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[Los Angeles, Estados Unidos] [La ética de ir al zoológico.]

[Eric Steinman] El Zoológico de Los Ángeles, aunque está bien considerado como un zoológico urbano ejemplar, tiene, como la mayoría de los zoológicos, un pasado oscuro que acecha apenas debajo de la superficie. A un kilómetro y medio de su recinto en el Parque Griffith se encuentran los restos del primer zoológico que construyó Los Angeles en 1913. Sin mucho esfuerzo, podemos visitar estas ruinas arqueológicas (a eso se parecen) y hacernos una idea de lo inhumana, innatural y apretujada que era el cautiverio de sus animales. No había recintos cerrados, ni hábitats artificiales tratando de reproducir el entorno natural, sino simples jaulas esculpidas en la roca y nunca más grandes que una pequeña caravana. Estos eran los lugares donde se relegaba a los leones, gorilas y osos cautivos hasta el fin de sus enajenadas vidas bajo el ojo vigilante de las muchedumbres de visitantes que inundan el zoológico todos los días.
Como dije, el Zoológico de Los Angeles hoy es, si se me permite la expresión, un animal mucho más diferente e ilustrado que su vieja sombra, pero todavía persisten los problemas en torno a la mantención en cautiverio de poblaciones animales en ambientes no originales y artificiales. Muchos dicen que el acto de mantener un zoológico responsable está ayudando a conservar la diversidad así como a proteger a poblaciones animales en peligro de extinción o amenazadas que de otro modo podrían reducirse o desaparecer en sus hábitats naturales. Sin embargo, como sabe cualquier padre, llevar a un hijo al zoológico es una experiencia excitante, pero también cargada con muchos de los espinudos dilemas éticos sobre la existencia misma de los zoológicos.
En lo esencial, los zoológicos constituyen una diversión menos o más fantástica para los visitantes con un componente educativo subyacente para aquellos que quieran hacer el trabajo. Los zoológicos más respetuosos ofrecen una rigurosa programación para informar los visitantes (jóvenes y viejos) sobre la naturaleza y vida de los animales en exhibición, así como enseñarles sobre conservación. Y, sin duda, a los niños les encanta el zoológico. Sin embargo siempre los he considerado como los males aparentemente inevitables de la civilización humana.
Presenciar la maravilla que es el reino animal en la comodidad de nuestra propia ciudad o localidad tenemos que extraer a esos animales de su entorno natural, despojarlos de su vitalidad y volatilidad en la naturaleza, y ponerlos en ambientes hechos y controlados por humanos para vivir el resto de su vida como bolsas genéticas vivas. Lo digo un poco rudamente, pero cualquiera que haya observado de verdad a un animal salvaje en cautiverio puede ver claramente que no exhiben esa alegría de vivir por la que reciben involuntariamente la protección contra depredadores, cuidados médicos gratuitos, y comida.
Dicho esto, los zoológicos muy buenos son verdaderos recursos cívicos y espacios públicos extremadamente valiosos. Los directores de zoológico han logrado crear recintos con diseños más naturalistas para mantener activos y más cómodos a los animales. Sin embargo, sé que no soy el único en vivir ese conflicto ético, cuando llevo a mi hijo de una sabana artificial a una selva tropical simulada, con las que nosotros, como visitantes, nos divertimos e implicamos.
¿Cómo explicamos este difícil problema a nuestros hijos sin arruinar la diversión? ¿Refuerza, el mero acto de tener un contacto somero con estos animales, nuestra humanidad y nos hace más conscientes y más solidarios con su causa? ¿Pueden los zoológicos, independientemente de lo ilustrados y modernos que sean, escapar a los límites de su concepción?
[Eric Steinman es un escritor independiente de Rhinebeck, Nueva York. Escribe regularmente sobre alimentación, música, arte, arquitectura y cultura y es un contribuidor habitual de Bon Appétit, entre otras publicaciones].
21 de agosto de 2012
1 de agosto de 2012
©care2
cc traducción c. lísperguer

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