[Estados Unidos] [Lejos de ser parásitos en la cima de la cadena alimentaria, los lobos tienen un potente impacto en el bienestar de los ecosistemas donde viven.]
[Mary Ellen Hannibal] Este mes, un grupo de organizaciones ambientalistas dijeron que impugnarían el retiro de los lobos de las protecciones de la Ley de Especies Amenazadas en Wyoming. Debido a que sólo hay cerca de 328 lobos en un estado con una histórica sed de sangre por las pieles de estos depredadores, las organizaciones tienen probablemente razón en que sin esas protecciones, los lobos de Wyoming se convertirán en un blanco fácil.
Muchos estadounidenses, aunque consideren el exterminio de una especie como un anatema moral, luchan por entender los efectos tangibles de la pérdida de los lobos. Resulta que, lejos de ser parásitos en la cima de la cadena alimentaria, los lobos tienen un potente impacto en el bienestar de los ecosistemas donde viven –desde la supervivencia de árboles y vegetación de las riberas de los ríos hasta, quizás asombrosamente, la salud de las poblaciones de animales que son su alimento.
Un ejemplo de esto se encuentra en el Parque Nacional Yellowstone, en Wyoming, donde los lobos fueron prácticamente exterminados en los años veinte y reintroducidos en los noventa. Desde el retorno de los lobos los científicos han observado una inesperada mejora en muchas de las degradadas áreas fluviales del parque.
Zonas con álamos y otra vegetación nativa, diezmadas en el pasado por el pastoreo excesivo, han vuelto a crecer en las riberas. Esto puede tener que ver con los patrones cambiantes de los incendios, pero también probablemente porque los alces y otros animales pastantes se comportan de manera diferente cuando hay lobos en el entorno. En lugar de comer los vegetales hasta el suelo, sólo ramonean, levantan la cabeza para escudriñar el entorno y se trasladan a otro lugar. Los vegetales pueden crecer lo suficiente como para reproducirse.
Los castores, pese a estar en el menú del lobo, también aprovechan los beneficios de la presencia de los lobos. La vegetación sana, estimulada por la presencia de lobos, provee de alimento y refugio a los castores. A su vez, los castores se dedican a construir diques que mantienen los ríos limpios y mitigan los efectos de la sequía. Los castores extienden una bienvenida alfombra para el sostén de la biodiversidad. Bichos, anfibios, peces, aves y pequeños mamíferos encuentran el agua en torno a los diques un hábitat ideal.
Así que los castores impiden que los ríos se sequen, y al mismo tiempo la vegetación sana previene que los ríos se rebalsen y toda esta interacción biológica mantiene un suelo rico que utiliza el carbono –esa materia que queremos sacar de la atmósfera y meterla en la tierra. En otras palabras, ayudando a mantener un ecosistema saludable, los lobos se conectan con el cambio climático: sin ellos, estos paisajes serían más vulnerables a los efectos de esos grandes eventos climáticos que sufriremos cada vez más a medida que el planeta se calienta.
Los científicos llaman a esta secuencia de impactos a través de la cadena alimentaria una “cascada trófica”. El lobo está conectado al alce que está conectado al álamo y al castor. Mantener estas conexiones garantiza ecosistemas saludables y operacionales, lo que a su vez mantiene la vida humana.
Otro ejemplo es el efecto de las nutrias marinas sobre el alga parda, la que sirve de alimento a todo un universo de especies. Como el álamo para el alce, el alga es el alimento favorito de los erizos. Cazando a los erizos, las nutrias protegen la vitalidad del alga y en realidad estimulan la biodiversidad general. Sin ellos, el ecosistema tiende a colapsar; los arrecifes de la costa se convierten en terrenos yermos, y no pronto desaparece la vida.
Desgraciadamente, las nutrias marinas se encuentran en una situación de conflicto similar a las “guerra contra los lobos”. Algunas comunidades del sudeste de Alaska quieren permitir la caza de la nutria marina para reducir su población y proteger la pesca. Pero la lógica de que eliminando a los depredadores aumenta las presas es miope e ignora la dinámica de la red trófica más amplia. Un ecosistema degradado es mucho menos productivo en todos los aspectos.
Que haya menos peces no sólo perjudicaría a los pescadores: también pondría en peligro el otro extremo de la cadena trófica –el fitoplancton que convierte la luz del sol en material vegetal, y como sabe todo estudiante de fotosíntesis, en oxígeno y absorbe el carbono. En los lagos, el pez depredador impide que el pez más pequeño se coma todo el fitoplancton, protegiendo la tasa de absorción del carbono del lago.
En el planeta, los grandes depredadores se están extinguiendo a tasas más rápidas que otras especies. Y perder a los grandes depredadores tiene un efecto mayor sobre la tasa de pérdida de muchas otras especies en la parte de abajo de la cadena alimentaria así como en la vida vegetal que es tan importante para el balance de nuestros ecosistemas.
¿Qué podemos hacer? Ya hemos empezado a darnos cuenta de que parques como Yellowstone no son el modo más efectivo de conservación. Poner un linde a un territorio natural es una idea intuitiva que no reposa en criterios científicos. Muchos depredadores viajan enormes distancias para encontrar pareja e impedir que las poblaciones se conviertan en endogámicas. Por ejemplo, ningún parque nacional es suficientemente grande para los lobos. Podemos erigir barreras humanas –en torno a ciudades y pueblos, minas y campos petrolíferos- pero para mantener un ecosistema sano tenemos que construir conexiones de modo que los grandes depredadores puedan trasladarse de un lugar a otro.
Muchos biólogos han advertido que nos estamos aproximando a otra extinción masiva. El lobo todavía está protegido como especie amenazada. Pero tenemos que reconocer que recuperar las especies amenazadas del planeta a volúmenes demográficos sanos –así como mitigar los efectos del cambio climático- quiere decir conservar a los grandes depredadores.
[Mary Ellen Hannibal es la autora de ‘The Spine of the Continent’.]
23 de octubre de 2012
29 de septiembre de 2012
©new york times
cc traducción c. lísperguer