[La única opción defendible es hacerse vegano. Como lo demuestra el escándalo de la carne de caballo, la industria global de la carne destruye el planeta e implica crueldad animal. Si te importa, hay sólo una cosa que puedes hacer…]
[John Harris] Decenas de preguntas, pero sin respuestas satisfactorias. ¿Realmente sabían los ministros británicos en 2011 que la carne de caballo había entrado a la línea de abastecimiento de carne en el país? ¿Incluye el escándalo también a burros?¿Cuál fue exactamente el rol de una empresa casi cómicamente misteriosa llamada Draap Trading Ltd., que es propiedad de un trust inscrito en las Islas Vírgenes británicas?
Mientras tratamos el tema de los aspectos más ligeros de pies del capitalismo moderno, ¿cómo interpretar el hecho de que Findus –que ponía carne de caballo en su lasaña y había encargado fuera la fabricación de sus Crispy Pancakes a la ahora desprestigiada firma francesa Comigel- sea en parte propiedad de una financiera dirigida por Lyndon Lea, un moscardón que jugaba polo que se hizo famoso una vez por una fiesta en Montecito, California, en la que se dice que se sirvió sushi sobre los cuerpos de mujeres semidesnudas?
Las versiones sobre el papel de su empresa en el reciente escándalo de Findus están llenas de frases como “cuantiosa reducción de costes”, un rancio distintivo de clase, y evoca una canción que cantó alguna vez una banda de indie rock desaparecida hace mucho tiempo que se fue a pique bajo el nombre maravillosamente apto de World Domination Enterprises, ‘Don’t feel sick, cos someone’s got to eat it’.
Mientras el escándalo prosigue, esa misma sensibilidad británica que tolera que vacas y cerdos puedan ser matados y cortados en pedazos, pero que prohíbe que se toque a los caballos –o perros-, sigue siendo tan curiosa como siempre. No hay ni muertos ni enfermos; la posible entrada del fármaco veterinario bute en el escándalo todavía parece un problema menor antes que motivo de una causa razonable de pánico colectivo. Por lo que yo sé, mientras la industria de la carne se ha vuelto cada vez más compleja y menos regulada, muy pocas de las voces que ahora denuncian sus excesos trataron de cerrar sus puertas, cuestionaron si reducir las inspecciones y las regulaciones era en realidad una buena idea o se preguntaron si el moderno carnivorismo pudiera estar llevándonos hacia algún lugar macabro.
Sin embargo, algo interesante está ocurriendo, como lo demuestra una edición de las primeras planas de los diarios. El jueves pasado, por ejemplo, el titular del Daily Mirror era “los matarifes de caballos”, y la fotografía mostraba un hombre de mirada ansiosa, aparentemente cortando los últimos trozos comestibles de un pedazo de hueso con carne. Como con gran parte de la cobertura del escándalo actual, su impacto visceral no fue sobre si la carne en cuestión era de caballo o vaca, sino la simple realidad de los procesos industrializados por medio de los cuales criaturas sintientes son convertidas en lo que un ex trabajador de un matadero describió hace poco para el Financial Times como “un bloque de masa congelada de quizás sesenta por sesenta centímetros, por noventa centímetros”. En una época en la que la mayoría de las personas compra su carne en supermercados y ven rara vez un cadáver, esto marca uno de los aspectos más ambiguos de la vida en el siglo veintiuno: el hecho de que la mayoría de la gente come carne, pero recula cuando ve lo que implica.
Llegado a este punto, confieso que soy vegano y que no comido carne (a sabiendas) desde mediados de los años ochenta. Dejé de comer carne por dos razones: darme simplemente cuenta de que yo pensaba que matar animales para comerlos era objetable, y un vago revoltijo de pensamientos asociados con lo que sería un arquetípico izquierdista de los ochenta. En los años que han pasado desde entonces, rara vez dije algo sobre esto, consciente de las consideraciones que llevaron a George Orwell a difamar a algunas personas como “vegetarianos y comunistas”, y convencido de que hay cosas mucho más importantes por las que gritar.
El factor decisivo fue la noche que pasé en un concierto tributo de Linda McCartney en el Albert Hall, cuando las paredes fueron cubiertas con avisos de alimentos congelados nada atractivos para ella y los músicos en el escenario exhortaron a los asistentes a “hacerse veganos”. No puedo saber qué pensó mi cabeza sobre esto: algo que tiene que ver con una percepción inapropiada de las prioridades, acompañado de una política con minúscula que parecía demasiado cursi e interesada.
Pero en la última década, el caso del vegetarianismo se ha hecho más urgente, e incontestable. Ocurrió un punto de inflexión en 2008, cuando Rajendra Pachauri, presidente de la comisión intergubernamental de Naciones Unidas sobre el cambio climático, destacó los nexos entre el consumo de carne y la crisis del medioambiente, y aconsejó a los oyentes a “renunciar a la carne por un día a la semana y reducir el consumo todavía más a partir de ese punto”. Ahora como entonces, la industria de la carne da cuenta de cerca de un quinto de las emisiones de gas del invernadero global, y es directamente responsable de los altos niveles de deforestación. Cuando se trata de los argumentos más amplios sobre la sustentabilidad, estos son igual de duros. Hace dieciséis años, un estudio de la Universidad de Cornell determinó que ochocientos millones de personas podrían ser alimentadas con los granos usados para el engorde del ganado en Estados Unidos; la mayor parte del maíz y la soya que se cultiva en el mundo está destinada hoy a la alimentación de ganado, cerdos y pollos.
Tal es el creciente escándalo centrado en la industria de la carne: por un lado, sensatos alegatos sobre el futuro del planeta; por el otro, periódicos espasmos de indignación –al menos ocurrió en 2010, cuando la campaña de la organización Animal Aid reveló las enfermizas brutalidades que parecen ser rutinarias en muchos mataderos ingleses, una historia que incluía un matadero certificado como “sacrificio humanitario” de vacas, corderos y cerdos criados orgánicamente.
Pero el escándalo de la carne de caballo es probablemente la primera gran historia que reúne los dos elementos. Los siempre crecientes costes del alimento han llevado a minoristas y productores a abastecerse de carnes cuestionables, para mantener bajos los precios. Los costes suben en parte gracias al aumento del consumo de carne en todo el mundo, particularmente en China e India, que empujan los precios no solamente de la carne, sino de los alimentos usados por el ganado. La economía mundial de la carne, entonces, es cada vez más prohibitiva, tanto económica como medioambientalmente. Y el resultado es suficientemente obvio: si el mundo va a seguir consumiendo cantidades cada vez más crecientes de carne, un montón de esta se originará en lugares donde no se respetan las reglas, donde los animales son brutalizados rutinariamente y donde qué hay exactamente en esos bloques congelados de materia es un misterio.
Así que no puedes ser un “flexitariano” y arrojar un par de productos de carne artificial en tu carrito y pretender que todo está bien.
Incluso si tienes el dinero para comprar carne orgánica en tu carnicero independiente del barrio, todavía vas a chocar con un par de hechos inescapables: que, como lo probaron las revelaciones de Animal Aid, la carnicería orgánica no es garantía de normas éticas, y que obtener tu nutrición del consumo de carne es insosteniblemente ineficiente. Si uno se interesa en el bien público, la única opción personal defendible es “hacerse vegano”. Ya está: dilo.
27 de febrero de 2013
17 de febrero de 2013
©guardian
cc traducción @lisperguer