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[Diplomático estadounidense que ayudó a terminar con la dictadura militar en Chile].

[Pamela Constable] Fue un diplomático de carrera estadounidense de la vieja escuela: amable y profesional, una persona que sabía escuchar que nunca ofendió a nadie. Pero cuando en 1985 Harry G. Barnes Jr. presentó sus credenciales al dictador chileno Augusto Pinochet, le lanzó un discreto reto que finalmente ayudó a sacar al general del poder.
“Los males de la democracia sólo se curan con más democracia”, dijo a Pinochet el nuevo embajador estadounidense. Varios días después, en una entrevista, el gobernante militar resopló una enfadada respuesta. “¿Desde cuándo que algunos embajadores son árbitros de nuestros problemas internos?”, preguntó. “No somos ni colonia ni esclavos de nadie”.
La misión de Barnes era convencer tanto a Pinochet como a sus desmoralizados opositores de que el gobierno de Reagan no iba a seguir tolerando que el general se aferrara al poder. Durante tres años, Barnes defendió firmemente el cambio político en Chile –abriendo la embajada a líderes de la oposición, defendiendo públicamente a víctimas de la represión y dejando en claro que contaba con el apoyo de Washington.
En 1988, después de quince años de gobierno militar, Pinochet fue derrotado pacíficamente en un plebiscito nacional y obligado a renunciar como presidente en 1990, inaugurando una era de gobierno democrático y desarrollo económico que se ha convertido en un modelo para América Latina. Barnes dejó Chile poco después del plebiscito y se retiró del Servicio Diplomático. Murió el 9 de agosto en Lebanon, Nuevo Hampshire, a los 86 años. Su familia dijo que había contraído una infección.
Durante sus 38 años en el Servicio Diplomático, Barnes fue destinado en ocho países, aprendiendo a hablar muchos de sus idiomas, y sirvió como embajador en India (de 1981 a 1985) y Rumania (1974 a 1977), así como en Chile. En India intervino en las negociaciones sobre armas nucleares después de una generación de distanciamiento ideológico.
Tras retirarse, trabajó para el Centro Carter de Atlanta como director de derechos humanos y programas de resolución de conflictos de 1994 a 2000, viajando a menudo a zonas conflictivas en el planeta.
Pero fue el papel de Barnes en Chile lo que le ganó un lugar en la historia. Un pequeño país que cobró mucha importancia en las guerras ideológicas de los años sesenta, Chile se embarcó en un caótico periodo de gobierno socialista con el presidente Salvador Allende.
En 1973, Allende y las aspiraciones izquierdistas de Chile fueron aplastados por un golpe militar que fue bienvenido por el gobierno de Nixon y presuntamente incitado por la CIA. Pinochet, que era entonces comandante en jefe del ejército, usurpó el poder y juró extirpar al comunismo de territorio chileno. Durante los siguientes años, miles de activistas políticos fueron detenidos, torturados o desaparecidos durante su detención.
A mediados de los años ochenta, el gobierno de Reagan en Washington estaba desencantado con Pinochet y andaba buscando un antídoto a su polémico papel anticomunista en América Central y el escándalo Irán-contra. Barnes fue enviado a Chile para apoyar el retorno al gobierno civil. Era una tarea delicada, contra poderosos adversarios en ambas capitales, y se atacó a ella con su característica y discreta determinación.
“Harry tenía que navegar trabajando con la oposición, los socialistas y los demócrata-cristianos, sin convertirse en un enemigo del gobierno o de la derecha chilena”, dijo Elliott Abrams, entonces un alto funcionario del Departamento de Estado para América Latina y ahora miembro del Consejo de Relaciones Exteriores en Nueva York. “También tenía que navegar en Washington”, donde la nueva política sobre Chile era rechazada por poderosos conservadores, tales como el difunto senador Jesse Helms (republicano de Carolina del Norte). “Creo que hizo un trabajo magnífico”.
Barnes hizo pocas declaraciones públicas en Chile, pero muchos destacaron sus gestos, tales como participar en las vigilias de protesta. En 1986 él y su esposa Elizabeth desafiaron los gases lacrimógenos de la policía para asistir al funeral de Rodrigo Rojas de Negri, 19, un exiliado chileno que vivía en Washington y estaba de visita en el país, que fue quemado vivo durante una protesta en Santiago y abandonado por una patrulla militar que lo dejó morir.
“Si Estados Unidos estaba tratando de ser claro en cuanto a nuestra preocupación por los derechos humanos”, dijo más tarde, “se debía protestar por esa muerte”.
Pinochet, enfurecido por las actividades de Barnes, prohibió el ingreso del embajador al Palacio presidencial y ordenó que su imagen fuera cortada de las fotos de prensa ceremoniales. Pero años después, con Pinochet convertido en un envejecido paria internacional, Barnes recibió la más alta condecoración chilena en reconocimiento a su contribución a la restauración de la democracia.
“Vivió momentos muy difíciles en Chile”, escribió Andrés Zaldívar, senador demócrata-cristiano de toda la vida, en un diario chileno la semana pasada, observando que Barnes debió sufrir un permanente hostigamiento de parte del régimen, pero “mantuvo la embajada abierta para nosotros en la oposición”. Sin intervenir en política interna, escribió Zaldívar, Barnes fue “un factor muy importante en el proceso de transición hacia la democracia”.
Harry George Barnes Jr. nació el 5 de junio de 1926 en St. Paul, Minnesota. Después de su servicio militar, egresó en 1949 del Amherst College en Massachusetts y se incorporó al Servicio Diplomático en 1950, deteniéndose a medio camino para recibir su diploma de maestría en la Universidad de Columbia en 1968.
Además de su esposa durante 64 años, Elizabeth Sibley, entre sus sobrevivientes se encuentran tres hijos: Douglas M. Barnesm, de Miami; Sibley A. Barnes, de Sarajevo, Bosnia; y Pauline M. Barnes, de Walpole, N.H.; un hermano; y un nieto. Su hija Adrienne Barnes murió en 2003.
Barnes dejó una huella en otras destinaciones aparte de Chile. En Nepal fue recordado por comandar un avión del gobierno de Estados Unidos para obtener vacunas contra la rabia para unos niños que habían sido mordidos por un perro.
En Rumania, cuando era subdirector de la delegación estadounidense en los años sesenta durante el régimen comunista de Nicolae Ceausescu, se descubrió que la voz de Barnes estaba siendo grabada y transmitida desde dentro de la embajada. En una historia oral años después, recordó que un colega le había pasado una nota que decía: “Estás en el aire”.
Después de algo de experimentación, el misterio fue resuelto: habían plantado un micrófono en el taco de uno de los recientemente remendados zapatos de Barnes.
“Los había enviado a arreglar con nuestra criada”, dijo. Cuando se los trajeron de vuelta, algo le llamó la atención. “Un taco era un poquito más alto, así que los envié de nuevo. Cuando volvieron, estaban bien, pero eso por supuesto me dio una pista sobre dónde mirar”.
2 de septiembre de 2012
22 de agosto de 2012
©washington post
cc traducción c. lísperguer

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