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[Claudio Lísperguer con Federico Montoya. Este cuento fue publicado en el fanzine Ciudadela 33 (Amsterdam, Países Bajos) de abril de 2001].

La obscura densidad del bosque impedía una visión precisa del castillo que se erigía amenazante sobre la escarpada y rocosa colina; los rayos, en su implacable desgarramiento del cielo, iluminaban de vez en vez sus destartaladas y misteriosas torres; los truenos retumbaban tal profetas enfadados, sea orejas sacudidas con encono, y provocaban que las viudas del villorrio se arrodillasen en la tierra para pedir clemencia, que las vírgenes se abriesen de piernas para mostrar sus genitales a dioses desconocidos y que las ancianas golpeasen con fingida furia a los animales domésticos, convencidos de que las divinidades les consideraban tal primos e sobrinos. En el horizonte veíanse las llamas y fumarolas de los volcanes circundantes abrasando el paisaje todo. El fuerte temblor de tierra que acompañaba la ira de los ángeles, sacudía violentamente las viviendas, haciendo caer de las repisas de las chimeneas las estatuillas de yeso de diversas diosas de la fertilidad – desde Nefertitis, la emperadora del eterno Egipto, hasta la afamada y bella pitonisa Bibi de Laurentis. El viento, tormentoso y frío como noche de luna, transportaba en sus brazos cabezas decapitadas y otros miembros de anatomía humana que los techos de las casas, cayendo con furia sobre la humanidad, habían cercenado a sus antiguos propietarios. Los ríos, desbordados y furibundos, atacaban e inundaban los cultivos. La nieve, pagana e inquebrantable, terminaba la macabra tarea de las aguas de tierra, convirtiendo a su paso todo en hielo. Los árboles, desnudos por la temible diosa del otoño, elevaban al cielo sus ramas, como pidiendo camisetas, jerséises y gabanes para protegerse de la inclemencia de los elementos. Los pantanos que poblaban la región arrojaban bocanadas de humo, aprovechando la ocasión para inventar arenas movedizas y engullir así a desprevenidas e inocentes muchachitas que, desdeñando la obscuridad, osaban cruzar bosques tenebrosos, habitados por sátiros y monstruos, para llevar pan fresco a sus hermanos; o a esos héroes de aire extraterrestre que, montados en caballos blancos, solían luchar por la justicia contra señorones bien educados y cultos.

Ahí, en medio de los aullidos de hombres y animales, del estruendo y tonarras de la naturaleza embravecida, y de los avatares de las almas, veíase a una viejecita canosa, escorcobona y dicharachera, gritar de lo más profundo de su corazón:
«¡Hijos míos ¿Dónde estáis? ¡Oh, he perdido la vista por haber pecado con el carpintero!»
En diciéndolo, se daba grandes golpes de cabeza contra los árboles y se tiraba de los largos y blancos cabellos, como si arrancárselos quisiera, al tiempo que daba rondas en torno a los troncos, gritando endemoniada: «Por haber pecado / la vista me han quitado. / Que entienda todo bonóm /que o que guste do bombón / ha de terminar en juzgado».
La pobre mujer había en realidad perdido a sus hijos. Forzada a abandonar su hogar por las tropas invasoras del rey Federicus I, soberano farabundero y de aires de presidiario, había dejado su humilde vivienda en llamas, después del necesario pillaje de la tropa. Sintiéndose culpable de haber provocado la catástrofe – un feroz eclipse total de luna comenzaba a exhibirse -y, teniendo sólo tiempo para rescatar a sus dos hijitos [productos ambos de uniones esporádicas y desmemoriadas] para perderlos enseguida en el caos que se produjo al bajar del navío que, misteriosamente, les había trasladado del castillo al mundo, surcando los pantanos que lo rodeaban, se arrastraba por entre los árboles, clamando a los cielos: «¡Oh, dioses del Olimpo! ¡La vista he perdido y sospecho que estáis detrás de esto! ¡Devolvédmela, que sin mis hijos muero!» Tropezaba contra las raíces, caía en pequeñas pozas de arenas movedizas y, claro, se daba de porrazos contra las duras cortezas. Por donde mirase, nada sino obscuridad veía. Creía a momentos que era de noche, negra como boca de lobo; o como neblina londinense. Mas, sus hijos habían desaparecido. Sus gritos se perdían en el cielo.

Pasan pues los años. Se verá luego un paisaje apacible, de colinas escarpadas, pero bellas. Volcanes en constante erupción, arrojando humo y llamas por sus bocas. Ruido de una tormenta lejana, pero acercándose. Un viejo vestido con un saco pasará frente a la fuente de una plaza. Se verá un castillo en el bosque y, en un jardín, a una viejecita encorvada mojando con una regadera las plantas, que, en inmensas macetas fenicias, rodean las estatuas de innombrables dioses griegos. [Llevará la regadera en su mano derecha]. Deberá quedar evidente, por los movimientos inciertos y algo torpes de ella, que es ciega. [Pero llevará en su mano izquierda un bastón de ciego]. Se la verá dar dos o tres pasos, dejar caer el bastón y arrojarse al suelo, éste todo cubierto de mosaicos representando escenas bíblicas. «¿Por qué? ¿Por qué?», gritará, golpeando la húmeda tierra con sus puños. «¡Daría todo por volver a ver! Mi alma, mi vida, mi corazón». Así dirá, echándose tierra sobre la cara y mordiendo los tallos de las plantas.

Un viajero, todo vestido de negro, se acercará intrigado al castillo. Pensará por un fugaz momento: «Se parece a la casa de la bruja de Hansel y Gretel». Verá la mujer arrodillada en el suelo, despotricando contra dioses existentes y por existir. Se la verá levantar las cejas y achicar los ojos. Se acercará a ella solícito, pero con una sonrisa falsa en su rostro. «Madame», la dirá, «en grandes aprietos os veo. Tu alma sufre injustamente. Tu vida se encuentra ante un cruce de caminos. [¡Hay peligro de cárcel!] Vas a vivir muchos años. ¿Tú tener hijos?» El viajero se arreglará entonces los cabellos, echándose hacia atrás un mechón rebelde.
La viejecita, la condesa del legendario condado de Pontecruces, creyó ahí oír la voz de algún dios. Levantó la vista hacia el forastero y le vio alto y macizo; los últimos rayos del sol le creaban una aureola reluciente y cálida, proveyéndole de un inesperado dejo divino. «Vienes como caído del cielo, hijo», le dice. «Léeme el destino», agrega. El extraño achica los ojos, se vuelve hacia los espectadores. Saca del bolsillo de su gabán un naipe de tarot. La vieja mira con alegría, se levanta y se dirige hacia uno de los salones del palacio, haciéndole un gesto al hombre para que la siga. Abre una puerta y entra, sin preocuparse del visitante. Éste la sigue; empuja la puerta con cautela y mira hacia el interior. Se sienta a la única mesa de la habitación y dispone sobre ella las cartas adivinatorias. Enarca de pronto las cejas y grita, con grandes y dramáticos ademanes: «¡Usted ciega! ¡Oh, usted ciega! ¡Destino obscuro le espera. Veo aquí una ruptura. ¿Tú, triste, mija? Ah, los males del amor. Dame tu mano derecha. ¿Tú, tener hijos?» El pitoniso se vuelve hacia nosotros y sonríe pícaramente.
Ella, entonces, se pone a llorar desatadamente y, entre borbotones e hipos, barbulla su triste historia, que al huir de una guerra y de unos dragones lanzallamas que amenazaban la comarca, y llevando a sus chiquilines en los brazos, se había quedado repentinamente ciega y que los había perdido en el tumulto que se había armado al bajar de la embarcación que, desafiando la tormenta y la obscuridad provocadas por el eclipse de luna, les había cruzado por los pantanos que rodeaban la fortaleza. Que así a sus dos hijitos había perdido y que, estando ya tan vieja, no quería morir sin volver a verlos. Que sus hijitos ya serían hombres más que maduros y que criados en no se sabe qué ambientes, de seguro que trabajaban de pianistas en casa de mala vida.
Siempre llorando y arrojando lágrimas inmensas y calientes por los ojos, se vuelve hacia el forastero y dice: «Si me devuelves la vista, te daré todo lo que quieras. Soy la condesa de Pontecruces. Llenaré tus arcas de oro, tus tierras de palacios y catedrales, tus posesiones de jardines versallescos, tus bolsillos de doblones de oro, tus colonias de esclavos, los salones de tus palacios de drogas y cortesanas. Lo que quieras. Incluso te podrá casar con mi hija Nibelunga…, cuando la encuentres». Luego de esnifar un poquitín de rapé, se vuelve hacia él y le dice, mirándole fijamente a los ojos: «He hablado demasiado. Perdóneme. Dígame algo de usted. ¿Usted no es de la comarca, n’est pas?» El forastero eleva los brazos al cielo: «¡Madame, madame! Tengo la impresión de que es usted ¡nuestra madre!» Y, antes de que la sorprendida mujer, que se lleva entonces una mano al corazón, pueda reaccionar, la dice: «¡Yo soy el hermano de Nibelunga! ¡Madre, oh madre! Mi hermanita y yo somos huérfanos. La gente con quienes nos criamos contáronnos siempre la misma historia, que nos habíamos caído de los brazos de nuestra madre ciega al desembarcar huyendo de algún reyezuelo malo y que, en el tumulto, ellos, los que fueron nuestros padres adoptivos, nos recogieron de la estampida y que la habían oído gritar, dándose vueltas sobre sí misma: «¡Nibelunga! ¡Nibelunga! Por eso ella quedó con ese nombre. Del mío, en cambio, nadie sabe nada». En diciendo esto, se pondrá a llorar a mares, levantando a la cabeza y tirándose de los pelos.
La mujer se levanta entonces [pues estaba sentada a la mesa frente al pitoniso] y, arrojando lejos de sí el bastón, abre los brazos, buscando aparentemente el cuerpo del brujo de marras, y aúlla: «¡Hijo mío! ¡Mon fils! C’est vrai. Mi hija se llamaba Nibelunga… ¡Oh, dioses divinos! [Aquí elevará nuevamente los brazos al cielo]. ¡Nibelunga! Y tú, forastero, tú eres ¡Nibelungo! Porque al nacer ustedes gemelos y yo sin saber, por mi de entonces vergonzante y supina ignorancia, si eráis os vástagos del conde o de la condesa Pontemayor, les puse Nibelungo y Nibelunga para no olvidarme. Pues bien», agrega, paseándose frente a la chimenea encendida y aspaventeando como profesor de filosofía, con mucho alzamiento de manos y giros bruscos de cabeza, «aquella noche gritaba yo Nibelungo y Nibelunga, pero, claro, con el estruendo de los truenos, los aullidos de los lobos, el crepitar de las llamas que todo lo envolvían y el terror que llevábamos en el corazón al huir del dragón que nos exigía la pureza de nuestras hijas para saciar sus bajos instintos, los que les han recogido y tan bonitamente criado, han oído solamente ‘Nibelunga’. Pero», prosigue, «acércate, hijo mío. Déjame que te toque», dice, estirando sus brazos al buen tuntún de la obscuridad: «Oh, han pasado tantos años. Toda una vida. Ahora podré morir tranquila. Sé que los dioses me han perdonado, porque me obligué a una larga vida no para gozar de ella, sino para extender mi castigo y sufrir por vivir. ¡Déjame que te palpe, Nibelungo!» Ahora ella se mueve enloquecida tratando de agarrar al forastero, que se aleja y se pone a distancia segura de los manotazos de la mujer.
Se acerca empero a ella y la dice: «¡Madre! ¡Mami! ¡Te extrañamos tanto! ¡Nunca pudieron los usurpadores hacernos olvidar a vosía!» Ella se arroja sobre un sillón, cansada, pufando, y dice, despaturrada: «Oh, Nibelungo, no hables así de esas nobles almas, que dos preciosos hijos han tenido, por don divino, que no de madre natura, pues ella no podía concebir». «Pero, madre, ¿no os habéis enterado de que soy un rufián? ¿De qué hablo como gitano? ¿De que pronostico vidas largas y riquezas varias al buen tuntún de mis cojones? ¿De que amenazo a todo el mundo con la cárcel?¡Madre! Del que debía ser, según me entero, conde magnífico y soberano de Pontecruces, han hecho esos buenos malhechores un pitoniso chillón, vendedor ocasional de pócimas mágicas y sahumerios, y hacedor de lluvias. ¡No es vida, madre!» «Pero, hijo», le dice ella, «se han sacrificado con abnegación y les han recogido y sostenido a pesar de incontables guerras, eclipses y terremotos, soportando todo tipo de males y pesares para sacaros adelante en la vida, y ahora sois, vos, brujo de cabaret y contrabandista de rapé, y a mucha honra, hijo, que tanto dioses como humanos necesitan la asistencia de lenguaraces». Se levanta de nuevo, y queda a narices del visitante. Éste, volviéndose un segundo hacia nosotros para que miremos cómo caen por sus mejillas amargas y abundantes lágrimas, se acerca a ella y se deja tocar.
«¡Hijo, eres tú! ¡Sí, eres tú! La misma nariz, las mismas orejas, los mismos labios… ¡Nibelungo mío!» Le abraza entonces y le propina centenares de besos en el rostro y el pecho y en los brazos y en las manos y en el cuello y en los hombros, besos de madre, sonoros y crocantes, de esos que estampan en la mejilla y en el alma el recuerdo indeleble de un sentimiento compartido entre seres afines después de toda una vida de separaciones, privaciones e inevitables destinos.

Se verá luego a la mujer retirarse a su sillón y ponerse nuevamente a llorar a mares. «¡Nunca te podré ver! ¡Dios mío, por qué me habéis castigado? ¡Nunca podré ver el fruto de mis labores y amores, aunque prohibidos! Yo nada sabía, Nibelungo. Era joven y la vida me sonreía. Pero nunca os podré ver. Me llevaré a la tumba el recuerdo de un encuentro que no debió tener lugar, porque trae más dolor que la ausencia. ¡Oh, Nibelungo!» El hombre, entonces, dirá: «Madre, tengo yo una pócima que te devolverá la vista». «¿También eres alquimista?», preguntará ella, intrigada y sapa. «Madre, escucha con atención, pues te contaré un gran secreto. Tengo unos polvitos que devuelven la vista a los zombies». Ante la expresión espantada de ella, explica: «Ya ves que hoy en día en los señoríos se prefiere trabajar con muertos vivos que con forasteros… Pues, así. Pero, madre, deberías comenzar enseguida. Deberás beberla durante siete días con sus siete noches [aquí, el forastero nos mirará y esbozará una sonrisa de complicidad] y verás que al cabo de ellas recuperarás repentinamente la vista». «¡Nibelungo! ¡Eres un genio! ¡Dame el potaje!», grita la condesa de Pontecruces, levantándose y buscando a tropezones al que ella cree que es su hijo. «Pero, madre, oh madre mía», dirá el hombre: «La primera vez recuperarás la vista sólo durante tres horas. Más adelante, si sigues el tratamiento, podrás ver por períodos cada vez más largos». «¡Nibelungo!», grita ella: «¡Me vuelve la vida al alma! ¡Os podré ver, a Nibelungo y a vos!» «Pero, madre divina», dice el pitoniso, «tienes que beber la pócima junto con otra, ésta aquí», dice, sacando un frasco de un bolsillo de su gabán, «te provoca sueño, porque es necesario que duermes para que la otra pueda surtir efecto». Se verá entonces uno de los ventanales del salón del castillo y, a través de ellos, el espectáculo de una tormenta de rayos de un azul furibundo y de llamas que, por breves instantes, cubrirán los cielos.

Llega entonces el gran día. Sentados en torno a su camastro de madera – que, según decía, había sido del Mío Cid, de tanta alcurnia era la cosa -, estarán Nibelungo y Nibelunga, tomados de la mano. La madre, tendida sobre las almohadas y temblorosa, se lleva un vasito con la pócima a los labios y la bebe de un trago. Luego, mirando fijamente a su hijo, beberá directamente del otro frasco, y dirá: «Ya han pasado siete días con sus noches, Nibelungo. Ahora, después de la dosis de esta noche, al cabo de apenas unas horas, recuperaré la vista y podré verles; volveré a imaginar esa vida de ustedes que yo perdí; a detectar con ternura el surgimiento de una arruga por aquí, otra por allá; volveré a señalar gestos y ademanes nuevos, recogidos de encuentros casuales y en la calle; volveré a vivir plenamente y, con la voluntad de Dios, gozaré tanto de mi recobrado don de la mirada como de las vuestras». Se levanta un poco. Se persigna. Sus hijos se acercan a ella y ella los besa amorosamente en la frente. Se deja caer en la cama y se duerme, cerrando glamorosamente los ojos y con un sí un no de sonrisa.
Pasan así las horas, los hijos sentados junto a la madre, al borde del camastro. Un reloj cucú adosado a una pared de la habitación, arrojará de vez en cuando un pajarraco de oro y plata proclamando el comienzo de una nueva hora, y los hermanos se mirarán profundamente a los ojos al mismo tiempo que se aprietan las manos y sufren. Nuevamente sale el pajarraco a anunciar el paso del tiempo. Una y otra vez. Innumerables veces. El divertido y alegre trino del ave mecánica se transformará entonces en pesadilla, cada tic en un picotazo de un pájaro carpintero que te taladra, pegado a ti por alguna substancia misteriosa y pertinaz, las sienes y las orejas. Se verá a los hermanos abandonar las apariencias y darse de lleno e inconscientes a melodramáticas expresiones de dolor, mesándose os cabellos et rasgándose as ropas.
Un día pasa. Y otro. Y otro. Y otro. Y comienza a heder. Los hermanos ya, claro, han abandonado el camastro de la madre y se mantienen a prudente distancia cerca de la puerta. Dice entonces el médico de cabecera de la condesa, que visitaba la comarca: «¡La condesa ha muerto! Y aquí huele mal porque se está pudriendo, gilipollas, que no sabéis ni como os llamáis de tanto rapé que os metís por las nasas. Habrá de enterrarla». Los hermanos saldrán entonces aterrados de la habitación y volarán escalinatas abajo, en busca de algún refrigerio.
Se verá entonces a los hermanos, enteramente vestidos de negro, portar un ataúd. Es la madre a la que van a enterrar. La buena madre que, cegada por un dios desatinado y maricón, debió perder a sus hijos durante una evacuación por causa de guerra. Había de morir, pensará Nibelungo, porque al destino no se lo reta. Llegan luego a una sepultura abierta, la que espera los restos mortales de la condesa. Se verán palafreneros y otros hombres de aire circunspecto y solemne, todos vestidos de negro. Se verá cómo algunos gentiles descienden el ataúd a la fría tierra del último reposo y cómo Nibelunga, llorando a más no poder, arroja puñados de tierra sobre la caja. Pronto estará la sepultura cubierta de flores y otros vegetales. La gente se irá retirando poco a poco, hasta que sólo queden, acuclillados junto a la tumba, los acongojados hijos.
«La pócima barbitúrica fue demasiado para ella», dice Nibelungo. «Le habrá provocado un ataque cardíaco y, tate, se murió».
De pronto, todo se verá negro, de un negro obscuro como la noche o boca de lobo. Negro profundo, de ese que no sólo es meramente un grado de contraste con la luz, sino una identidad propia, como si tuviese nombre, apellido y domicilio conocidos. Se oirá una voz, débil y temblorosa, diciendo: «¿Nibelungo?» Se oirá el ruido de unas manos – las de la condesa – tocando, golpeando y rascando una superficie de dura madera: la tapa del ataúd en el que ha sido enterrada. Se entenderá que la madre, a causa de un mal efecto de las pócimas combinadas, había dormido más de la cuenta y que al comenzar a heder por los naturales gases que desprenden los cuerpos en reposo, la habían dado por muerta y enterrado viva. Luego, el desesperado golpeteo se transformó en un grito ahogado, incapaz de traspasar la dura materia de su morada o la tierra que la hunde en el obscuro y silencioso subterráneo, distanciándola para siempre de la superficie. Sus gritos de terror, de ese terror que deben experimentar los que se acercan a una pavorosa e irredimible muerte, son llevados por el aire, diríase cubiertos o encubiertos por los ruidos de una tormenta conspiradora y furibunda, con muchos rayos rompiendo árboles a chasquidos, ladridos de perros, aullidos de lobos, relinchos de caballo, rugidos de panteras y llantos de bebés. Deberá ser un aullido desgarrado, un clamor bestial y espeluznante, de esos que ponen los pelos verdaderamente de punta.
En el cementerio se levantan entonces los hermanos. «¿Has oído algo?», pregunta la mujer. «Juraría que he oído a alguien gritar nuestros nombres, pero el viento de esta época es también gritón y se inventa historias. Se dice que dice cosas, que a través de él – en su efímera pero noble existencia – tratan de comunicarse vanamente las almas. Vamos, que los muertos usan el viento para decir lo que tendrían que decir. Vamos a casa, que se hace tarde». Se arreglará entonces el pañuelo negro que lleva al cuello. Él se estirará las mangas del gabán. Se les verá luego salir por las enormes y metálicas puertas del camposanto, mientras, de fondo, pero in crescendo, se seguirán oyendo los horribles y desolados golpeteos y arañazos, como de alguien que, justamente, rasguña una tabla de madera, o, quizás, un gato que afila sus uñas contra la dura corteza de un árbol (serán cipreses, que sirven de protección de los cementerios, ocultando así a los pasantes el espectáculo del silencio e impidiendo que el viento, siempre impío, se robe las cruces de madera y las flores de papel que los deudos, siempre intentando arrojarse a las tumbas y enterrarse vivos, ponen cada día, en memoria de sus injustas muertes sufridas [todas], sobre las lápidas del camposanto.
lísperguer

Un pensamiento en “la ciega

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