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[Claudio Lísperguer con Bibi Lauren] [Este cuento fue publicado en el fanzine Ciudadela (Amsterdam, Países Bajos), por entregas, desde el número 10, mayo de 1999, hasta el número 17, diciembre de 1997. Publicado íntegro en el número 72, agosto de 2004. En este blog hemos republicado otros cuentos de Lisperguer y otros autores: La cabeza, Otro asesinato en la calle de la morgue, La ciega, El caso de la mujer pelirroja, La tienda de los botones].

Desde la cima de la colina el sheriff podía observar claramente lo que ocurría en torno a la cabaña que parecía encontrarse en un delta del torrentoso río. Desde las dos riberas, mujeres apenas ataviadas de arcos y flechas, montadas a caballo, atacaban furiosamente la casa. Algunas de las amazonas comenzaban ya a lanzar flechas con puntas de fuego.
Junto a la puerta, se veía a un hombre disparando sin cesar su rifle de repetición. Asomada por la ventana, había una mujer pelirroja con un bebé en los brazos. Las flechas habían ya impactado en el tejado de paja y la construcción prendía fuego. Gruesas llamas azules comenzaban a elevarse contra el apacible ocaso. Un sol grande como melón, pero ya frío, parecía hundirse en las cataratas que se avistaban a lo lejos.
El jinete sacó su cantimplora y bebió un buen trago de whisky con agua del caño, con que la había llenado en la cantina de Porcas City, el pueblo minero donde había pernoctado la noche pasada.
Por cierto, pensó, sus perseguidores habrían encontrado ya sus huellas y no debían estar lejos de él. Pero aún tendría tiempo de hacer algo por el matrimonio en peligro.
Luchar contra las amazonas no tenía sentido, pensó. Eran demasiadas y ocupaban las dos riberas. Tendría que salvarlos por el agua.
Sin pensarlo dos veces, se apeó de su negro corcel y se dejó caer por las rocas hasta la ribera. Ahí, oculto entre las matas, encontró un pequeño bote de madera.
Se arrimó a él y comenzó a remar furiosamente hacia la isla.
La cabaña ardía por todos los costados y todos ellos, el hombre, la mujer y el bebé, estaban abrazados fuera de la casa, indefensos y expuestos a los ataques de las amazonas. Era evidente que sólo esperaban la muerte, ya que se les habían acabado las municiones.
Se acercó a la isla disparando con la izquierda y remando con la derecha. Al aproximarse a la orilla donde se encontraban, agarró por la cintura a la mujer con su bebé y los metió al bote. El hombre intentó saltar, pero una flecha que se clavó en su frente le impidió seguir adelante. Cayó de bruces, echando sangre por las narices.
«¡Henry!», gritó la pelirroja.
La corriente les arrastró rápidamente, escapando de las amazonas pero acercándose peligrosamente a las cataratas.
Tenía que hacer algo.
Remó desesperadamente, tratando de acercar la embarcación a la orilla, densamente poblada de plantas y árboles. Se agarró así, a apenas metros de la caída de agua, a una liana y, agarrando a la mujer por la cintura, se impulsó en el aire.
Gracias a Dios, cayeron suavemente en un verde prado.
Suspiró aliviado y miró a la mujer.
«Henry está muerto», sollozaba esta.
La mujer tenía el pelo rojo anaranjado, la nariz respingada, labios algo gruesos y furiosamente pintados de rojo. Sus senos grandes y parados, su cintura estrecha, su culo grande y redondo, y sus largas piernas, le daban un aire entre vulgar, coqueto y desamparado. Estaba algo rolliza, pensó.
«No había nada que hacer», dijo, pasándole la cantimplora. La mujer tomó un largo trago y, luego de mesarse la rizada melena, descubrió sus tetas y comenzó a dar de mamar al bebé.
«Éste tiene la culpa de todo», dijo ella, indicando al pequeño.
«¿Qué ocurrió?», preguntó el sheriff.
«Vivíamos tierra adentro y queríamos tener un hijo… Pero Henry era estéril», explicó, sollozando. «Desesperado por las burlas de los mineros, raptó a un niño que vivía en el bosque. Decidimos entonces mudarnos a la orilla del río, para estar a resguardo de peligros y poder escapar por agua en caso de peligro. Anoche, sin embargo, sentimos un fuerte temblor de tierra y pronto nos vimos rodeados de agua. La tierra donde estaba la casa se había desprendido… ¡Se había transformado en una isla!» La mujer volvió a tomar un sorbo de la cantimplora. «Poco antes del alba, las amazonas comenzaron a atacarnos. El resto lo sabes».
A medida que hablaban, el suelo cedía imperceptiblemente. El sheriff miró a la mujer. Sus pies se hundían hasta los tobillos en el césped. Miró entonces los suyos propios.
Trató de moverse tranquilamente, pues no quería alarmar a la mujer. Pero era imposible: por más fuerzas que hiciera, no lograba moverlos ni lo que era un milímetro.
Habían caído en un pantano de arenas movedizas.

2
«Escucha», le dijo a la mujer. «Caímos en un pantano… Voy a tratar de agarrarme a una rama».
«¿Con qué?», preguntó ella. «No tenemos nada…», dijo, mirando abatida.
El sheriff se quitó la camisa, la cortó en trozos y, uniéndolos unos a otros, hizo una larga tira que arrojó sobre una rama. La tira se enganchó. Se agarró a ella y trató de impulsarse, pero la rama cedió y cayó a tierra, alejando la tira.
«Dame tu ropa», dijo el hombre.
«No puedo», respondió la mujer. «La arena me llega hasta la cintura».
El sheriff miró. Ya no se podía mover. Ninguno de ellos.
Se miraron a los ojos.
«Demasiado tarde», dijo el sheriff.
«No sé si vale de algo», dijo ella, con un mohín. «Pero me llamo Juanita». Se abrazó sollozando al bebé robado.
En ese momento comenzó a temblar la tierra y se oyeron ruidos de ramas quebrándose con gran violencia. Un fuerte viento los envolvió. El cielo se ensombreció repentinamente.
Miraron hacia arriba.
Un ser enorme, de casi quince metros de altura, les miraba con curiosidad. Era una criatura gigantesca, parecida a un oso pardo, pero con rostro humano. Unas gruesas crines marrones le cubrían el cuerpo.
Alargó una garra y los cogió suavemente a los tres. Llevó la palma de la mano a la altura de sus ojos y les miró tiernamente.
«Kuskus», dijo, posándoles con cuidado en un nido que había en la copa de una extraordinaria ceiba.
El nido era grande, de casi ocho metros de diámetro, y estaba hecho de plumas, lianas y trocitos de tela. En todo su entorno, enormes ramas con espinas impedían acercarse a los bordes.
El sheriff se sentó en el muelle piso de plumas.
«Yo me llamo Joe», dijo, echándose un trago de la cantimplora. «Voy a quitarme los pantalones para secarlos», dijo. «El agua del pantano estaba putrefacta». Se los sacó y los colgó de una espina sobresaliente que había en el nido.
El bebé dormía plácidamente. La mujer puso al bebé junto a sí en el fondo del nido y se desnudó.
«Tampoco aguanto yo este olor. Estoy a punto de desmayarme», dijo la mujer, arrojando su vestido rojo. «Voy a tratar de calentarme con los últimos rayitos de sol», dijo, y se volvió hacia el astro. Poco después, sin embargo, se volvió hacia él.
El sheriff la miró. Estaba sentada sobre sus piernas dobladas y se llevaba el brazo izquierdo a la cabeza, sujetando su cabellera pelirroja, que caía generosa sobre sus hombros, mientras mostraba sus axilas. La mujer inclinaba la cabeza sobre el brazo, los labios entreabiertos y los ojos entornados. Mostraba sus senos abundantes y puntudos, coronados por dos pezones discretos y proporcionados. Destacaba su cintura y las suaves curvas de sus caderas. Curiosamente, doblaba la punta de los dedos de los pies, en un gesto que a Joe le pareció más bien coqueto.
«Es tarde ya», dijo, Joe. «Pronto hará frío. Veré si puedo encender una fogata».
Recogió como pudo algunas briznas y ramitas y comenzó a hacer girar sobre unas espigas un pequeño palo seco. Al poco rato surgieron las primeras chispas.
La noche cayó repentinamente. El sol se había finalmente hundido en el horizonte. Acuclillados junto a la fogata, sus enormes sombras resbalaban sobre las paredes de espinas, dibujando fantasmagóricas formas.
A lo lejos, se oían los truenos de la tormenta que se acercaba.
«Estamos a merced del monstruo», dijo Joe. «Y no hay modo de escapar de aquí».

3
El sol emergió silencioso y solemne, asomando por sobre la soledad del nido.
Durante las primeras horas del alba, mientras la mujer dormía, el sheriff había logrado hacer un boquete en la espesa masa de espinas que rodeaban la guarida aérea. Se había asomado por el agujero. Debajo de él y por lo que le parecieron cientos de metros, sólo se veía la lisa estructura de la corteza de la ceiba. Era imposible descender por ella.
Avivó la fogata y se sentó a esperar que despertara Juanita. Tenía que hablar con ella. Entretanto, puso la cafetera al fuego.
El bebé despertó y miró tranquilamente a su alrededor. Sus ojos se agrandaron a medida que recorría el entorno. Dijo entonces: «Kuskus», aunque no debía tener más de dos años.
La mujer dormía plácidamente, desnuda, en posición fetal. El bebé se alejó gateando de ella. Era un niño rollizo como su madrastra, pero de piel morena y una blanca hilera de dientes. Sin duda, se trataba de un niño apache. Se acercó a él y, reprochándole con la mirada, le repitió: «Kuskus».
Joe revolvió la cafetera con una cuchara.
‘Kuskus’ era lo que había dicho el monstruo, cuando les examinaba en la palma de su garra grisácea. ¿Sería así como llamaban los lugareños al gigantesco ser que les había salvado la vida? Pero, si fuese así, ¿cómo podría saberlo el mocoso?
El bebé se alejó, incomprendido, y se instaló detrás de Joe, a mirarle la espalda.
Juanita comenzaba a desperezarse. Estiró los brazos y abrió las piernas, mostrando brevemente su vagina.
Joe no pudo evitar mirarla, y a ella parecía no importarle.
«Buenos días, Juanita», dijo Joe.
«¿Estás cocinando algo?», preguntó ella.
«Encontré una cafetera… con café», dijo Joe.
Juanita levantó una ceja.
«Yo tampoco lo entiendo», dijo Joe. «¿Quieres un tazón?»
La mujer no respondió. Miró buscando a su hijo. Cuando lo vio, comenzó a gatear hacia él.
Joe la miró. Juanita gateaba levantando el culo y con las piernas ligeramente abiertas, dejando ver parte de sus genitales.
Joe echó café en un tazón.
Juanita alzó al bebé en sus brazos y lo estrechó contra su pecho. El nene comenzó a chupar con fruición su seno izquierdo. Al poco rato se apartó y cayó dormido. La mujer lo abrigó entre el follaje del nido.
Juanita se acercó a la pared de espinas, recogió su vestido y se vistió. Luego se acercó al fuego.
«¿Sabes algo sobre él?»
«No mucho», dijo la mujer. «Según Henry, cuando entró a esa casa en el bosque no había nadie. El bebé estaba solo».
«Me refería a nuestro amigo, el oso gigante… Pero la historia del niño también me interesa», dijo Joe, alcanzándole un tazón de café.
«Es todo lo que sé. Henry no hablaba mucho». Entonces comenzó a sollozar. Joe le alcanzó un pañuelo.
«Los indios que viven en la región hablaban a veces de un ser gigantesco…, Kuskus», dijo Juanita, entre estertores. «Pero Henry nunca creyó en ello».
«¿Henry? ¿Quién era Henry?», preguntó Joe.
«Mi marido…, al que mataron ayer las amazonas», dijo ella, y se puso a llorar más desesperadamente aún.
«Perdóname», dijo Joe.
Comenzó a remover los palos de la fogata.
«Henry…, Henry…», dijo Joe. «Ese nombre me suena».
«No vas a llamar a tu abogado ahora», dijo la pelirroja. «Henry era un don nadie… No me entiendas mal… Yo le quería, pero… No era nadie importante, en todo caso».
«Perdóname», dijo Joe. Alcanzó la cantimplora y se echó un trago de whisky. Luego le pasó la cantimplora a Juanita.
«Quiero saber más sobre las amazonas», dijo Joe.
Juanita suspiró.
«No tengo mucho que decirte», dijo. «Era, como la de Kuskus, otra leyenda, según decía Henry… Nunca las vi antes».
«¿No sabes por qué os atacaron?»
«No tengo ni idea», dijo la mujer. «Fue cuando nos estábamos acostumbrando a la idea de que vivíamos en una isla, el mismo día del temblor de tierra, que nos atacaron…, poco después de la salida del sol».
El sheriff removió otra vez, con una ramita, la fogata.
«Tu hijo, sin embargo, dijo hoy: ‘Kuskus’… Lo mismo que dijo el oso gigante cuando nos rescató de caer en las malditas cataratas», dijo él.
Ella le miró alarmada.
«¿Kuskus? Es el nombre que dan los indios a ese monstruo… Ellos lo tienen por un dios, ¿sabes?», dijo Juanita.
«¿Cómo podría saberlo tu hijo?»
«¿Mi hijo? Ah, quieres decir Punki», dijo ella, volviéndose a mirar a su bebé.
«Sí, Punki… ¿Cómo podría saberlo?»
«¿Crees que sabe que es el nombre del monstruo?», preguntó Juanita.
«Well», dijo el sheriff. «No lo había pensado… Pero fue lo que me dijo al despertarse», dijo.
En ese momento, el nido entero comenzó a tambalearse, como si hubiese un temblor de tierra. El cielo se obscureció repentinamente y negros nubarrones lo poblaron. Se veían girar, en torno al gigantesco árbol, inmensos rayos y se oía el estruendoso tronar de los relámpagos.
Joe y Juanita se echaron apresuradamente un trago de whisky.
Luego se tumbaron los tres en el nido, cubriéndose las orejas con las manos.

4
Cuando Joe levantó la cabeza, se encontró a pocos metros de las enormes pupilas de Kuskus, que los miraba tiernamente.
El sheriff se levantó y pegó un brinco hacia atrás.
«Kuskus», dijo el monstruo. Y asomó una garra con una amplia bolsa, que depositó en el blando lecho del nido.
Juanita la abrió. Eran alimentos: galletas de agua, café, té, longanizas, embutidos, jamón, queso de cabra, uvas, un melón, fresas, una lata de ostras ahumadas y una barra de pan. Levantó una ceja.
«¿Qué pasa?», preguntó Joe.
«Aquí hay de todo», dijo ella. «¡Hasta ostras!»
El bebé finalmente despertó. Miró sorprendido y, acto seguido, se puso a berrear como un condenado.
Juanita se acercó a él y, descubriendo una teta, introdujo su pezón en su boca.
El monstruo se volvió a mirar. Parecía extasiado.
Joe se rascó la cabeza. No entendía nada. ¿Quién era este monstruo? ¿Quién la mujer? ¿Quién el niño indio? ¿Y qué y cómo y dónde que estaban en un árbol tan alto que se veían nubes a su alrededor?
Juanita dejó de amamantar al bebé cuando este cayó extenuado.
Juanita se abrazó entonces al sheriff, presa del temor.
El oso parpadeó, y se llevó una garra a los ojos, cubriéndoselos púdicamente, pero mirando entre los dedos.
Juanita levantó una ceja.
El monstruo entonces se agachó y desapareció de la vista de la pareja. El cielo volvió a obscurecerse y rayos y truenos revolotearon junto al nido.
A medida que el extraño ser se alejaba en la distancia de la floresta, la tierra comenzó paulatinamente a dejar de temblar.
Joe miró a Juanita en los ojos. Ella seguía abrazada a él.
«No te preocupes», le dijo. «Nos vamos a preparar un gran desayuno».
Juanita se separó.
El sheriff se sentó en el suelo y se echó un trago de whisky.
«El vestido te va estupendo», le dijo él.
Ella se volvió y levantándose ligeramente la falda con las dos manos, le hizo un guiño con los ojos.
Joe retiró la cafetera del fuego y se sirvió un sorbo de café en su tazón.
«Las amazonas…», dijo Joe.
«Te conté todo lo que sé… Que van en cueros, que viven sin hombres, que matan a los varones recién nacidos… Supersticiones de ese estilo», dijo Juanita, haciendo un mohín de indiferencia.
Estuvieron un largo tiempo mirándose en silencio.
Luego Joe se sirvió un trago de whisky.
«También dicen que la ceiba es una de las moradas de ese dios», dijo Juanita.
«¿La ceiba?», tartamudeó Joe.
«Sí, el árbol donde estamos», dijo Juanita.
«Ah», murmuró Joe.
«Es imposible subir o bajar por él porque su corteza es como de mármol veneciano», dijo ella.
«Mármol vene…», alcanzó a murmurar, antes de caer, rendido, al muelle lecho del nido.

5
Juanita se echó un trago de whisky y se tendió a su lado.
El tiempo pasó sin que casi se apercibieran. Habían almorzado ostras y embutidos, melón y queso de cabra, y se habían tendido a echarse una siesta.
«Tengo un sueño atroz», dijo ella.
En ese momento, se escuchó a lo lejos lo que parecía ser un extraño y cadencioso canto.
«¿Oyes?», dijo Joe.
«Sí», dijo Juanita, poniendo la oreja.
«No sé lo que es… Parece una música extraña…, de salvajes…», dijo Joe.
«Shh», dijo ella, llevándose una mano a la oreja. «Es…, es… ¡mambo!»
Joe se asomó por sobre la pared de espinas, con la palma de la mano derecha sobre la frente. Atisbó el horizonte. Puso la oreja al viento.
«Sí…, mambo», reconoció Joe.
Se dejó caer desanimado.
«Cada vez entiendo menos», dijo.
«Es…, es ‘El americano'», barbulló ella.
Joe la miró sorprendido.
«Es un mambo de Xavier Cugat», explicó ella.
El sheriff sacudió la cabeza y descendió de su posición.
Una bandada de guacamayos cruzó el atardecer.
«La música se escucha cada vez más cerca», comentó Juanita.
«Tienes razón», dijo él. Se pasó un pañuelo por la frente para secarse el sudor. En ese momento despertó el bebé y gateó hasta Joe. Se quedó mirándole, como embobado.
Juanita se acercó a la muralla de espinas y se empinó por sobre el borde. Se llevó una mano a los ojos y atisbó el horizonte.
«Ahora están tocando ‘Qué rico el mambo'», dijo Juanita.
Joe torció los ojos, dirigiendo su mirada hacia el cielo.
«Qué gran verdad…», dijo Juanita. «¡Qué rico el mambo!», dijo al descender de su puesto. Acercándose a la fogata, comenzó a mover sensualmente las caderas, enarcando seductoramente las cejas.
Joe la miró impasible. Juanita comenzó a bailar y a cantar en inglés.
«Báilame y llévame a la luna», le dijo.
Joe se sirvió un trago de su cantimplora.
Juanita se arrancó repentinamente su vestido y se exhibió desnuda frente al sheriff. Moviendo frenéticamente sus caderas y senos, se acercó a él abriendo las piernas y tocándose los labios vaginales con los dedos. Se acercaba hasta centímetros de su cara y volvía a alejarse, sonriendo desafiante, siguiendo el frenético ritmo del mambo amerengado. Luego se volvía hacia él enseñándole sus nalgas redondas, su ano y el comienzo de la vagina.
Joe agarró la cantimplora y bebió un sorbo.
«Suenan cada vez más cerca», dijo. «Si parece que están aquí abajo», dijo, levantándose.
Se asomó a atisbar, con la mano sobre las cejas, la vista que le ofrecía el boquete que había hecho al levantarse. Juanita dejó de bailar y se sentó junto a la fogata.
«¡Están aquí abajo!», gritó Joe.
Junto a la ceiba se veía a un enorme y desnudo grupo de amazonas cantando y bailando desaforadamente canciones de mambo. Se acercaban las unas, echando las tetas hacia delante y con los brazos a los costados, levantando el trasero; se alejaban las otras dando graciosos brincos sobre la punta de los pies. A los lados de las amazonas, dos mujeres, algo más altas que el resto, tocaban enloquecidas las congas y bongós, y una mujer, con máscara de Cleopatra, se acercaba al monstruo, moviendo elegante pero eróticamente las caderas.
El monstruo, observó Joe, estaba echado sobre la selva, con el lomo contra la canopia tropical, con las piernas abiertas, y, aparentemente, durmiendo los sufrimientos de un terrible mono. Su enorme sexo colgaba fláccido frente a la enloquecida sacerdotisa.
Juanita se vistió y se asomó por sobre el borde.
«¡Son las amazonas!», dijo.
«Sí, y están bailando mambo», dijo él.
«Parece un ritual primitivo», comentó ella. «Las mujeres ofreciéndose al dios… Me parece algo conocido».
«¿Qué quieres decir?», dijo el sheriff, sacando la cabeza del boquete.
«No sé lo que digo… Me parece haberlo escuchado de las indias», explicó ella.
Juanita atisbaba el horizonte. Su vestido se había levantado y Joe podía admirar el comienzo de sus nalgas.
«¿Algo religioso?», tartamudeó Joe.
«Algo así», dijo ella, asomándose aun más para atisbar mejor.
Abajo, las amazonas proseguían con su ritual. El mambo había invadido la floresta ecuatoriana y parecía que hasta los grillos callaban ante semejante maravilla. Los guacamayos y aras sobrevolaban silenciosos la escena, y hasta los tucanes habían dejado de martillar con sus picos.
Joe miraba fijamente a Juanita. Tomó un trago de su cantimplora y se acercó a mirar por el boquete.
El monstruo comenzaba a desperezarse. Las amazonas callaron. El ser comenzó a darse fuertemente con las manos contra el pecho y luego miró atentamente a las mujeres.
La que parecía ser la sacerdotisa suprema le entregó al monstruo un extraño paquete.
Se hizo un profundo silencio en la selva. Comenzaba a obscurecer. Un rayo solitario, pero no por eso menos imponente, rompió el cielo en dos pedazos.
El ser tomó el obsequio y se levantó. Las amazonas se retiraron bailando un suave mambo y se alejaron, montando raudos corceles y dando grandes muestras de alegría.
El monstruo se acercó a la ceiba. Juanita descendió de su atalaya y Joe sacó la cabeza del boquete. Después la abrazó, agarrándola por la cintura por debajo del vestido.
El ser se asomó levemente y depositó en el nido un canasto cubierto con hojas de plátano. Juanita se acercó a él y retiró la tela que lo cubría.
«¡Es un bebé!», gritó ella.

6
Joe se acercó corriendo. Juanita alzaba al bebé en sus brazos, exponiéndole al sol. No parecía tener más de un año y miraba fijamente a la mujer.
Punki se volvió a mirarle.
«Kuskus», dijo.
«Ahí lo tienes otra vez», dijo el sheriff, acuclillándose junto a la fogata. «Es el nombre del monstruo…» Revolvió las brasas con una cuchara.
Juanita dejó al bebé en el suelo. Punki se acercó gateando a él y se quedó mirándole, los dos en silencio. La mujer se sentó luego junto al sheriff.
«Te veo preocupado», le dijo.
Joe miró desprevenidamente hacia los lados. Luego se acercó al boquete y miró hacia abajo. Volvió a sentarse junto a Juanita.
«Estamos en problemas… Ahora entiendo todo», dijo el hombre.
«No sé de qué hablas», dijo Juanita, cruzando las piernas.
«¿Has observado todo esto? Las amazonas le rinden culto al monstruo, bailan ante él guiadas por sacerdotisas y te atacaron después de que tu marido robó un bebé. Luego le entregan un canasto y se van. El monstruo viene al nido, aquí, y deposita el canasto… ¿Me entiendes?»
«Sigue», dijo Juanita, mirándole extasiada, como cegada por el sol.
«En el canasto había un bebé, que, evidentemente, le entregaron las amazonas… Parece obvio», farfulló Joe. Tomó la cantimplora y se la alcanzó a Juanita. Ésta se echó un trago.
Joe encendió un cigarrillo y echó el humo hacia arriba, por un lado de la boca.
«El bebé que le entregaron es una ofrenda… Está clarísimo… ¿Qué crees tú que hace la bestia con los niños que recibe y trae aquí al nido?»
Juanita miró, inquieta, a los niños, que se entretenían inconscientes, correteándose.
«No se me ocurre», dijo ella, sonriendo.
«Debe tragárselos enteros, si no, el nido estaría lleno de huesos… No imagino al monstruo haciendo de niñera, eternamente… Por la misma razón nos salvó del pantano y nos trajo aquí…, ¡para comernos!»
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Juanita.
«A ustedes les atacaron porque tu marido raptó a uno de los bebés criados para el sacrificio… ¡Punki!»
«¿Punki?»
«Por esa razón sabe lo que significa el nombre del monstruo… No sabe lo que le espera, pero el nombre le suena familiar… Punki cree que Kuskus es un dios, lo mismo que las amazonas», concluyó el sheriff.
Juanita bajó la cabeza y revolvió las cenizas.
«¿Crees tú que Kuskus nos va a comer? Ya podría haberlo hecho», dijo Juanita.
«Es verdad, y también nos ha traído comida… Pero seguramente quiere engordarnos», dijo Joe.
«¿Como en Hansel y Gretel?», comentó ella.
«¿Quién?», preguntó el sheriff.
«Nada», dijo Juanita, levantándose. Se acercó al boquete y asomó su cabeza por él. Su vestido se levantó involuntariamente, exhibiendo sus nalgas. Sus piernas largas se hacían más finas al empinarse sobre la apertura, como si llevara zapatos con tacón de aguja.
Joe sonrió. Y volvió a remover las brasas.
Entonces Punki comenzó a llorar. Juanita se acercó a él, se sentó y descubrió una teta para darle de mamar. Luego agarró al otro chico, lo acercó a su pecho y le dio la otra teta. Comenzó a tararear dulcemente una canción de cuna.
«Tenemos que escapar de aquí», dijo Joe.
Juanita continuó cantando.
Joe se levantó y se empinó sobre el borde del nido.
«La noche caerá pronto… Podríamos comer algo», dijo Joe.
«Mira a ver que trajo Kuskus», dijo ella.
El sheriff se acercó al canasto. Frunció el ceño.
«¿Qué pasa?», preguntó Juanita.
«No puedo creer todo lo que hay», dijo Joe. «Pastas, latas de calamares en su tinta, una botella de aceite de oliva, pañales, dos johnnywalker rojos, melocotones, ostiones, cigalas, una sandía, un chablis, dos cartones de Winston y dos papelinas», dijo.
Juanita levantó su nariz respingada. Puso a los bebés sobre la suave superficie del nido – que, entonces, comenzaron a corretearse -, se sacó el vestido y se sentó junto a Joe.
«Los nenes me llenaron de babas», dijo Juanita.
Joe observó los aún estimulados pezones de la mujer, humedecidos, brillantes y erectos. Tenía los senos puntiagudos y pungentes. Juanita se abrazó las piernas con los brazos.
«¿Papelinas?», preguntó Juanita.
Joe tomó un plato y vació el contenido de la papelina en él. Luego, con un cuchillo, comenzó a hacer dos líneas. Sacó una pajilla metálica de su bolsillo y se metió un saque. Luego le pasó el plato a Juanita.
«Voy a probar el chablis», dijo Joe, alcanzando la botella y llenando un vaso.
Al estirarse, Juanita admiró los fuertes brazos y piernas, y la tensa curvatura de sus hombros.
«Yo probaré los ostiones», dijo Juanita, acercándose al canasto y rozando con su cabellera la cabeza de Joe. Sacó la bandeja de ostiones y se retiró junto a la fogata.
El sheriff la miró, divertido. Juanita se había sentado junto al fuego con las piernas abiertas y dejaba ver su depilada conchita. Lucía su vello púbico, que había recortado en forma de una pequeña estrella.
Joe se echó a la garganta un trago de chablis y le pasó el vaso a Juanita.
«Mañana desayunaremos con sandía y johnnywalker», dijo ella, moviendo las rodillas. «¿No tienes calor? No sé cómo soportas esas ropas», dijo.
Joe no lo había pensado. Pero era verdad. El pesado aire de la selva hacía que incluso moverse fuese dificultoso y la ropa se le había pegado a la piel.
«Si no te incomoda», dijo Joe. «Pero tienes razón… Hace un calor infernal».
Se desnudó completamente y volvió a arrimarse a la fogata, frente a ella. A lo lejos se escuchaban tenues ritmos de mambo. Se estiró para alcanzar los cigarrillos en el canasto.
Juanita lo miró. Admiró sus tensos glúteos y advirtió que el sheriff tenía una erección.
Joe volvió a acomodarse, sentándose y cruzando las piernas.
Miró a Juanita. Ella le miraba los genitales. El pene se hacía cada vez más duro y venoso, y, entre las sombras que proyectaban las llamas de la fogata, brillaba contra el cuerpo.
Joe tomó la botella y la puso entre sus piernas. Agarró una rama y se inclinó a remover el fuego. Su pene tocó involuntariamente la boca de la botella.
«Perdón», dijo Joe, alejando la botella de sí.
«No importa», dijo Juanita.
Cogió la botella de chablis y bebió directamente de ella, mirándole a los ojos.
«Voy a poner a dormir a los chiquitines», dijo Juanita, acercándose a los bebés. Estos dormitaban tendidos sobre el nido y ella se acurrucó junto a ellos.
Joe se metió otro saque.
Estaba excitado y Juanita parecía provocarle constantemente.
«Juanita», dijo.
Pero ella ya dormía profundamente.

7
A la salida del sol, Joe se acercó a Juanita y la despertó sacudiéndola suavemente.
«¿Qué pasa?», preguntó ella, sobresaltada.
«Sé cómo salir de aquí», dijo él, echando el humo del cigarrillo por un lado de la boca.
Juanita se sentó.
«Dame un cigarrillo», dijo.
«Podemos meternos en el canasto… Cuando el monstruo lo retire creyéndolo vacío, iremos nosotros dentro, cubriéndonos con hojas», explicó Joe.
Juanita lo miró sorprendida, frunció el ceño y, acto seguido, se pudo a reír a carcajadas.
«Me temo que subestimas a Kuskus», dijo ella. «¿Crees que no se dará cuenta de que no estamos en el nido?»
Joe, que había vuelto a vestirse, se alejó y oteó por sobre el borde del nido.
«Pronto se hará de día y el monstruo volverá… Quizá sea nuestro último día en esta tierra», dijo el sheriff.
«O acostumbrarnos a vivir aquí», dijo Juanita.
Joe refunfuñó. Puso la cafetera sobre el fuego.
«Todavía podemos hacer una fiesta», dijo ella, sonriendo y arrojando la colilla. Se acercó entonces al fuego, se vistió y se sentó.
Joe levantó la nariz, mirando hacia los lados.
«¿No hueles nada?», preguntó.
Juanita se levantó y se asomó por sobre el borde del nido, sin responder. Su vestido se le ciñó entre las nalgas. Joe se acercó a ella y se pusieron juntos a escudriñar el horizonte, llevándose las manos a la frente. Se veía a lo lejos una espesa neblina que cubría la canopia tropical. Algunos pajarillos de la floresta comenzaban sus cotidianos trinos. Se escuchó el estridente llamado de un tucán.
De pronto oyeron el llanto de los bebés y a Punki tirándoles de las piernas. Se volvieron alarmados. El nido ardía. Grandes llamas rojas y amarillas habían surgido por todas partes en la plataforma aérea. Acabarían con el refugio en poco tiempo.
Juanita se echó sobre los bebés y los recogió en sus brazos, sollozando y mirando desesperada.
Joe intentó apagar las llamas con su camisa, pero el fuego era más rápido. Tomó el canasto y arrojó su contenido sobre el piso.
«¡Pañales!», gritó Juanita. «¡Nos hemos salvado!»
Joe la miró, sin comprender.
«¡Rápido!», dijo Juanita, dejando a los niños en el suelo. «Tenemos que unir los pañales», explicó, y comenzó a pegar unos a otros con las cintas adhesivas. Joe comenzó a imitarla, pero sin saber por qué.
«Haremos un paracaídas y nos lanzáramos con él», dijo Juanita. «Yo lo hacía de niña en mi casa, lanzándome desde el tejado».
Las llamas echaban una humareda pavorosa y se hacía difícil respirar. Los niños lloraban, refugiados en una esquina del nido. De pronto, a lo lejos, se escucharon los temibles pasos del monstruo. Temblaba toda la tierra y los rayos y truenos que solían acompañar su paso parecían cada vez más cerca.
«Para colmo de males, se acerca el monstruo», dijo Joe.
«Kuskus nos salvaría», dijo ella. «Pero va a llegar demasiado tarde», agregó, atando frenéticamente los pañales. Joe miraba inquieto. Al poco rato, Juanita extendió la forma que había construido con los pañales.
«Si tomamos las puntas, podemos arrojarnos al aire… Hará las veces de paracaídas y podremos dejarnos caer sin gran peligro», explicó Juanita.
Se agarraron a las puntas y, llevando cada uno un bebé en los brazos, se encaramaron sobre el borde del nido. Los árboles abajo se veían diminutos. Se miraron un segundo.
«Buena suerte», dijo él.
No había tiempo que perder. Las llamas habían invadido todo y un humo negro y espeso amenazaba envolverles en su mortal garra. Los rayos ya comenzaban a golpear contra la corteza de la ceiba, produciendo chasquidos terribles e iluminando fantasmagóricamente el paisaje. En el horizonte se distinguía ya la gigantesca figura del dios de las amazonas.
Se miraron otra vez y, abrazándose fuertemente, se lanzaron al vacío.

8
Cayeron suavemente en el piso vegetal de la selva. El cielo ensombrecido arrojaba furibundos rayos que lo partían en dos. A lo lejos se escuchaba el amenazante mambo de las amazonas.
«No hay tiempo que perder», dijo Joe. Se miraron a los ojos y, cada uno con un bebé, se echaron a correr por entre lianas y helechos, árboles milenarios y termiteros imponentes.
Juanita corría detrás de él.
El ser y las amazonas habían observado su huida del nido y trataban de darles alcance. La tierra temblaba, los rayos se incrustaban estridentes en las viejas cortezas y el mambo guerrero de las amazonas se hacía cada vez más cercano.
De pronto, Juanita desapareció de la tierra. Joe frenó su carrera y se acercó a mirar. Ella y el bebé habían caído en un hoyo, y un cocodrilo gigantesco y verde asomaba sus dientes acercándose a ellos con la evidente intención de devorarlos.
Juanita agarró fuertemente al bebé y se refugió en una esquina de la trampa.
Joe tomó su cantimplora y se echó un trago de whisky. Luego, con un cuchillo en la mano, se dejó caer sobre el animal, clavándoselo en la nuca con una fuerza tal que le abrió la cabeza en dos.
Se acercó a Juanita y la abrazó virilmente, mientras ella, aferrada al bebé, sollozaba incontinente y desconsolada.
Sin decir palabra, Joe pegó un brinco sobre el cocodrilo y el rebote lo instaló nuevamente arriba, al borde de la trampa mortal. Se agachó y le estiró la mano a la mujer. Ella se aferró fuertemente a él. Joe la jaló y la puso a su lado.
Se miraron a los ojos y él volvió a abrazarla virilmente. Otearon el horizonte llevándose las manos a la frente. El típico llamado de los grillos invadía la floresta.
Se echaron a correr. De pronto divisaron un claro en el bosque y, en él, una pequeña cabaña. Se aproximaron y Joe, con una fuerte patada, echó abajo la puerta.
Se plantó en la entrada, mirando a todos lados. No había nadie. Estaba abandonada, sus ocupantes huidos o, quizá, asesinados por alguna tribu de cazadores.
Joe se volvió hacia Juanita.
«No hay nadie», dijo. «Podemos refugiarnos aquí».
La cabaña era un solo cuarto, con la cocina a un lado y una enorme cama cubierta con un cubrecama de seda roja. Los espacios se encontraban separados por una chimenea y una bañera de zinc.
«¡Una bañera!», dijo Juanita. Puso a los bebés, que, como de hábito, dormían plácidamente ajenos a los peligros que les acechaban, en la cama, y, entornando los ojos, dijo:
«Hace años que no veo una bañera. ¿Habrá agua caliente?»
Joe no le prestó atención. Se ocupaba en limpiar las armas para enfrentarse al inminente ataque de las amazonas.
«¡Y hay!», gritó Juanita.
Joe se volvió.
«Hay un botón aquí, al lado de la bañera. ¡Te da agua caliente!» Sin decir más, se despojó de su vestido y se metió en la bañera. Cuando Joe la miró, estaba sonriente y se pasaba la esponja por el empeine del pie que levantaba por sobre la bañera. La espuma de las sales de baño le cubría y descubría juguetonamente sus pezones turgentes.
Joe se sentó a la mesa de la cocina y empinó un trago de whisky. Las fantasmagóricas sombras que arrojaban las llamas de la chimenea le daban a la escena un aire romántico y tétrico a la vez. Se hundió en sus pensamientos. La suave voz de Doris Day lo sacó de su ensimismamiento.
«¿Doris Day?», preguntó. Juanita había salido de la bañera y se encontraba sentada junto al borde la cama, completamente desnuda, examinando viejos discos.
«Encontré una victrola y un montón de discos. Y la victrola todavía funciona… ¿Te gusta Doris Day?»
«La verdad», dijo él, echando el humo del cigarrillo por una comisura, «prefiero el mambo».
«También hay discos de mambo aquí», contó ella. «Elige el que quieras».
Joe se acercó y comenzó a husmear los discos. Terminó poniendo mambos de Pérez Prado.
Juanita comenzó a bailar. Movía los hombros frenética pero suavemente, echando los senos hacia adelante y moviendo sensualmente las caderas. Parecía cubrirse la entrepierna con una mano, pero luego alzaba las manos al cielo y, abriendo un poco las piernas, ofrecía vistazos fugaces de su intimidad. Luego se volvía y, poniéndose de espaldas, mostraba su trasero, moviéndose cadenciosamente y tocándose las caderas.
«Me encanta el mambo», dijo ella.
«Ya lo sé», replicó Joe, parco. «¿Dónde aprendiste a bailarlo?», le dijo, echando el humo por una comisura.
«En Porcas City», respondió ella.
Joe removió los maderos de la fogata de la chimenea.
«No sé nada de ti», dijo él.
«No vale la pena que sepas nada», dijo ella, dejando de bailar y sentándose frente a él, junto a la chimenea. «A mis padres los mataron unos mineros, que luego me vendieron al saloon… Ahí conocí a Henry».
«Ya me contarás», dijo él. «Ahora tenemos que prepararnos para defendernos», agregó. «El mambo de las amazonas se oye cada vez más cerca».
«No tenemos nada que hacer», dijo ella.

9
El calor del fuego en la chimenea terminó por amodorrar a Juanita, que se levantó para encaramarse al enorme lecho cubierto de seda roja. Los bebés dormían plácidamente, acurrucados junto a Joe.
Se escuchaba el sempiterno canto de los grillos y uno que otro estentóreo croar de ranas. Una suave brisa golpeaba el follaje y hacía girar cadenciosamente las hojas de la puerta. La victrola continuaba girando, llenando el ambiente con el sugerente pero calmo ritmo del mambo.
Joe se volvió hacia Juanita, que se tendía en la cama. Juanita se había arremangado el vestido en torno a su cintura, formando una desordenada y reveladora minifalda. Se incorporó levemente del lecho, apoyada en sus piernas abiertas. Joe miró sus piernas finas y bien formadas y su pubis aplastado contra la seda.
«Lo único que podemos hacer, es esperar», dijo ella, con un susurro sensual y volviendo a reclinarse en la cama, dejando ahora su vagina abiertamente al descubierto. Joe observó la pequeña estrella de pelo púbico que anunciaba sus genitales.
«No es algo que me guste hacer», dijo Joe, echándose un trago de whisky de su cantimplora. «Pero creo que tienes razón», agregó, arrojando una bocanada de humo por la comisura de los labios.
«¿Has tratado de bailar mambo acostado?», preguntó Juanita.
Joe levantó una ceja.
Juanita comenzó a moverse en el lecho, levantando nuevamente las piernas y moviendo las caderas con dulzura. Luego se impuso un ritmo cada vez más rápido, rozándose al mismo tiempo la vagina con la mano. Se incorporó un poco, moviendo las tetas y mirando intensamente a Joe. Entonces se puso boca abajo en la cama y, levantando el trasero, comenzó a mover las caderas con un ritmo circular y vertical a la vez, permitiendo a Joe fugaces vistas de su concha.
«Es raro que todavía no ataquen», dijo Joe.
En ese momento, un seco ruido echó abajo la puerta.
Antes de que pudiese levantarse, Joe se vio rodeado e inmovilizado por más de diez amazonas. Otro grupo de ellas recogió a los bebés, llevándoselos rápidamente fuera de la cabaña. Juanita intentó cubrirse, pero las amazonas la despojaron de su falda y la volvieron a arrojar sobre la cama.
«Tú ser ladrona de Punki», dijo la que parecía ser la jefa. Se distinguía de las demás por llevar una pequeña diadema de diamantes en su cabeza. Era su único atuendo.
«¡Y tú mataste a mi Henry!», gritó Juanita, sollozando.
«Henry ladrón de hijos de Kuskus», explicó la amazona.
«¡Hijos de Kuskus!», exclamó Juanita. «¿Me quieres hacer creer eso?»
«Todo varón ser hijo de Kuskus», explicó la amazona. «Sólo hembras ser hijas de guapas amazonas», prosiguió.
«¡Yo tenía razón!», gritó Joe, tratando de liberarse de las manos que lo tenían inmovilizado. «¡Entregan sus hijos al monstruo para que este se los coma!»
Las amazonas estallaron en carcajadas.
«Kuskus no comer. Él gustar mucho de bebés. Alimentar y dar a mineros», prosiguió la jefa.
«¿Se los entrega a los mineros?», preguntó Joe, incrédulo.
«Sí, dar a mineros para trabajar minas de oro y diamantes», dijo la amazona.
«¡Ladronas de niños! ¡Esclavistas!», gritó Juanita.
«Ustedes violar ley. Ahora, castigar», dijo la mujer de la diadema. «¡Llevarlos fuera!»
Las mujeres ataron fuertemente a Joe y a Juanita con lianas y los arrastraron fuera de la cabaña. Así maniatados les hicieron caminar hasta llegar a un claro de la floresta. Aún no amanecía, pero ya se escuchaban los estridentes llamados de los guacamayos. Al llegar al lugar los ataron desnudos a los troncos de dos árboles que se encontraban frente a frente. Las amazonas formaron un círculo entre ellos y dos de ellas, luciendo hermosas diademas de diamantes entre sus cabellos, se instalaron en dos sillones que las guerreras habían transportado hacia el lugar. Unas sombras fantasmagóricas parecían emerger de la tierra, otorgando a la escena un aire estremecedor.
«¡Nos van a matar!», gritó Joe.
Una de las jefas levantó las manos y dio palmas.
«Comenzar de una vez», dijo.
Las amazonas, ya ordenadas en círculo, comenzaron a cantar y a bailar lentamente el mambo, moviéndose sensualmente y deteniéndose cada una un momento frente a la pareja maniatada. Joe miraba desorbitado. Una amazona se acercó a él y le rozó la cara con sus suaves tetas. A Juanita, atada al tronco frente a él y a las jefas, una amazona le tocaba el vientre con su trasero, exponiendo sus bien formadas caderas. Comenzó así lo que parecía ser un interminable rito erótico. Cada amazona que pasaba frente a ellos les hacía sentir un tormento diferente. Se acercaba una a Joe y le tocaba el pene con la punta de la lengua, se acercaba otra a Juanita para besarle furtivamente los pezones; una besaba levemente a Joe en los labios, otra le tocaba a Juanita suave pero rápidamente el clítoris; una acariciaba los testículos del primero, otra rozaba con su boca los blandos labios vaginales de la segunda; una le agarraba con la mano el pene y lo hacía rozar brevemente su vagina, otra acercaba su concha a los labios de Juanita. El ingenio de las amazonas parecía no tener límite.
Pronto, a la evidente y dura erección de Joe, se unieron los gemidos de placer de Juanita.
A un chasquido de las jefas, las amazonas dejaron de bailar. Retiraron las ataduras de los prisioneros y volvieron a atarlos a los troncos, esta vez con las piernas abiertas, dándoles un corto trago de la cantimplora que Joe había llenado con whisky en Porcas City.
Entrando un nuevo mambo, las amazonas comenzaron a deslizarse rápidamente de un prisionero a otro, cada una dando un beso o un lengüetazo ya al miembro de Joe, ya a la almejita de Juanita. No bien una guerrera se alejaba de Joe para acercarse bailando a Juanita, que otra se acercaba para besarlo o lamerle otra vez. Juanita se retorcía de placer. Luego, en lugar de rozarlos o rozarles, las amazonas se dieron, también cada una y fugazmente, a acariciarles sus genitales con las manos. Cada amazona repetía lo que había hecho la anterior, cada vez más rápido. Un nuevo chasquido de las jefas inició una nueva fase del rito.
Tres amazonas se abalanzaron sobre Juanita y comenzaron a besarle lentamente el cuerpo, desde su excitado rostro hasta sus piernas. Luego se inclinaron y empezaron a lamerle suavemente la concha: una le lamía el clítoris, las otras dos, turnándose, introducían sus lenguas en su vagina, mordiéndole blandamente los labios.
Joe se vio atacado por otras tres amazonas. Tenía una erección dura y fuerte; las venas del pene parecían brillar a la luz de la luna y, de vez en cuando, unas feroces sacudidas hacían que su miembro se estirase en el aire. Una de las amazonas se había introducido la punta del pene en su boca, mientras las otras dos rozaban con sus labios sus erizados testículos. Pronto había más de seis amazonas arremolinadas en torno a Joe, riéndose coquetas y peleando por introducirse su pene, aunque sólo por instantes, en la boca.
Parecida suerte corría Juanita, atada al árbol de enfrente. Entre gemidos, miraba a Joe y admiraba su potente erección, mientras más de diez amazonas acariciaban su cuerpo y luchaban por lamerle los genitales.
De pronto, a un nuevo chasquido de las jefas, las amazonas liberaron a los prisioneros. Ataron a Juanita boca arriba a cuatro estacas que habían clavado en la muelle tierra de la floresta, y, sujetando a Joe de brazos y piernas, lo obligaron a introducir una y otra vez su pene en la concha de Juanita. Aunque no le dejaban estar en ella más que décimas de segundo, Joe estaba a punto de explotar.
«Al fin», le susurró Juanita al oído. «Me tenías loca de caliente».
Joe no pudo responder. Las amazonas lo separaron bruscamente y lo ataron boca arriba a otras estacas. Mientras Juanita se debatía ahora entre las amazonas que comenzaban a pasar sobre ella para que les lamiera fugazmente sus conchas, a Joe le sometían a un nuevo tormento, que consistía en que cada amazona se sentaba brevemente sobre él, haciéndole introducir su pene en sus vaginas. Joe perdió la cuenta de cuántas mujeres se sentaron sobre él, pero, a vista de pájaro, no había menos de sesenta de ellas en el claro.
Las dos jefas, entretanto, se despatarraban en los sillones y mientras cuatro guerreras las abanicaban con enormes hojas de banano, se tocaban suavemente los genitales. De vez en cuando algunas amazonas se escapaban del círculo para acercarse a ella y besarle los labios vaginales.
Repentinamente, el terrible y reconocido ruido de quebradera de hojas y ramas y un oscilante temblor de tierra indicó la cercanía de Kuskus. El sol anunciaba también su próxima salida, enrojeciendo la neblina matinal. Las amazonas se inmovilizaron. La enorme sombra del monstruo gigante cubrió el claro, ensombreciendo nuevamente el fantasmagórico escenario.
Kuskus asomó su temible cabeza por entre la canopia de la floresta y sonrió bobamente. Acto seguido se sentó, apoyándose en los árboles, al parecer dispuesto a presenciar el extraño espectáculo de las salvajes y degeneradas mujeres.
Emitiendo un aullido de alegría, las amazonas prosiguieron nuevamente su rito. Liberaron a los prisioneros y cuando estos intentaron huir, se echaron sobre ellos, entregándose a los más lúbricos juegos amorosos. Obligaron a Juanita a chupar el miembro, mientras otras amazonas le lamían la concha y besaban sus turgentes pezones y, otras aun, se agarraban a las piernas de Joe, impidiéndole caminar y lamiéndole los testículos.
El ruido de un bimotor interrumpió la ceremonia, pasando a vuelo raso sobre los participantes del truculento rito. Aunque iba cubierto por una gorra de cuero, Juanita reconoció a Henry.
«¡Henry! ¡Henry!», gritó. «¡Pensé que habías muerto!»
«Fue sólo una herida. Perdí el conocimiento y… ¡pero aquí estoy para salvarte!», gritó Henry, elevando otra vez la máquina. Kuskus intentó en ese momento levantarse, pero Henry empujó la máquina hacia él, arrojándole unas poderosas descargas de dinamita. Kuskus intentaba proteger su rostro llevándose las garras a la cara, pero la primera descarga de Henry lo había herido mortalmente: los cartuchos de dinamita se habían introducido por su hocico y habían estallado en su interior. Se incorporó chorreando sangre, trastabilló y volvió a caer sobre la canopia tropical para no levantarse más.
Las amazonas, al ver este tenebroso espectáculo, echaron a correr despavoridas.
Henry, cuyo bimotor había sido arañado por el monstruo, saltó en paracaídas de la máquina y se apresuró a desatar a los prisioneros.
«Gracias por cuidar de mi mujer», le dijo a Joe.
Joe levantó una ceja.
«Ella sabe cuidarse a sí misma», dijo, encendiendo un cigarrillo y sorbiendo de su cantimplora de whisky.
«¿Y los bebés?», preguntó Juanita.
«Ya los recuperaremos», respondió Henry. «Ahora las amazonas no tienen protector y volverán a Porcas City, a trabajar en lo de siempre. Mientras me recuperaba en Porcas City, me enteré de que las amazonas robaban bebés para entregarlos a Kuskus a cambio de las mercaderías que este secuestraba en las ciudades de mineros: niños, vale decir, trabajadores, a cambio de alimentos, bebidas, drogas y discos de mambo».
«¿Hacen trabajar a los niños?», preguntó Juanita.
«Se trata de minas subterráneas, estrechos socavones en los que los hombres apenas si pueden entrar. Es más fácil explotar las minas con niños, que pueden entrar fácilmente a las profundidades de la tierra», explicó Henry.
«¡Que mujeres tan malvadas!», dijo Juanita, sin poder reprimirse.
«Las amazonas eran antiguas putas de Porcas City y otras ciudades, que abandonaron tras una disputa con los mineros. Les dejaron solos y se internaron en la selva, para vivir lejos de los malvados y lascivos hombres. Querían fundar una ciudad de mujeres. Nadie les dijo nada ni les persiguió, porque con la ayuda de Kuskus suministraban trabajadores esclavos a los mineros… Les convenía a todos», explicó Henry.
«¿Qué pasará con ellas ahora?», preguntó Juanita.
«Bueno, estarán un tiempo en prisión y luego supongo que volverán a la civilización», dijo Henry.
«Ahora volveremos a casa y nos ocuparemos de dar una educación cristiana a todos esos niños que han quedado huérfanos», dijo Juanita.
«Tienes un corazón de oro», dijo Henry. «¿Y tú, qué harás?», preguntó, volviéndose hacia Joe.
«Por lo pronto, vestirme», dijo Joe. «Me iré a Porcas City a terminar mi iniciación», agregó, echando humo por la comisura de los labios.
«¿Tu iniciación?», preguntó Juanita.
«Sí», dijo Joe. «Tengo que terminar de aprender a bailar el mambo».
Un sol radiante emergía sobre la canopia tropical y los estridentes cantos de las ranas fueron remplazados por los igualmente estertóreos trinos de los guacamayos y aras que sobrevolaban la escena.
lísperguer

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