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[Para muchos, el catolicismo determina su propia identidad moral, el marco dentro del cual todo hace sentido, más allá de las opiniones de la jerarquía. También la jerarquía ha reconocido que el catolicismo es mucho más amplio que la Iglesia. Muchos católicos no logran conciliar la ética del amor de Jesús con algunas doctrinas oficiales de la Iglesia. Asistimos al renacimiento del catolicismo liberal].

[Gary Gutting] Un viejo amigo y mentor mío, Ernan McMullin, era un filósofo de la ciencia ampliamente respetado en su disciplina. También era un sacerdote católico. No sé cuántas veces, en reuniones profesionales, otros filósofos me llevaron aparte y me preguntaron: “¿En serio cree Ernan todas esas cosas?” (Lo hacía). En medio de la cobertura seria y generalmente respetuosa de la renuncia del Papa y la elección de uno nuevo, a menudo detecto un deje de este mismo asombro. ¿Realmente pueden intelectuales honestos y reflexivos creer en esas cosas?
Aquí voy a bosquejar mis razones para responder sí. Lo que ofrezco no es una apologética con el fin de convertir a otros ni mero testimonio personal. Sin reclamar que hablo por otros, trato de articular una posición que espero que muchos otros católicos encuentren correcta y que los no-católicos (incluso aquellos que rechazan toda religión) pueden reconocer como una postura intelectualmente respetable. Semana Santa es el momento tradicional en que los cristianos reafirman su fe. Quiero mostrar que podemos hacer esto sin renunciar a la razón.
Hacia el final de ‘Retrato del artista adolescente’, de James Joyce, el protagonista, Stephen Dedalus, rechaza la fe católica en la que se había criado. Un amigo le sugiere que, entonces, podría convertirse en protestante. Stephen responde: “Te he dicho que he perdido la fe, pero no que haya perdido el respeto a mí mismo”. Dejando de lado el insulto a los protestantes, me gustaría hacer propia esta expresión de Joyce para explicar mi propio y continuo vínculo con la Iglesia Católica.
¿La Ilustración y la Iglesia Católica? Sí, aunque la relación merece una explicación.
Entiendo el respeto de sí mismo como respeto por (tomo el título prestado del gran libro del filósofo Charles Taylor) las “fuentes de la identidad”. Estas son las fuentes que dan vida a los valores que definen la identidad de un individuo. Para mí, existen dos de estas fuentes. Una es la Ilustración, en la que me siento inspirado particularmente por Voltaire, Hume y los fundadores de la república de Estados Unidos. La otra es la Iglesia Católica, en la que fui bautizado cuando era un infante, criado por padres católicos y educado durante ocho años en una escuela básica dirigida por monjas ursulinas y doce años más con los jesuitas. Para mí, negar cualquiera de estas fuentes equivaldría a negar algo que es central en mi identidad moral.
¿La Ilustración y la Iglesia Católica? Sí, puedo explicar el vínculo. Pero déjenme explicar primero mi vínculo con el catolicismo. La educación católica que recibí me dejó con tres profundas convicciones. Primero, es terriblemente importante saber, en la medida en que podamos, la verdad fundamental sobre la vida humana: de dónde vino, cuál (si acaso) es su propósito, cómo debe ser vivida. Segundo, en principio esta verdad puede ser sostenida y defendida por la razón humana. Tercero, la tradición filosófica y teológica católica es un fructífero contexto para ahondar en esa verdad fundamental, pero sólo si se combina con el mejor pensamiento laico disponible. (Los jesuitas con los que estudié eran particularmente fuertes en estos tres terrenos).
Los lectores atentos observarán que estas tres convicciones no incluyen la creencia de que las enseñanzas específicas de la Iglesia Católica entregan las verdades fundamentales sobre la vida humana. Creo que estas enseñanzas son muy útiles para entender la condición humana. Aquí distingo tres dominios: las doctrinas metafísicas sobre la existencia y la naturaleza de Dios, versiones históricas de la Biblia de cómo Dios ha intervenido en la historia humana para revelar su verdad y la ética del amor predicado por Jesús.
La ética del amor que venero es la que ha inspirado a muchos (católicos y otros) a llevar vidas morales ejemplares. No digo que esta ética sea el único modo ejemplar de vivir o que estemos cerca de tener una comprensión adecuada de esta. Pero sé que ha sido una poderosa fuerza del bien. (Como muchos católicos, no veo cómo las rígidas restricciones de la jerarquía sobre el sexo y el matrimonio se deriven de esta ética del amor). En cuanto a la metafísica teísta, si se la toma literalmente soy agnóstico, pero la veo como una formidable construcción intelectual que ofrece un fructífero contexto para entender cómo nuestras experiencias morales y religiosas están vinculadas con la ética del amor. Las leyendas históricas, digo, es mejor tomarlas como parábolas que ilustran enseñanzas morales y metafísicas.
La apologética tradicional ha comenzado con argumentos metafísicos sobre la existencia de Dios, y luego argumentado desde la acción de Dios en el mundo de acuerdo con la verdad de las enseñanzas de la Iglesia tal como fueron reveladas por Dios y finalmente justificadas por la ética del amor apelando a estas enseñanzas. Yo invierto este orden, poniendo primero la ética del amor que cautiva directamente nuestra sensibilidad moral, y luego tomando la historia y la metafísica como elucidaciones útiles de la ética.
Por supuesto, ya puedo oír la obvia objeción: “¿Lo que crees no es catolicismo: es un brebaje diluido que podría satisfacer a los protestantes ultra-liberales o a los unitarios, pero no se parece en nada al robusto tónico de la doctrina católica ortodoxa. No sorprende que una fe tan exigua no entre en conflicto con la visión ilustrada de la religión”. Mi respuesta es que el catolicismo también se ha reconciliado a sí mismo con la visión ilustrada de la religión.
Primero, ahora la Iglesia reconoce explícitamente el derecho de la conciencia individual en asuntos religiosos: a nadie se le puede “impedir que actúe de acuerdo a su conciencia, especialmente en asuntos religiosos” (‘Catecismo de la Iglesia Católica’, citando un decreto del Concilio Vaticano Segundo). La visión oficial todavía sostiene que una conciencia que rechaza la enseñanza formal de la jerarquía está objetivamente equivocada. Pero reconoce que subjetivamente los individuos no solo pueden sino que deben expresar sus creencias sinceras.
Segundo, la Iglesia, en la práctica, difícilmente excluye de su comunidad a los que se identifican como católicos pero reinterpretan las enseñanzas centrales (y quizás rechazan las menos centrales). Los “fieles” que asisten a misa, reciben los sacramentos, envían sus hijos a escuelas católicas y a veces incluso enseñan teología, incluyen a muchos que sostienen opiniones similares a las mías. En efecto, los líderes de la Iglesia han acordado que el derecho a seguir la propia conciencia incluye el derecho de los católicos disidentes a seguir siendo miembros de la Iglesia. Reconocen implícitamente lo absurdo de la aseveración de que un disidente que ha sido criado y formado en la Iglesia Católica y ha participado toda la vida, con el consentimiento implícito de la Iglesia, en su comunidad, no sea “realmente” un católico.
Aquellos que se piensan a sí mismos como el “núcleo” conservador de la Iglesia sostienen que la fe de esos católicos “liberales” tiene sin embargo serios defectos porque se desvía de modo importante de las opiniones autorizadas de la jerarquía. Pero los católicos liberales como Hans Küng argumentan que la visión conservadora en sí misma es defectuosa. Los conservadores apelan a la autoridad de la jerarquía para justificar su posición, pero esta apelación es circular, ya que la naturaleza de la autoridad jerárquica es parte de lo que cuestionan los liberales. Y Küng y otros liberales alegan plausiblemente que la Iglesia primitiva estaba más cerca de las estructuras más democráticas que fomentan que el modelo monárquico de la Edad Media.
La descripción razonable de esta situación es que hay un profundo desacuerdo dentro de la Iglesia sobre cómo sus doctrinas fundamentales, incluyendo las de la autoridad de la jerarquía, deben ser entendidas. Con el Concilio Vaticano Segundo, la jerarquía empezó a moverse hacia la postura liberal, la que los sucesores de Juan XXIII han tratado de revertir. Pero la historia muestra que los católicos juegan un largo juego y que no hay motivos para renunciar a la esperanza de un nuevo florecimiento del capullo liberal.
Los críticos de fuera de la Iglesia preguntarán cómo adhiero a una institución que presenta imperfecciones tan profundas. Mi primera respuesta es que la tradición católica de pensamiento y práctica es la única posición hacia la religión que, en palabras de William James, es una “opción viva” para mí: el único lugar donde me siento en casa. Simplemente renunciar a este, como dije al principio, es perder mi dignidad, negar parte de mi identidad moral.
Mi segunda respuesta es que el impulso liberal de la reforma es la mejor esperanza de salvar a la Iglesia. Su más grande peligro hoy en día es precisamente la pérdida de los miembros a los que la jerarquía y el resto del ala conservadora quieren marginar. No estoy dispuesto de dejarles la Iglesia a ellos.
[Gary Gutting es profesor de filosofía de la Universidad de Notre Dame, y editor de la Notre Dame Philosophical Reviews. Su libro más reciente es ‘Thinking the Impossible: French Philosophy since 1960’. Escribe habitualmente para The Stone. Fue entrevistado recientemente por la revista 3am].
2 de abril de 2013
30 de marzo de 2013
©new york times
cc traducción c. lísperguer

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