro con listones plateados, dirá: “Oh, no le presten atención. Es un pan de Dios y no le haría daño ni a una mosca. Perdió el habla y la coordinación años atrás, después de un horrendo accidente cuando trataba de rescatar a su madre de su casa en llamas. La vio morir y desde entonces sólo profiere de vez en vez alguna frase coherente”. Y entonces, quizá diga el rufián, tras la novia, agarrado a sus hombros, quizá: “Es que nadie abría la puerta y entramos sin pensarlo, realmente… La tormenta pasará en minutos. Ya no le molestaremos”, y quizá se acerque a un ventanal, y pretenda mirar, y aunque estén lloviendo camellos con alas y zapatos de mujer con orejas parlantes de taco alto, dirá: “Ah, bien, ya terminó. Nos vamos, gracias, señor”, y moviendo así una mano en gesto de despedida, como quien saluda a un amigo que se aleja en su coche después de un picnic en alguna verde colina en el verano, intentará, jalando a la mujer que, del pavor que siente, habrá perdido el habla y mirará embobada y repetidamente del retrato a la caja o bolsa con la cabeza, y desta a la pintura, aproximarse hacia la puerta, y entonces el hospitalario vejete podrá decir algo así como: “Oh, no, de ninguna manera. Han dicho por radio que se ha transformado en un huracán. Es al menos por caridad cristiana, isn’t it, que no podemos dejarles ir. La habitación es confortable”, pero ellos se apresurarán por la antesala hacia la salida, sólo para ver al sirviente frankesteniano parado ante ella, con un hacha en mano, de cuya hoja parecieran caer goterones de sangre. Y el vejete le dirá a ella, todo amabilidad: “Oh, my darling, ¿todavía con esa pesada caja en las manos? Qué descortés he sido. ¿Dónde he puesto hoy la cabeza? Johnny, lleva la caja de inmediato a su cuarto”, haciendo un gesto hacia el notredamesco y jorobado mayordomo, indicándole quizá que traslade a los aposentos de los invitados el extraño equipaje, del que se deslizan, sin que por el pavor que siente lo advierta la mujer del macarra, rojas y gruesas gotas de algo parecido a la sangre lentamente por sus piernas.

NOTAS
1 Objetivamente hablando, deberíamos decir: “una mujer”, porque desde fuera no sabemos qué vínculo los une.
2 De paso, piénsese que, de ser verdad lo que dicen algunos teólogos, que Dios sólo dotó a los hombres de la capacidad de mostrar alegría, no se entendería por qué, y menos para qué, se ríen algunos animales, tales perros y caballos.
3 Según cuenta don Carlos, Jesús no comía huevos, alegando que no le gustaba por donde salían, razón por la cual su madre, Nuestra Señora, los condenó – a los huevos – a que tuvieran la tendencia a explotar.
4 Rara expresión ésta, aunque nuestra lengua conoce otras peores, como la extendida ‘criado a la buena de Dios’, para referirse justamente a una persona carente de maneras y otras virtudes morales.
5 Esto último, dicho sea de paso, es pura babosería, porque no está probado que los muertos recuerden.
6 ¿Sabéis que el concepto de neurosis es de data reciente? Creo que fue inventado hacia comienzos del siglo veinte. Ña Neurosis murió en 1978, si mal no recuerdo.
7 Sólo los ex presidiarios dicen ‘agente’.
8 Quizá no en el de ellos, que en jardín propio, diz don Miguel de Cervantes, no ha de enterrarse a los muertos ajenos.
9 Se dice, incomprensiblemente, que los dioses tienden a compadecerse, al mismo tiempo que se supone que son de naturaleza incognoscible, ya que justamente por eso participan de la divinidad. Además, se atribuye a los dioses rasgos y emociones humanas, error similar que cometen los etólogos cuando afirman que los gansos saben más de parentesco que los propios estudiosos de la descendencia. ¿O será?
lísperguer

Un pensamiento en “la cabeza

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