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[Estados Unidos] [Una gran parte de la población es obesa. Un veinticinco por ciento son obesos clínicos. La obesidad, hipertensión y diaberes no se deben solamente a la falta de voluntad del consumidor. Lo que descubrió Moss fue que hacer que la gente se enganche a alimentos baratos (grasos, salados, azucarados) es una estrategia consciente de los fabricantes de alimentos, que se prepara en laboratorios y reuniones de publicidad y en pasillos de supermercados. Esta es la primera entrega de una serie de reportajes sobre la industria de la alimentación y salud pública en Estados Unidos.]

[Michael Moss] La noche del 8 de abril de 1999, una larga fila de limusinas y taxis pararon frente a la sede en Minneapolis de Pillsbury para dejar a los once hombres que controlan a las más grandes compañías de alimentos del país. Ahí estaban Nestlé, y Kraft y Nabisco, General Mills y Procter & Gamble, Coca-Cola y Mars. Rivales en cualquier otro día, los directores generales y presidentes de compañía habían llegado para una reunión privada y poco habitual. En el programa había un solo punto: la emergente epidemia de obesidad y cómo abordarla. Aunque el ambiente era cordial, los hombres reunidos no eran amigos. Su estatura se definía por su destreza para luchar unos contra otros por lo que llamaban “la cuota estomacal”: la cantidad de espacio digestivo que una marca puede arrebatar a sus competidores.
James Behnke, ejecutivo de Pillsbury de 55 años, saludaba a los hombres que iban llegando. Estaba ansioso, pero también esperanzado de que se aceptara su plan, que compartía con ejecutivos de otras compañías, para implicar a los directores generales en el creciente problema de la obesidad en Estados Unidos. “Estábamos muy preocupados, y correctamente, de que la obesidad se había convertido en un problema importante”, recordó Behnke. “La gente empezó a hablar sobre impuestos al azúcar, y había mucha presión de las compañías”. Lograr que los jefes de compañías se reunieran en un mismo espacio para hablar sobre algo, para qué decir sobre un tema sensible como este, era un asunto delicado, así que Behnke y los otros organizadores habían programado cuidadosamente la reunión, puliendo el mensaje y reduciéndolo a sus elementos más esenciales. “Los ejecutivos de la industria alimentaria normalmente no son tipos técnicos, y se sienten incómodos en reuniones donde los técnicos hablan en términos técnicos sobre asuntos técnicos”, dijo Behnke. “No quieren pasar vergüenza. No quieren comprometerse. Quieren mantener la distancia y su autonomía”.
Químoco de profesión con un diploma doctoral en ciencias de la alimentación, Behnke se convirtió en el jefe técnico de Pillsbury en 1979 y fue indispensable para la creación de una larga línea de exitosos productos, incluyendo las palomitas para microondas. Admiraba profundamente a Pillsbury, pero en los últimos años había empezado a preocuparse por imágenes de niños obesos diabéticos y los primeros síntomas de hipertensión y cardiopatía. En los meses previos a la reunión de directores generales, estuvo conversando con un grupo de expertos en ciencias de la alimentación que estaban haciendo un retrato cada vez más sombrío de la capacidad de los consumidores para manejar las formulaciones de la industria –desde los frágiles controles del cuerpo a la sobrealimentación hasta el poder oculto de algunos alimentos procesados que hacen que la gente se sienta todavía más hambrienta. Era hora, pensaron él y algunos de los otros, de advertir a los directores generales que sus compañías habían ido demasiado lejos en la creación y comercialización de productos que estaban representando los mayores peligros para la salud.
La discusión ocurrió en el auditorio de Pillsbury. El primer orador fue un vicepresidente de Kraft llamado Michael Mudd. “Aprecio mucho esta oportunidad de hablar con ustedes sobre la obesidad infantil y el creciente reto que representa para todos nosotros”, empezó Mudd. “Déjenme decirles desde el principio que este no es un asunto fácil. No hay respuestas fáciles a lo que debe hacer la comunidad de la salud pública debe hacer para controlar este problema o lo que debería hacer la industria que otros quieren responsabilizar de lo que ha ocurrido. Pero esto sí está claro: para aquellos de nosotros que hemos estudiado seriamente este tema, sean profesionales de la salud pública o especialistas en sus propias compañías, estamos seguros de que lo que no debemos hacer es no hacer nada”.
Mientras hablaba, Mudd avanzaba por una baraja de diapositivas -114 en total- proyectadas sobre una enorme pantalla detrás de él. Las cifras eran impactantes. Más de la mitad de los estadounidenses adultos sufren de sobrepeso, y casi un cuarto de la población adulta –cuarenta millones de personas- son clínicamente obesos. Entre los niños, desde 1980 las tasas se habían más que duplicado y el número de chicos considerados obesos sobrepasaba los doce millones. (Estábamos todavía en 1999; las tasas de obesidad del país subirían mucho más). Los fabricantes de alimentos estaban siendo responsabilizados del problema por todos los lados –la academia, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, la Asociación Americana del Corazón y la Sociedad Americana del Cáncer. El secretario de Agricultura, dominado por la industria durante largo tiempo, calificó la obesidad hace poco como una “epidemia nacional”.
Entonces Mudd hizo algo impensable. Trazó una conexión con la última cosa en el mundo que los directores generales no quieren ver asociados sus productos: los cigarrillos. Primero vino una cita de una profesora de psicología y salud pública de la Universidad de Yale, Kelly Brownell, que fue una proponente particularmente ruidosa del punto de vista de que la industria de los alimentos procesados debería ser vista como una amenaza para la salud pública: “Como cultura, nos han inquietado que las tabacaleras hicieran publicidad para nuestros hijos, pero no hacemos nada con los fabricantes de alimentos que hacen exactamente lo mismo. Y podríamos decir que el precio de las dietas deficientes que paga la salud pública rivaliza con el del tabaco”.
“Si alguien en la industria de la alimentación dudó alguna vez de que hubiera una situación resbaladiza”, dijo Mudd, “imagino que ahora estamos empezando a vivir una sensación diferente de deslizamiento”.
Mudd presentó luego el plan que él y los otros habían ideado para abordar el problema de la obesidad. Sabía que ya solo lograr que los ejecutivos reconocieran parte de la culpa era un importante primer paso, así que su plan empezaría con una decisión poco llamativa, pero crucial: la industria debería recurrir al conocimiento de los científicos –suyos y otros- para entender mejor qué llevaba a los estadounidenses a comer de más. Una vez que se lograra eso, el esfuerzo podría desplegarse en varios frentes. Ciertamente, no se podría eludir el papel que han jugado en el sobreconsumo los alimentos envasados y las bebidas. Tendrían que reducir el uso de la sal, el azúcar y las grasas, quizá imponiendo límites a toda la industria. Pero no se trataba solamente de estos tres ingredientes; las estrategisas usadas para publicitar y comercializar sus productos también eran críticas. Mudd propuso crear un “código para orientar sobre los aspectos nutricionales de la comercialización de alimentos, especialmente para los niños”.
“Estamos diciendo que la industria debería hacer un esfuerzo sincero de ser parte de la solución”, concluyó Mudd. “Y si lo hacemos, podemos ayudar a apaciguar las críticas que se nos están haciendo”.
Lo que ocurrió después no fue apuntado. Pero de acuerdo a tres participantes, cuando Mudd dejó de hablar, el director general cuya última hazaña en el sector de los supermercados había asombrado al resto de la industria, se levantó para hablar. Su nombre era Stephen Sanger, y era también la persona –como presidente de General Mills- que más tenía que perder cuando se tratara de hacer frente a la obesidad. Bajo su liderazgo, General Mills se había hecho no solamente con el pasillo de los cereales, sino con otras secciones de los supermercados. La marca Yoplait de la compañía había transformado el yogur de desayuno tradicionalmente sin azúcar en un verdadero postre. Ahora tenía dos veces más azúcar por ración que el merengue de cereales de Lucky Charms, de General Mills. Y sin embargo, debido a la bien cuidada imagen del yogur como un tentempié saludable, las ventas de Yoplait aumentaron fuertemente, con beneficios anuales de cerca de quinientos millones de dólares. Envalentonada por el éxito, el ala de desarrollo de la compañía llevó las cosas aun más lejos, creando una variación de Yoplait que venía en un tubo estrujable -perfecto para los niños. Lo llamaron Go-Gurt y se lanzó a nivel nacional en las semanas previas a la reunión de directores generales. (Hacia fines de año, completaría cien millones de dólares en ventas.)
De acuerdo a las fuentes con las que hablé, Sanger empezó recordando al grupo que los consumidores eran “caprichosos”. (Sanger rechazó la idea de ser entrevistado). A veces se preocupaban por el azúcar, otras veces por la grasa. General Mills, dijo, actuaba con responsabilidad tanto para con el público como para con los accionistas ofreciendo productos para satisfacer a las personas que están a dieta y otros consumidores preocupados, que demandan productos bajos en azúcar a granos enteros agregados. Pero la mayor parte de las veces, dijo, la gente compraba lo que quería, y les gustaba lo que sabía bien. “No me hablen de nutrición”, se dice que dijo, imitando la voz de un consumidor típico. “Háblenme sobre sabor, y si esta cosa sabe mejor, no perdamos tiempo tratando de vender cosas que no saben bien”.
Reaccionar ante los críticos, dijo Sanger, pondría en peligro la santidad de las recetas que habían hecho tan exitosos sus productos. General Mills no retrocedería. Empujaría a su gente a seguir adelante, e instó a sus colegas a hacer lo mismo. La respuesta de Sanger puso fin a la reunión.
“¿Qué puedo decir?”, me dijo James Behnke años después. “No funcionó. Estos tipos no eran tan receptivos como pensábamos”. Behnke escogió cuidadosamente sus palabras. Quería ser justo. “Sanger estaba tratando de decir: ‘Miren, no vamos a hacer el gilipollas con las joyas de la compañía y cambiar las fórmulas simplemente porque unos tipos de batas blancas están preocupados por la obesidad”.
La reunión fue extraordinaria, primero, por la admisión de culpabilidad. Pero también me impresionó lo clarividentes que habían sido sus organizadores. Hoy, uno de cada tres adultos es considerado clínicamente obeso, junto con uno de cada cinco niños, y veinticuatro millones de estadounidenses sufren diabetes tipo 2, causada a menudo por dietas pobres, y otros 79 millones de personas tienen prediabetes. Incluso la gota, una dolorosa forma de artritis conocida antes como “la enfermedad del hombre rico” por su asociación con la glotonería, afecta ahora a ocho millones de estadounidenses.
El público y las compañías de alimentos han sabido durante décadas –al menos desde esta reunión- que los alimentos azucarados, salados y grasos no son buenos para nosotros en las cantidades que los consumimos. Así que ¿por qué están la diabetes y la obesidad y la hipertensión todavía subiendo totalmente fuera de control? No es solo un asunto de falta de voluntad de parte del consumidor y la actitud de dar a la gente lo que quiere de parte de los fabricantes de alimentos. Lo que descubrí, después de cuatro años de investigación y cobertura informativa, fue que hacer que la gente se enganchara a alimentos que son prácticos y baratos era un esfuerzo consciente que se preparaba en laboratorios y en reuniones de publicidad y en los pasillos de supermercados. Hablé con más de trescientas personas que trabajaban o habían trabajado en la industria de los alimentos procesados, desde científicos hasta vendedores y directores generales. Algunos estaban dispuestos a denunciar, mientras otros hablaron reluctantemente cuando se les mostraron algunas de las miles de páginas de memorandos secretos que obtuve desde dentro de las operaciones de la industria de la alimentación. Lo que sigue es una serie de pequeños estudios de caso de un puñado de personajes cuyo trabajo para ellos entonces, y perspectivas ahora, arrojan luz sobre cómo se crean los alimentos y se venden a personas que, aunque no son impotentes, son extremadamente vulnerables a la intensidad de las fórmulas industriales y campañas publicitarias de estas compañías.
[Este artículo, adaptado de ‘Salt Sugar Fat: How the Food Giants Hooked Us’, será publicado este mes por Random House.]
[Michael Moss es un periodista del Times. Ganó el Premio Pulitzer de 20101 por sus reportajes sobre la industria de la carne].
[Editor: Joel Lovell]

21 de marzo de 2013
24 de febrero de 2013
©new york times
cc traducción @lisperguer

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