[La deportación puede ser inhumana, incluso poner en peligro la vida del deportado.]
[Daniel Kanstroom] Habría que tener corazón de piedra para no conmoverse este mes cuando miles de “Dreamers” –jóvenes inmigrantes indocumentados que fueron traídos al país cuando eran niños- emergieron de entre las sombras para solicitar permisos de trabajos temporales y suspensión de la deportación en el marco de una nueva directiva del gobierno de Obama que ha complacido a los defensores de los inmigrantes y enfurecido a los conservadores.
Aunque generosa y humana, la nueva política sólo representa un lado de la deportación. Barack Obama ha presidido un aumento récord sin precedentes de deportaciones, en muchos casos sobre bases legales que ofenden nuestras ideas más básicas de justicia. Estas injusticias le anteceden; empezaron en 1996, cuando la política de inmigración fue cambiada de manera draconiana de modo que los no ciudadanos –incluyendo a los residentes legales permanentes- se convirtieron en susceptibles de ser deportados incluso por faltas menores cometidas hace años, sin ninguna consideración de los derechos procesales ni de la discreción judicial.
Véase el caso de Marco Merino-Fernández, cliente de 35 años de una clínica de la escuela de derecho donde yo enseño. Fue traído legalmente a Estados Unidos desde Chile cuando tenía cinco meses, pero como muchos residentes legales permanentes, nunca llegó a ser ciudadano. Habla inglés con fluidez y tiene un diploma G.E.D. en Florida. Tras volver de vacaciones en el extranjero, en 2006, presentó su tarjeta verde a agentes de inmigración que descubrieron que Merino-Fernández, hace más de diez años, había sido condenado por dos cargos de posesión de drogas –pequeñas cantidades de marihuana y LSD.
Estuvo detenido durante meses. Después de una breve audiencia, un juez resolvió que era “un delincuente peligroso” y ordenó su deportación a Chile, país donde había estado por última vez durante su infancia y donde le quedaban sólo unos pocos familiares. Tras llegar a Chile en 2007, Merino-Fernández se enteró de que su madre había muerto en Florida; no pudo volver para asistir a su funeral.
Antes de 1996, la deportación era una empresa comparativamente pequeña, con garantías que permitían que los jueces pudieran mostrarse compasivos y reconocieran la rehabilitación. Desde entonces, una de las sociedades más abiertas de la historia ha desarrollado un enorme, caro, estricto y a menudo arbitrario sistema de expulsiones. Entre 2001 y 2010 Estados Unidos ha deportado a más de un millón de personas sobre la base de conductas delictivas posteriores a su llegada al país.
Estos nostálgicos exilios se pueden encontrar en todo el planeta. En las Azores, frente a las costas de Portugal, son los habitantes de Nueva Inglaterra los que lucen gorras de Red Sox y hablan inglés con un pesado acento de Boston. La mayoría de ellos no sabe portugués. “Honestamente, esto apesta”, me dijo uno de ellos. Otros hombres lloran cuando recuerdan a sus familias en Estados Unidos.
Los neoyorquinos abundan en la República Dominicana, adonde Estados Unidos ha enviado cerca de treinta mil deportados. Su distintivo estilo a la hora de vestirse, modo de andar e idioma los marcan como parias, según los cientistas sociales David C. Brotherton y Luis Barrios en un libro publicado el año pasado.
En un estudio de los deportados latinoamericanos que vivieron durante largos periodos en Estados Unidos (catorce años, en promedio), los sociólogos M. Kathleen Dingeman y Rubén G. Rumbaut constataron que los deportados que emigraron cuando eran niños fueron los que más sufrieron. Los deportados a El Salvador (un país del que habían huido muchos, a causa de la guerra civil de los años ochenta) fueron discriminados por sus acentos, estilo de ropa y tatuajes con temas de las pandillas de California.
En 2004, un neoyorquino, Calvin James, 45, fue separado de su pareja y su joven hijo y deportado a Jamaica, donde estuvo por última vez cuando tenía doce años, debido a condenas por vender drogas. Como lo describió el periodista Julianne Ong Hing, la policía local hizo a James las preguntas habituales –“¿Tiene familiares donde poder contactarlo? ¿Dónde alojará?”-, pero James no tenía a quién llamar. Llegó a Spanish Town, una comunidad plagada por la delincuencia que describió como “una zona de guerra”, antes de encontrar finalmente un trabajo mal pagado.
Cientos de jóvenes camboyanos cuyas familias sobrevivieron los campos de la muerte de los Khmer Rouge han sido deportados a un país del que no saben nada, excepto unas historias de horror.
El documental ‘Sentenced Home’ gira sobre Loeun Lun, que fue llevado a Estados Unidos cuando tenía seis años. Estuvo once meses en prisión por haber disparado un arma en un centro comercial (no hubo heridos) cuando tenía diecinueve, pero se rehabilitó completamente. Incluso así, fue deportado en 2003, a los veintisiete años.
La deportación puede ser inhumana, incluso poner en peligro la vida del deportado. En 2000, el gobierno haitiano impuso la detención indefinida obligatoria sobre los deportados con antecedentes penales provenientes de Estados Unidos. En las cárceles haitianas los deportados sufren la falta de una higiene básica, nutrición y servicio médico, y no están protegidos contra enfermedades como el beriberi y el cólera.
Este vasto experimento en deportación no ha disuadido la inmigración indocumentada, que ha crecido firmemente entre 2000 y 2007. Tampoco se han reducido de modo significativo las tasas de delitos graves; un estudio de 2007 concluyó que era cinco veces más probable que estuviesen encarcelados hombres nacidos en Estados Unidos de entre dieciocho y 39 años, que hombres nacidos en el extranjero. Lo que sí ha hecho es separar violentamente a cientos de miles de familias –un destino especialmente cruel para los niños o padres avejentados que se quedan en Estados Unidos.
“Bueno, eso es duro”, dicen algunos, “pero ellos violaron la ley, punto”. Ciertamente, algunas leyes han sido violadas. Pero la ley no está hecha para todas las tallas. La discreción, como observó el jurista Felix Frankfurter, hace que la implementación de la ley sea más humana y eficiente.
Cierto, algunos deportados han sido condenados por delitos graves. Pero la mayoría son culpables de delitos relacionados con las drogas, o delitos menores como hurto, agresión y conducir en estado de ebriedad. La relegación de por vida es una sentencia inhumana y desproporcionadamente severa, particularmente por delitos no violentos relacionados con las drogas y delitos cometidos cuando los condenados eran menores de edad.
¿Qué visión de la ley justifica la deportación de los que han crecido, estudiado y formado familias en Estados Unidos? ¿Qué propósito se sirve impidiéndoles volver a casa, incluso para visitas de familia?
En un fallo de 2010, Padilla v. Kentucky, la Corte Suprema reconoció que muchos abogados defensores penales no sabían demasiado de la ley de inmigración y que si llegaban a asesorar a sus clientes sobre el tema de la deportación, sus consejos eran a menudo malos. Como consecuencia, muchas personas aceptaron convenios de declaración de culpabilidad que resultaron en una deportación innecesaria. Pero la Junta de Apelaciones de Inmigración sostiene que una vez que son deportados, sus casos no pueden ser reabiertos. Por lo que parece, el imperio de la ley termina en la frontera.
Aunque la mayoría de los expertos están de acuerdo en que necesitamos una reforma de la visa, mejor control fronterizo y un programa masivo de regularización de los que ya están aquí, no se ha aprobado ninguna ley comprehensiva. La situación de los deportados está muy abajo en la agenda legislativa, si es que está del todo. Y las deportaciones continúan.
[Daniel Kanstroom, profesor de derecho en el Boston College, es autor, más recientemente, de ‘Aftermath: Deportation Law and the New American Diaspora’.]
17 de septiembre de 2012
30 de agosto de 2012
©new york times
cc traducción @lisperguer