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[Archer’s Post, Kenia] [Keniatas toman las armas para salvar a la fauna silvestre, y al turismo. En la foto, elefantes en la reserva de Samburu.]

[Jeffrey Gettleman] Julius Lokinyi era uno de los más infames cazadores furtivos de esta parte de Kenia, acusado de matar a cerca de cien elefantes para vender los colmillos a la orilla del camino, protegido por la oscuridad de la noche, bombeando enormes cantidades de marfil en el oscuro tráfico global clandestino.
Pero después de ser perseguido, humillado, amenazado y finalmente convencido por sus patriarcas, hace poco vivió una extraordinaria transformación. Llegó a pensar que los elefantes en realidad valen más vivos que muertos, debido a los turistas que atraen. Así que Lokinyi dejó de cazarlos y se incorporó a una brigada de guardabosques de base -en lo esencial, una milicia conservacionista- para proteger a los animales silvestres que antes perseguía.
Hoy en día se levanta al alba, se traga una azucarada taza de té, se abrocha sus botas de combate y sale con otros aldeanos, algunos de los cuales no habían manejado nunca antes un arma y son poco más que voluntarios, a luchar contra los cazadores furtivos.
“Tenemos que proteger a los elefantes”, dijo Lokinyi, cuyos ojos encapotados ahora brillan con el celo de un converso.
Desde Tanzania a Camerún, decenas de miles de elefantes están siendo cazados cada año, más que en cualquier otro momento en décadas, debido a la desenfrenada demanda de marfil en Asia. Nada parece detenerlo, incluyendo el despliegue de ejércitos nacionales, y los cadáveres llenos de balas siguen apilándose. Los científicos dicen que a este ritmo, los elefantes africanos seguirán pronto la misma ruta que terminó con el bisonte americano.
Pero en esta región del norte de Kenia, campesinos pobres se han aferrado a una solución poco convencional que, si se imitara en otros lugares, podría ser la clave para salvar a miles de elefantes en toda África, dicen los conservacionistas. Aquí, en un creciente número de comunidades, la gente está tan ansiosa, incluso desesperada, por proteger su fauna silvestre que civiles sin ninguna experiencia militar han empezado a reunirse, haciéndose con escopetas y rifles de asalto G3 y arriesgando sus vidas para enfrentarse a las bandas de cazadores ilegales que opera fuertemente armados.
En realidad, son milicias de barrio militarizadas, con paso de marcha, ex arrieros de dos metros comportándose como capitanes de cuadra, con cuadras de kilómetros y kilómetros de monte rebosante de cebras. Estos ciudadanos guardabosques no lo están haciendo por altruismo o por algún afecto eterno por los paquidermos. Lo hacen porque en Kenia quizás más que en cualquier otro lugar del mundo, la fauna silvestre significa turistas, y los turistas significan dólares, montones de dólares.
Aquí no es inusual que un visitante con sombrero flexible pague setecientos dólares por dormir en una tienda y absorber las vistas, sonidos y olor a almizcle de los maravillosos animales. Gran parte de ese dinero está, por contrato, destinado a comunidades locales pobres, que lo usan para muchas cosas, desde la perforación de pozos de agua hasta el financiamiento de becas universitarias, otorgándoles un claro interés económico en la preservación de los animales silvestres. El negocio del safari es uno de los pilares de la economía keniata, generando más de mil millones de dólares al año y casi medio millón de empleos: cocineros, aseadores, trenzadoras de cuentas, guías de safari, pilotos de avionetas, incluso contables llevar la cuenta de las ganancias.
Asombrosamente, muchos trabajos en la industria del safari pagan tanto como la caza furtiva. Aunque el comercio del marfil puede parecer más lucrativo, a menudo es como el modelo de negocio del pirata somalí, en el que el secuestrado recibe apenas una cuota minúscula de los millonarios rescates. Mientras una libra de marfil puede reportar mil dólares en las calles de Pekín, Lokinyi, pese a su largo currículum como cazador furtivo, estaba en la ruina, lo que hizo fácil sacarlo del negocio.
Los campesinos también se están volcando contra los cazadores ilegales debido a que el comercio ilegal en animales silvestres alimenta la delincuencia, la corrupción, la inestabilidad y las luchas intercomunales. Aquí en el norte de Kenia, los cazadores furtivos se están diversificando y han empezado a robar ganado, a imprimir dinero falso y a secuestrar a turistas. Incluso algunos están comprando rifles de asalto que se usan en conflictos étnicos.
Las milicias conservacionistas son a menudo las únicas fuerzas de seguridad en algunas regiones, de modo que se han convertido en escuadrones policiales de facto, apresurándose a todo tipo de emergencias en áreas demasiado remotas como para que la policía llegue con alguna rapidez y a menudo se trenzan a tiros con cazadores ilegales y bandidos.
“No se trata solamente de los animales”, dijo Paul Elkan, director de la Sociedad de Conservación de la Vida Silvestre, que está tratando de formar brigadas de guardabosques comunitarios en Sudáfrica sobre el modelo keniata. “Se trata de seguridad, de reconciliación, incluso de construcción de la nación”.
Los guardabosques tienden a ser rudos e incultos, provenientes de diferentes grupos étnicos y el excedente de jóvenes desempleados. Gabriel Lesoipa era pastor de cabras; Joseph Lopeiyok, arriero; John Pameri se hizo con su codiciada posición porque era rápido: cuando fue escogido, el primer requisito para ser miembro era una extenuante carrera de dieciocho kilómetros.
En sus comunidades muchos son considerados guerreros, expertos en la llamada supervivencia después de años de sacar a pastar al ganado y las cabras en las espinosas sabanas –y defendiéndolos contra ladrones armados. Pueden seguir huellas apenas visibles durante largas y sedientas distancias e intuir instantáneamente cuando alguien ingresa a su territorio.
El gobierno estadounidense está poniendo su peso en estos proyectos conservacionistas comunitarios, aportando más de cuatro millones de dólares a Kenia. Pero hay obvios riesgos. En Sudán, la República Democrática del Congo y otros países africanos, milicias nacionales formadas inicialmente para proteger a comunidades a menudo se han convertido en depredadoras ellas mismas.
“No se puede parar la caza ilegal de elefantes en África sino te instalas en la comunidad”, dijo Iain Douglas-Hamilton, uno de los más reputados investigadores de elefantes del mundo, que dirige Save the Elephants. “Pero la implementación es otra cosa. Si no lo haces con cuidado, se empezarán a matar unos a otros”.

Ejército sin Fines de Lucro
En 1989, durante la última crisis de la caza furtiva en África, Ian Craig estaba sentado en un peñón en la escarpada cordillera Mathews en el norte de Kenia, donde su familia era propietaria de un enorme rancho ganadero, y miraba impotente, a través de unos binoculares, cómo los cazadores ilegales masacraban a todo una manada de elefantes.
Fue una intensa lección.
“El gobierno no puede estar en todas partes”, dijo. “Y la caza furtiva está en todas partes”.
Así que Craig, que es a menudo considerado como el abuelo de los proyectos conservacionistas comunitarios en Kenia, empezó a enrolar a lugareños para ayudar a proteger la fauna silvestre. Al principio, el gobierno nacional se negó a armarlos, diciendo que no era de ningún modo posible delegar funciones policiales en civiles, especialmente cuando Kenia, como otros muchos países africanos, había aprobado la política de disparar a matar contra cualquier cazador furtivo armado que fuera divisado en una zona de fauna silvestre.
Pero después de que el departamento de vida silvestre de Kenia cambiara de dirección a mediados de los años noventa, Craig prevaleció, y ha ido construyendo poco a poco, pero firmemente, un ejército sin fines de lucro. El Northern Rangelands Trust, la organización paraguas que ayudó a fundar en 2004, está compuesto por diecinueve comunidades, y hay 32 esperando una respuesta. Tiene 461 vigilantes patrullando los casi veinte mil kilómetros cuadrados; dos pequeños aeroplanos y un helicóptero de un millón de dólares en camino; un centro de operaciones con monitores de pantalla plana que monitorean a los elefantes vía satelital; y una “bóveda” llena de imágenes térmicas y un anaquel de armas.
Algunas de las armas son de Craig. Otros son proporcionadas por la policía de parques nacionales de Kenia, que ha realiza un control de antecedentes antes de entregar armas a civiles. Pero una vez que las armas están en manos de los itinerantes ciudadanos-guardabosques, hay poco control del gobierno.
Los milicianos reciben entre 25 y 320 dólares al mes, dinero que proviene de las zonas de vida silvestre sin fines de lucro, conocidas como conservaciones, que están obligadas a destinar el sesenta por ciento de sus ingresos por los servicios de safari a las comunidades locales y contratar al 75 por ciento de su personal en la población local.
El incentivo local para la protección de los animales silvestres es autoevidente. Namibia, por ejemplo, tiene ahora más de setenta conservaciones comunitarias. Y los lugareños se las toman muy en serio, dispuestos a atacar -o al menos a informar a las autoridades- si se topan con intrusos.
“Un enemigo de la fauna silvestre es un enemigo del pueblo”, dijo Rob Moffett, ejecutivo de Wilderness Safaris, una empresa en Namibia.
Un día hace poco, una brigada de vigilantes comunitarios cerca de Archer’s Post, en el árido norte de Kenia, estaban custodiando a Matt, un enorme y alto macho con enormes colmillos –dos metros de largo y tan gruesos como botes de pintura, el sueño de todo cazador furtivo. El plan era vigilar a Matt mientras recorría el territorio, tumbando árboles y ramoneando la vegetación.
“Si no hay elefantes, no hay dinero”, explicó Lopeiyok, el ex arriero convertido en vigilante.
Él y otros vigilantes contaron que habían matado a varios sospechosos de ser cazadores furtivos, a veces mostrando fotografías, y dijeron que no pestañeaban a la hora de cobrarse una vida humana para proteger a los elefantes.
Es difícil medir el éxito de los programas de guardabosques comunitarios, pero los niveles de caza ilegal de Kenia se han reducido drásticamente desde los días de matanzas de los años setenta y ochenta, cuando miles de elefantes eran sacrificados ilegalmente cada año.
Este año, dicen las autoridades keniatas, cerca de han cazado ilegalmente cerca de 350 elefantes, tres veces la cantidad en 2008 –pero se trata solamente de las muertes confirmadas, y muchos cadáveres no son descubiertos nunca. El gobierno está tratando de trabajar más estrechamente con guardabosques comunitarios, ofreciendo cursos de adiestramiento a algunos de ellos.

Un Asesino Convertido
Lokinyi es uno de los guardabosques novatos, de unos veintiocho años y emergiendo lentamente de los días en que gozaba de mala reputación. Su estipendio es apenas veinticinco dólares al mes. Se llama a sí mismo “un voluntario”.
“Yo tenía un amigo somalí, un cazador ilegal, que me dijo: ‘Tú matas elefantes, nosotros compartimos’”, dijo Lokinyi, recordando cómo se metió al negocio. “Yo había robado ganado. Había matado a un montón de personas, así que matar elefantes no me hacía nada”.
Se convirtió en líder de una misteriosa banda que aceptaba pedidos específicos, a veces seis colmillos al día, diez al siguiente. Después de matar a los elefantes y cortarles los colmillos, esperaban a que diera medianoche para reunirse con los comerciantes de marfil, a menudo somalíes de la cercana Isiolo, una ciudad fronteriza donde los somalíes, samburus, boranas y turkanas han peleado durante años. Sin embargo, el dinero ha pasado por sus dedos como si fuera arena, y se había convertido en un incordio para su comunidad, con las autoridades buscándolo constantemente y acosando a sus parientes.
Fue entonces que intervino Benjamin Lopetet. Lopetet es un colega turkana que dejó un cómodo trabajo en un banco para dirigir la conservación comunitaria de Nakuprat-Gotu, que empezó el año pasado.
“Siempre que oíamos que habían matado a un elefante”, dijo Lopetet, “era siempre Lokinyi, Lokinyi, Lokinyi”.
Gastó meses rogándola a los familiares de Lokinyi que arreglaran una reunión, y cuando finalmente lo hicieron el año pasado, Lopetet explicó que traficantes somalíes de marfil estaban explotando a Lokinyi, pagándole con migajas y usando el dinero para comprar rifles con los que matar a otros turkanas. “Me di cuenta de que me estaban usando”, dijo Lokinyi. “Y de que era un inútil”.
Lopetet le ofreció un acuerdo: deja de matar elefantes y trabaja con nosotros.
Por supuesto, siempre existe un riesgo cuando se trata de reformar a un cazador furtivo.
“Ya nos ha salido el tiro por la culata”, dijo Craig. “Hemos tenido tipos malos que se convirtieron en buenos, y nuevamente en tipos malos. Pero tienes que tratar”.
En estos días Lokinyi luce con orgullo su uniforme de camuflaje y patrulla el mismo tramo de varias millas de espinosos arbustos donde acostumbraba seguir a los animales, usando su conocimiento del territorio para predecir dónde atacarán los cazadores ilegales. Pasó por un ritual de redención esta primavera en el que se sacrificaron cabras y se cubrió el cuerpo con grasa. Se mudó a una casa nueva e incluso le dieron un nuevo par de padres ceremoniales, patriarcas que lo aceptaron.
“He hecho cosas malas”, dijo Lokinyi. “Pero ahora estoy limpio”.
8 de marzo de 2013
30 de diciembre de 2013
©new york times
cc traducción @lisperguer

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