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[Estados Unidos] [Una gran parte de la población es obesa. Un veinticinco por ciento son obesos clínicos. La obesidad, hipertensión y diaberes no se deben solamente a la falta de voluntad del consumidor. Lo que descubrió Moss fue que hacer que la gente se enganche a alimentos baratos (grasos, salados, azucarados) es una estrategia consciente de los fabricantes de alimentos, que se prepara en laboratorios y reuniones de publicidad y en pasillos de supermercados. Esta es la cuarta entrega de una serie de reportajes sobre la industria de la alimentación y salud pública en Estados Unidos.]

[Michael Moss] “Se Llama Densidad Calórica en Desaparición”. En un simposio de expertos en nutrición en Los Angeles el 15 de febrero de 1985, un profesor de farmacología de Helsinki llamado Heikki Karppanen contó la extraordinaria historia de los intentos de Finlandia de cambiar sus hábitos de consumo de sal. A fines de los años setenta, los finlandeses estaban consumiendo enormes cantidades de sodio, comiendo en promedio más de dos cucharaditas de sal al día. Como resultado, el país había desarrollado problemas serios con la hipertensión, y en la parte oriental de Finlandia los hombres tenían la tasa más alta de enfermedad cardiovascular fatal del mundo. La investigación mostraba que esta plaga no era solamente una rareza genética o un resultado del modo de vida sedentario, sino que se debía también a los alimentos procesados. Así que cuando las autoridades finlandesas decidieron abordar el problema, se dirigieron directamente a los fabricantes de alimentos. (La respuesta finlandesa funcionó. Todo artículo de supermercado que tuviera un alto contenido de sal fue marcado prominentemente con la advertencia “Alto Contenido en Sal”. Hacia 2007, el consumo de sal per cápita de Finlandia se había reducido a un tercio, y este cambio –junto con un mejoramiento del cuidado médico- fue acompañado por una reducción de entre el 75 y el ochenta por ciento en el número de muertes debidas a derrames y cardiopatías.
La presentación de Karppanen fue recibida con aplausos, pero un hombre entre los asistentes parecía particularmente intrigado por esta, y cuando Karppanen descendía del escenario, lo interceptó y le preguntó si podían hablar durante la cena. Su conversación esa noche no fue en absoluto lo que Karppanen había esperado. Su anfitrión tenía efectivamente interés en la sal, pero desde un punto de vista muy diferente: el nombre del hombre era Robert I-San Lin, que había trabajado de 1974 a 1982 como científico jefe de Frito-Lay, el fabricante de Lay´s, Doritos, Cheetos y Fritos que se embolsillaba casi tres mil millones de dólares al año.
El tiempo que pasó Lin en Frito-Lay coincidió con los primeros ataques de defensores de la nutrición contra los alimentos salados y los primeros llamados de los inspectores federales a reclasificar la sal como un aditivo alimenticio “peligroso”, que debía ser sometido a severos controles. Ninguna compañía tomó esta amenaza más seriamente –o más personalmente- que Frito-Lay, explicó Lin a Karppanen durante la cena. Tres años después de que dejara Frito-Lay, todavía se angustiaba por su incapacidad de introducir cambios efectivos en las recetas y prácticas de la compañía.
Casualmente, encontré una carta que Lin envió a Karppanen tres semanas después de esa cena, metida debajo de unos documentos que había conseguido. Junto con la carta había anexado un memorándum escrito cuando Lin trabajaba en Frito-Lay, que entregaba detalles sobre algunos de los intentos de la compañía por defender la sal. Encontré a Lin en Irvine, California, donde pasamos varios días examinando los memorandos internos de la compañía, documentos estratégicos y notas manuscritas que Lin había conservado. Los documentos daban pruebas del interés de Lin en los consumidores y del intento de la compañía de usar la ciencia no para solucionar los problemas relacionados con la salud sino para frustrar las posibles soluciones. Cuando estaba en Frito-Lay, Lin y otros cientistas de la compañía hablaban abiertamente sobre el consumo de sodio excesivo del país y el hecho de que, como me dijo Lin en más de una ocasión, “la gente se vuelve adicta a la sal”.
No ha cambiado mucho desde 1986, excepto que Frito-Lay sufrió una rara mala racha. La compañía había introducido una serie de productos altamente publicitados que fueron miserables fracasos. Toppels, una galleta con una cubierta de queso; Stuffer, una galleta con una variedad de rellenos; Rumbles, un snack de muesli del tamaño de un bocado -todos duraron lo que es un abrir y cerrar de ojos y la compañía perdió 52 millones de dólares. En esa misma época se integró al equipo de mercadeo Dwight Riskey, experto en antojos que había trabajado en el Monell Chemical Senses Center en Filadelfia, donde formó parte de un equipo de cientistas que descubrieron que la gente podía romper con sus hábitos de consumo de sal simplemente impidiéndose consumir alimentos salados el tiempo suficiente como para que sus papilas gustativas volvieran a un nivel normal de sensibilidad. Él también había trabajado sobre el punto óptimo, mostrando cómo el atractivo de un producto depende del contexto, modelado en parte por los otros alimentos que consume una persona, y que esto cambia a medida que la gente envejece. Esto parecía explicar por qué Frito-Lay estaba teniendo tantos problemas a la hora de vender nuevos snacks. El segmento más grande de consumidores –los baby boomers- había empezado a llegar a la edad mediana. De acuerdo a la investigación, esto sugería que su predilección por los snacks salados –tanto en la concentración de sal y en cuánto comían- estaría disminuyendo. Junto con el resto de la industria del snack, Frito-Lay anticipó ventas más bajas debido al envejecimiento de la población, y las campañas publicitarias se reajustaron para concentrarse más intensamente en los consumidores más jóvenes.
Pero las ventas de snacks no descendieron como había anticipado todo el mundo, pese a los desafortunados lanzamientos de productos de Frito-Lay. Estudiando un día a fondo los datos en su despacho, tratando de entender exactamente quién estaba consumiendo los snacks, Riskey se dio cuenta de que él y sus colegas habían malinterpretado los datos todo el tiempo. Habían estado midiendo los hábitos de consumo de snacks de diferentes grupos etarios y veían solo lo que esperaban ver: que los consumidores más viejos comían menos que los que estaban en la veintena. Pero Riskey se dio cuenta de que lo que no estaban midiendo era cómo esos hábitos de snacks de los boomers se comparaban con ellos mismos cuando ellos estaban en sus veinte. Cuando examinó un nuevo set de datos de las ventas y realizó lo que se llama un estudio de cohorte, siguiendo a un solo grupo en el tiempo, emergió una imagen mucho más alentadora –para Frito-Lay, de cualquier modo. Los baby boomers no estaban comiendo menos snacks salados a medida que envejecían. “De hecho, mientras esa gente envejecía, su consumo de todos esos segmentos –las galletas, las galletas de agua, los caramelos, las patatitas fritas- estaba subiendo”, dijo Riskey. “No solo estaban comiendo lo que comían cuando eran jóvenes, sino que estaban comiendo más”. De hecho, todo el mundo en el país, en promedio, estaba comiendo más snacks salados de lo que acostumbraban. La tasa de consumo estaba aumentando poco a poco en cerca de ciento cincuenta gramos al año, con un consumo promedio de snacks como patatitas fritas y galletas de queso superior a las 5.5 kilos al año.
Riskey tenía una teoría sobre lo que había causado este aumento: comer comidas de verdad se había convertido en algo del pasado. Especialmente los baby boomers parecían haber terminado en gran parte con las comidas habituales. Ya no desayunaban cuando tenían reuniones temprano en la mañana. No almorzaban cuando tenían que ponerse al día en el trabajo debido a esas reuniones. No cenaban si sus chicos volvían tarde a casa o maduraban y se marchaban a vivir independientemente. Y cuando pasaban de esas comidas, las remplazaban con snacks. “Examinamos esa conducta, y dijimos: ‘Oh, Dios mío, la gente tiene todo tipo de motivos para pasarse las comidas’”, me dijo Riskey. “Era asombroso”. Esto llevó a la siguiente constatación, que los baby boomers no representaban “una categoría madura, sin perspectivas de crecimiento. Esta es una categoría que tiene un enorme potencial de crecimiento”.
Los técnicos de la alimentación dejaron de preocuparse de crear nuevos productos y en lugar de eso adoptaron el método más fiable de la industria para lograr que los consumidores compraran más: la extensión de línea. A las clásicas patatitas fritas Lay´s se agregaron Salt & Vinegar, Salt & Pepper y Cheddar & Sour Cream. Lanzaron los Fritos con Sabor a Chile y Queso (Chili-Cheese-flavored Fritos), y los Cheetos se transformaron en veintiuna variedades. Frito-Lay poseía un formidable complejo de investigación cerca de Dallas, donde cerca de quinientos químicos, psicólogos y técnicos hacían investigación que costaban cerca de treinta millones de dólares al año, y el cuerpo científico destinaba grandes cantidades de recursos a temas como el crujido, la sensación en boca y el aroma de cada uno de esos artículos. Sus herramientas incluían un dispositivo de cuarenta mil dólares que simulaba una bosca masticando para probar y perfeccionar las patatitas, descubriendo cosas como el perfecto punto de ruptura: a la gente le gusta una patatita que se rompe con cerca de 1.8 kilos de presión por pulgada cuadrada.
Para entender mejor su trabajo, llamé a Steven Witherly, un nutricionista que escribió una fascinante guía para la industria titulada ‘Why Humans Like Junk Food’ (Por qué les gusta a los humanos la comida chatarra). Le llevé dos bolsas de compras llenas con una variedad de chips para que los probara. Se concentró inmediatamente en los Cheetos. “Este”, dijo Witherly, “es uno de los alimentos más maravillosamente construidos del planeta, en términos de puro placer”. Enumeró una docena de atributos de los Cheetos que hacen que el cerebro diga que quiere más. Pero se concentró sobre todo en la asombrosa capacidad del producto de fundirse en la boca. “Se llama densidad calórica en desaparición”, dijo Witherly. “Si algo de funde rápidamente, tu cerebro piensa que ya no le quedan calorías… y puedes seguir comiéndolo eternamente”.
En cuanto a sus problemas con la publicidad, en una reunión en marzo de 2010, los ejecutivos de Frito-Lay se apresuraron a contar a sus inversionistas de Wall Street que los 1.4 mil millones de boomers del planeta no estaban siendo desdeñados; estaban redoblando sus intentos de entender qué era exactamente lo que más querían los bommers en un snack de patatitas fritas. Eso era básicamente todo: un gran sabor, un punto óptimo pero con un sentimiento de culpa mínimo sobre la salud. “Comen un montón de snacks”, dijo a los inversionistas Anne Mukherjee, jefa de mercadeo de Frito-Lay’s. “Pero lo que andan buscando es muy diferente. Están buscando nuevas experiencias, experiencias reales con los alimentos”. Frito-Lay compró la Stacy’s Pita Chip Company, que había sido fundada por una pareja de Massachusetts que hacía bocadillos para puestos callejeros y empezaron a servir chips de pita con un promedio de 270 miligramos de sodio –casi un quinto del máximo recomendado diariamente para la mayoría de los estadounideses adultos –y tuvieron un enorme éxito entre los boomers.
Los ejecutivos de Frito-Lay también hablaron de la permanente búsqueda de la compañía de un “sodio de diseño” que esperaban que en el futuro cercano bajaría sus cargas de sodio en un cuarenta por ciento. No había motivo para preocuparse de la disminución en las ventas, aseguró Al Carey, director general de la compañía, a sus inversionistas. Los boomers verían una menor cantidad de sal como la luz verde que les permitiría comer snacks como nunca antes.
Aquí hay una paradoja. Por un lado, se recomienda la reducción del sodio en los snacks. Por otro, estos cambios podrían resultar en que los consumidores coman más. “Lo más grande que puede ocurrir aquí es retirar las barreras que contienen a los boomers y darles permiso para comer snacks”, dijo Carey. Las perspectivas de snacks con menos sal eran tan asombrosas, agregó, que la compañía había puesto la mira en el uso de sal de diseño para conquistar el mercado más difícil de todos: las escuelas. Mencionó, por ejemplo, la iniciativa de alimento escolar de Bill Clinton y la Asociación Americana del Corazón, que busca mejorar la nutrición del alimento escolar limitando su contenido de sal, azúcar y grasas. “Imaginen esto”, dijo Carey. “Una patatita frita que sabe fabulosa y satisface los criterios de Clinton y la AHA… Creemos que tenemos los medios para hacerlo. Imaginen introducir este producto en las escuelas, donde los niños pueden adquirirlo y crecer con él y sentirse bien de comerlo”.
La cita de Carey me hizo recordar algo que leí en las primeras fases de mi reportaje, un informe de veinticuatro páginas preparado para Frito-Lay en 1957 por un psicólogo llamado Ernest Dichter. Las patatitas de la compañía, escribió, no se estaban vendiendo tan bien como podían por una simple razón: “Aunque a la gente le gustan y disfrutan de las patatitas fritas, se sienten culpables por ello… Inconscientemente, la gente espera ser castigada por ‘dejarse ir’ y disfrutarlas”. Dichter hizo un listado de siete “temores y resistencias” a las patatitas: “No puedes dejar de comerlas; engordan; no son buenas para ti; son grasosas y comerlas te ensucia; son demasiado caras; es difícil guardar las sobras; y son malas para los niños”. Ocupó el resto de su memorándum explicando sus recetas, las que con el tiempo serían ampliamente usadas no solamente por Frito-Lay sino por toda la industria. Dichter sugirió que Frito-Lay evite el uso de la palabra “fritas” para referirse a sus patatitas y reemplazarla por un término que suena más sano, como “tostadas”. Para contrarrestar el temor de “dejarse ir”, sugirió envasar las patatitas en bolsas más pequeñas. “Los consumidores más ansiosos, los que tienen los temores más profundos sobre su capacidad de controlar su apetito, tenderán a entender la función del nuevo envase y lo preferián”, dijo.
Dichter aconsejó a Frito-Lay a retirar sus patatitas del reino de los refrigerios entre comidas y convertirlas en un artículo siempre presente en la dieta americana. “El aumento en el uso de las patatitas y otros productos Lay´s como parte de una oferta normal servida por restaurantes y sandwicherías podía ser estimulado de una manera concentrada”, dijo Dichter, citando toda una serie de ejemplos: “tapas de patatitas con sopa, con frutas o con jugos de verduras; patatitas servidas como acompñamiento en el plato principal; patatitas con ensalada; patatitas con huevos para el desayuno; patatitas en bocadillos”.
En 2011, el New England Journal of Medicine publicó un estudio que arrojó nuevas luces sobre el sobrepeso en Estados Unidos. Los sujetos -120.877 mujeres y hombres- eran todos profesionales del campo de la salud, y probablemente tenían más conciencia sobre la nutrición, de modo que las conclusiones podrían minimizar la tendencia general. Usando datos de 1986, los investigadores apuntaron todo lo que comieron los participantes, así como sus actividades físicas y el consumo de cigarrillos. Descubrieron que cada cuatro años los participantes hacían menos ejercicio, miraban más televisión y subían de peso a un promedio de un kilo y medio. Los investigadores analizaron los datos en términos del contenido calórico de los alimentos que comían, y concluyeron que los principales contribuidores al aumento de peso eran, entre otras, la carne roja y las carnes procesadas, los refrescos azucarados y las patatas, incluyendo las patatas fritas y el puré de patatas. Pero el principal factor que inducía el aumento de peso era la patatita frita. La capa de sal, el contenido de grasas que satisfacen al cerebro con un sentimiento inmediato de placer, el azúcar que existe no como aditivo sino en el almidón de la patata misma –todo esto se combina para convertirlas en el aditivo alimenticio perfecto. “El almidón es absorbido rápidamente”, me dijo Eric Rimm, profesor de epidemiología y nutrición de la Escuela de Salud Pública de Harvard y uno de los autores del estudio. “Incluso más rápidamente que una cantidad similar de azúcar. El almidón, a su vez, provoca un aumento en los niveles de glucosa”, lo que puede resultar en ganas de seguir comiendo.
Si los estadounidenses comieran snacks solo ocasionalmente, y en pequeñas cantidades, no sería el tremendo problema que es. Pero debido a que durante décadas se ha invertido tanto dinero y esfuerzos en la ingeniería de estos snacks y luego para vender estos productos, aparentemente los efectos son imposibles de retrotraer. Han pasado más de treinta años desde que Robert Lin se enredara por primera vez con Frito-Lay con el imperativo de la compañía de abordar la fórmula de sus snacks, pero sentados a su mesa de comedor, hojeando sus archivos, los sentimientos de pesar todavía eran claros en su cara. En su opinión, se perdieron tres décadas, tiempo que él y un montón de otros inteligentes nutricionistas pudieron haber gastado en la búsqueda de modos de reducir la cantidad de sal, azúcar y grasas. “Yo no podía hacer mucho”, me dijo. “Lo lamento por la gente”.
[Este artículo, adaptado de ‘Salt Sugar Fat: How the Food Giants Hooked Us’, será publicado por Random House.]
[Michael Moss es periodista de Times. Ganó el Premio Pulitzer 2010 por sus reportajes sobre la industria de la carne].
[Editor: Joel Lovell]

2 de abril de 2013
24 de febrero de 2013
©new york times
cc traducción @lisperguer

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