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[Bengasi, Libia] [Ni las milicias más poderosas de la ciudad. En la foto se ve a agentes de policía de Bengasi trasladando el cuerpo de Faraj Mohammed el-Drissi, director del servicio de seguridad de Bengasi, después de que fuera asesinado a tiros la semana pasada.]

[Kareem Fahim] El asesinato no causó una sorpresa aquí, en la ciudad donde los libios empezaron su intento de sacudirse la dictadura y ahora, casi dos años después, luchan por apagar la persistente violencia que ha legado de la rebelión.
Una noche la semana pasada un coche cruzó chirriando una calle en un barrio residencial. Descendieron tres hombres y con pasmosa facilidad acribillaron a Faraj Mohammed el-Drissi, el hombre cuyo trabajo era la seguridad de esta ciudad.
Drissi, que había sido nombrado en octubre, es sólo uno más de las cerca de tres docenas de funcionarios públicos que han sido asesinados en el último año y medio, entre los que se cuentan oficiales del ejército, agentes de seguridad, funcionarios del antiguo gobierno y el embajador de Estados Unidos, J. Christopher Stevens. En ninguno de los casos se ha condenado a nadie, y en muchos de ellos ni siquiera ha habido interrogatorios. Es poco probable que esta situación cambie en el corto plazo.
Desde del asesinato del coronel Moamar al-Gadafi hace más de un año, Bengasi ha recuperado parte de su equilibrio a medida que sus habitantes construyen extensiones postergadas durante largo tiempo y los agentes de policía vuelven a dirigir el tráfico en algunas calles. Pero el asesinato de Drissi hizo difícil olvidar un ritmo mucho más tenebroso: el que gira en torno al crimen impune. El gobierno es todavía más débil que las milicias del país, y ninguno está dispuesto o no es capaz de actuar.
“Es imposible que los miembros de un grupo paramilitar arresten a otros”, dijo Wanis al-Sharif, un alto funcionario del ministerio del Interior en el este de Libia. “Y sería imposible que yo emitiera una orden detención de un miembro de alguna milicia. Imposible”.
La violencia se mostró en agudos tonos después del ataque en septiembre contra la villa diplomática y sede de la inteligencia de Estados Unidos. Funcionarios libios y estadounidenses acusaron a militantes asociados con las ubicuas milicias libias, y específicamente a los miembros de la organización Ansar al-Sharia.
“El asesinato del embajador mostró la verdadera realidad de este inseguro país”, dijo Ali Tarhouni, ex ministro de Hacienda libio que ahora dirige un nuevo partido político. “Fue un importante revés para la ciudad y su psique”.
La justicia misma es una idea peligrosa aquí y en toda Libia, donde el débil gobierno carece de poder para proteger a sus ciudadanos o enfrentar a los delincuentes. Apenas tiene los medios para armar a su propia policía, para qué hablar del control o la integración de los paramilitares o de la detención de los ex combatientes rebeldes sospechosos de cometer asesinatos.
“Parte de la violencia tiene que ver con rencillas personales”, dijo el juez Jamal Bennor, que es coordinador judicial en Bengasi. Pero la mayor parte de los crímenes son como el asesinato de Drissi. “Ese fue un asesinato político”, dijo.
Completan el sentimiento de caos la revelación de que servicios de inteligencia extranjeros, como la CIA, operan en todo el país sin control alguno, dice la gente aquí. Todos los días aviones no tripulados norteamericanos sobrevuelan Bengasi, causando inquietud y malestar entre los ciudadanos. Los agentes de policía comparten sus Kalashnikovs. Los tribunales son inoperantes. Para eludir la situación de inseguridad en Bengasi, investigadores libios y estadounidenses se ven obligados a entrevistar a testigos a cientos de kilómetros de distancia, en la capital, Trípoli.
Y así el gobierno se ve obligado a tomar en cuenta a los paramilitares, los que en virtud de sus abundantes armas controlan el verdadero poder en la ciudad. Hombres como Wissam bin Hamid, 35, que antes de la rebelión era dueño de un taller mecánico, es ahora el líder de una organización de ex combatientes rebeldes. Algunas organizaciones, como la de Hamid, operan con la bendición del gobierno, mientras otras son consideradas renegadas. Las distinciones son a menudo arbitrarias, pero como quiera que sea, los grupos paramilitares son en realidad los que imponen sus propias leyes.
Hamid y otros insisten en que son leales al estado. Importantes figuras políticas dijeron que respetaban a Hamid, pero temían a muchos otros paramilitares, entre ellos a los fundamentalistas.
Las milicias son llamadas para la realización de importantes tareas, incluyendo la seguridad de las elecciones. La milicia de Hamid, una rama de una organización llamada Escudo de Libia, ha sido llamada a controlar el orden a cientos de kilómetros de Bengasi, en ciudades que están fuera del alcance del gobierno. La milicia también ha trabajado con funcionarios estadounidenses: escoltaron a los agentes de inteligencia y diplomáticos de la sitiada villa el 11 de septiembre y, más tarde, brindaron protección a los investigadores estadounidenses que visitaron la ciudad en búsqueda de evidencias del ataque, dijo Hamid.
En última instancia, podría recaer en Hamid y sus hombres confrontar a los comandantes de Ansar al-Sharia, la milicia fundamentalista que funcionarios libios y estadounidenses han vinculado con el ataque, ya que no existen agencias de gobierno capaces de la tarea.
Pero Hamid dijo que él no lo haría, porque cree que los jefes de la milicia son inocentes, pero también porque en Bengasi los lazos entre los ex combatientes rebeldes son profundos. “Estuvieron con nosotros en el frente”, dijo.
Los dirigentes de Ansar al-Sharia han negado enérgicamente toda participación en el ataque. Hamid insistió en que actuaría contra la organización si se demostraba que era responsable.
Los funcionarios locales no esperan que las milicias ayuden alguna vez a resolver los asesinatos – de sus principales funcionarios de seguridad, de Stevens- si fueron cometidos por miembros de otra milicia.
Hamid dijo que un equipo de estadounidenses visitó su base hace unas semanas. “Estaban preocupados por Escudo de Libia”, dijo, agregando que hicieron un montón de preguntas sobre un militante en particular, que había aparecido en un video en internet con la bandera negra de los fundamentalistas.
Los problemas de seguridad de Bengasi son el telón de fondo de preocupaciones más apremiantes, como la brecha entre las aspiraciones de una ciudadanía liberada de la dictadura y la capacidad del incipiente gobierno para cumplirlas. Las calles se ven más animadas con nuevas cafeterías y tiendas. Pero sobre ellas, las farolas ya no se encienden. Existe una creciente indignación con la centralización del poder en Trípoli entre los habitantes de una ciudad que ha sido descuidada durante demasiado tiempo.
Después del ataque contra los recintos estadounidenses, los habitantes de Bengasi exigieron controlar las milicias que definen sus propias reglas. Diez días después del ataque, los manifestantes atacaron los cuarteles de varias milicias paramilitares, ignorando la distinción entre grupos aprobados por el gobierno y organizaciones renegadas. Los jefes de las milicias, aparentemente conmocionados de que la gente se hubiese volcado contra ellos, responsabilizaron a partidarios de Gadafi.
Las manifestaciones también coincidieron con una creciente irritación por la interferencia extranjera en Libia, dirigida principalmente contra Qatar, que apoyó activamente con dinero y armas a las milicias fundamentalistas durante la rebelión del año pasado.
Pero el día después de las manifestaciones, el comandante de una de las divisiones del ejército en Bengasi, el coronel Hamed Bilkhair, fue secuestrado en la puerta de su casa. Fue liberado algunas horas después. Semanas más tarde, paramilitares asesinaron a Dressi, el director del servicio de seguridad, que se encontraba organizando comités para resguardar mejor la seguridad de la ciudad. Aparentemente, poco había cambiado.
“Estamos hablando de una sociedad llena de revolucionarios y armas”, dijo el juez Bennor. “Nadie ha sido arrestado. Las familias de las víctimas deben confiar en que habrá justicia”.
Los paramilitares, escudándose todavía en la bandera de la rebelión, insisten en que sólo obedecerán a un gobierno, y a un ejército, que consideren limpios. Han fijado un baremo desalentadoramente alto para sus jefes, denunciando a los partidarios intransigentes de Gadafi, pero también a los oficiales del ejército que simplemente miraron la rebelión desde la acera.
Los diplomáticos desconfían de la ciudad, volviéndola a cerrar al mundo exterior.
Ansar al-Sharia, la milicia acusada del ataque contra Stevens, ha bajado su perfil, pero sólo un poco. Sin una razón para ocultarse, la organización está planeando abrir una clínica para mujeres y niños en Bengasi.
[Osama al-Fitory y Suliman Ali Zway contribuyeron al reportaje.]
13 de diciembre de 2012
29 de noviembre de 2012
©new york times
cc traducción c. lísperguer

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