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[Kabul, Afganistán] [Doloroso pago de una deuda afgana: una hija de seis. Un campamento en Kabul. Taj Mohammad pidió dinero prestado para el tratamiento hospitalario de su esposa y la atención médica de algunos de sus hijos. Hablando sobre el probable destino de Naghma, arriba a la derecha, dijo no saber lo que va a pasar”.]

[Alissa J. Rubin] Mientras las sombras se alargaban en torno a la choza de su familia aquí en uno de los extensos campos de refugiados de Kabul, una menuda niñita de seis corrió hacia donde su padre se apiñaba con un grupo de notables cerca de una oxidada estufa a leña. Su padre, Taj Mohammad, desvió la vista, su expresión triste.
Si, como parece probable, Mohammad no puede pagar su deuda de hace un año con un vecino del campamento, su hija Naghman, una esbelta y agradable niña con una pepita dorada en su nariz, será obligada a marcharse para siempre de la casa de su familia para casarse con el hijo de diecisiete del prestamista.
El arreglo fija el precio de su vida en dos mil 500 dólares. Este es el dinero que Mohammad tuvo que pedir prestado hace un año para pagar el tratamiento hospitalario de su esposa y la atención médica de algunos de sus nueve hijos –incluyendo a Janan, 3, que murió más tarde de frío durante un crudo invierno debido a que la familia no pudo comprar suficiente leña para no pasar frío.
“Me dijeron: ‘Paga el dinero que nos debes’ y yo no tenía nada, así que tuve que darle a mi hija’”, dijo Mohammad. “Entonces yo les estaba agradecido, así que fue mi decisión, pero fueron los notables los que me obligaron a hacerlo”.
La historia de cómo Mohammad, un refugiado de la guerra en la provincia de Helmand que en sus mejores días se ganaba la vida como cantante y músico, llegó a trocar la vida de su hija es parte de una saga de terribles opciones a las que se enfrentan algunas de las familias más pobres de Afganistán. Pero es también la historia del modo en que la guerra ha erosionado los vínculos sociales y las redes de seguridad de la comunidad que sostenía a cientos de miles de familias rurales afganas.
Mujeres y niñas han estado entre las principales víctimas –entre otras cosas porque el gobierno afgano no hace casi nada en los campamentos para implementar las leyes que protegen a mujeres y niños, dijeron activistas entre los residentes de los campos.
Organizaciones socorristas han podido mantener algunos programas para mujeres y niños en los siempre crecientes campos, incluyendo escuelas que para muchas niñas aquí son las primeras. Pero esos programas están siendo cancelados a medida que la ayuda internacional ha menguado aquí en anticipación de la retirada militar occidental. Y el gobierno afgano no ha ofrecido mucho respaldo, en parte porque la mayoría de los funcionarios espera que los refugiados dejen Kabul y vuelvan a sus casas.
La mayoría de los refugiados en este campamento son del campo del sur de Afganistán, y los unen los códigos tribales y los consejos de notables, conocidos como jirgas, que resolvían las disputas entre sus aldeas natales.
Sin embargo, pocos cuentan con el apoyo de una red más amplia de miembros de clanes en la que refugiarse en tiempos difíciles, como ocurriría en casa. Fuera de contexto, los de por sí rígidos códigos pastún se han transformado en algo incluso más estrictos.
“Este tipo de cosas no pasaba nunca antes aquí en Helmand”, dijo la madre de Mohammad mientras se sentaba en la parte trasera de un cuarto lleno de humo. Mirando a su nieta, mientras reía con su maestra, Najibullah, que también actúa como una asistente social en el campamento y estaba visitando a su familia, agregó: “Nunca oí de una niña usada para pagar un préstamo”.
Desde el punto de vista de los que participaron en la jirga, la resolución fue buena, dijo Tawous Khan, un respetable que lo encabeza y uno de los dos principales representantes de los campamentos. “Mira, Taj Mohammad tenía que entregar a su hija. No tenía alternativa”, dijo. “Y el problema se resolvió”.
Algunas activistas de la mujer afana que oyeron sobre las penurias de la niña por informes en la prensa se indignaron y dijeron que habían pedido la intervención del Ministerio del Interior, debido a que el matrimonio infantil es una violación de la ley afgana y es también ilegal la venta de una mujer. Pero nada ocurrió, dijo Wazhma Frogh, directora general del Instituto de Investigación para las Mujeres, la Paz y la Seguridad.
“Tiene que haber algún tipo de intervención”, dijo Frogh. “De otro modo, otros pensarán que esta conducta es correcta y aumentará”.

Los Campamentos
El oscuro y apretado cuarto donde vive Mohammad con su esposa y sus ocho hijos es típico de los refugios en el campamento Charahi Qambar, que alberga a novecientas familias de refugiados de zonas devastadas por la guerra, la mayor parte del sur de Afganistán.
El campamento es el más grande de la capital, pero solo uno de los 52 “campamentos informales” en la provincia, de acuerdo a la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios.
En la más abyecta miseria, la gente en los campamentos llegó con poco más que un puñado de utensilios domésticos. Buscando seguridad y ayuda, en lugar de eso se sintieron rechazados en una ciudad inundada por refugiados que retornaban de Pakistán e Irán.
Durante años Charahi Qambar ni siquiera tenía pozos de agua debido a que el gobierno se sentía reluctante a permitir que fueran excavados por organizaciones rescatistas, dijo Mohammad Yousef, ingeniero y director de Aschiana, una organización socorrista afgana que trabaja en nueve campamentos en todo el país así como con niños de la calle.
Las habilidades de los refugiados como campesinos y artesanos fueron de poca utilidad aquí debido a que no tenían ni tierras ni casas. Sin un centavo, gravitaron hacia otros del mismo área, y los campamentos empezaron a crecer.
Mohammad, como la mayoría de los hombres en los campamentos, busca trabajo casi todas las mañanas como jornalero, por lo que le pagan seis dólares al día –que no es suficiente ni siquiera para comprar los alimentos básicos de su familia: té verde, pan y, cuando pueden, patatas. La carne y el azúcar con lujos poco habituales.
Muchos días nadie contrata a hombres del campamento, ahuyentados por sus ropas andrajosas, enormes mantas y largas barbas. “La gente sabe de dónde somos y cree que somos del Talibán”, dijo Mohammad.
Después de cuatro años en el campo, empezó a pensar en volver a Helmand como trabajador inmigrante para la cosecha de la amapola, para ganar lo suficiente para alimentar a su familia y ahorrar algo para la leña del próximo invierno.
“Hace demasiado frío, y nos gustará tener más para comer”, dijo Rahmatullah, uno de los dieciocho representantes del campamento y uno de los pocos que se manifestó contra la decisión de la jirga de obligar a Mohammad a dar a su hija como forma de pago de una deuda.
Rahmatullah, que solo usa un nombre, observó una positiva diferencia en la vida en el campo, agregando, sin embargo: “Aquí tenemos una cosa: tenemos educación”.
De la educación nadie sabía nada en la mayoría de los campos de refugiados en casa en Helmand, y Rahmatullah, como otros muchos residentes del campo, dijeron que al principio tenían sospechas. Poco después de llegar al campo hace cuatro años, le impresionó ver a niñitas caminando por la calle.
Se quedó incluso más asombrado cuando otro residente del campamento explicó que las niñas iban a la escuela.
“Yo no sabía que las niñas podían ir a la escuela, porque en mi aldea se le enseñaba algo sólo a unas pocas niñas y era siempre en casa”, dijo. “Pensé: ‘Quizá son las hijas del general’, porque de donde yo vengo las mujeres no salen de sus casas, ni siquiera para ir a por agua”.
“Hablé con mi esposa, y permitimos que nuestras niñas fueran a la escuela del campamento, y ahora van a la escuela normal en Kabul”, dijo.
Sus hijas tuvieron suerte. Las escuelas en el campamento eran administradas por Aschiana, que da un saludable desayuno a todos los niños inscritos –ochocientos solamente en el campo de Charahi Qambar. Educan a los niños hasta un nivel donde se puedan conectar con las escuelas normales en Kabul.
Sin embargo, ese programa acaba de terminar porque la Unión Europea, en medio de problemas económicos, no está renovando sus programas de protección social. En lugar de eso, se está concentrando el gasto de la ayuda en las prioridades del gobierno afgano, ratificadas en la última cumbre internacional el año pasado en Tokio, que no incluyó la protección infantil, dijo en un email Alfred Grannas, el encargado de negocios de la Unión Europea en Afganistán.

El Mundo de las Mujeres
Como la mayoría de las viviendas en el campo, la choza de Mohammad tiene techo de lona alquitranada, ligeramente reforzado con madera, un zaguán sin calefacción y un cuarto interior con una estufa. Una diminuta y mugrienta ventana deja pasar un pequeño haz de luz, y apiladas en los rincones del cuarto se encuentran las posesiones de la familia: mantas, ropa vieja, algunas abolladas cazuelas y sartenes y diez jaulas para las codornices que espera enseñar a cantar con la esperanza de venderlas por más dinero.
Para su esposa, una bella joven que se acurrucaba en las sombras, un velo negro extendido sobre su cara mientras su marido discutía el destino de su hija, no hay nada que esperar de los días que vienen. De regreso en su aldea en Helmand, incluso las familias pobres tienen recintos amurallados y a veces tierras donde las mujeres pueden salir al aire libre.
En los campos, sin embargo, las chozas están unas encimas de otras, con estrechos y lodosos senderos de apenas algunas pulgadas de ancho.
“En los campamentos no hay privacidad, y para las mujeres es como estar en la cárcel”, dijo Yousef, el director de Aschiana. “Están constantemente con estrés emocional”.
Como muchas mujeres afganas, la esposa de Mohammad, Guldasta, dejó que su marido hablara por ella –al principio. Explicó que estaba demasiado nerviosa por lo que estaba ocurriendo a su hija como para hablar sobre la situación.
Pero en un momento tranquilo, se volvió, levantó su velo para revelar parte de su rostro y dijo claramente: “No estoy feliz con esta decisión; no es lo que yo quería para ella”.
“Habría sido feliz si ella hubiera podido crecer con nosotros”, dijo.
El caso de la familia es una especie de oscura distorsión de la tradición afgana que obliga a la familia del novio a pagar el “precio de la novia” a la familia de la casadera. La práctica es particularmente habitual en las áreas pastún, pero existe también entre otros grupos étnicos y puede implicar miles de dólares. En este caso, el niño que recibe a Naghman como esposa, en lugar de pagar por ella, la obtendrá a cambio del perdón de la deuda.
Debido a que Naghma, cuyo nombre significa melodía, no fue elegida por el novio, lo más probable es que sea tratada como la criada de la familia antes que como esposa, y cuando mucho como esclava. Su presencia puede ayudar al novio a atraer a una segunda esposa más deseable porque la familia, aunque pobre, tendrá a alguien trabajando para ella, aislando a la esposa elegida para algunas de las tareas más difíciles.
Según los antropólogos este tipo de uso de las mujeres como propiedad se intensificó después de la caída del Talibán, dice Deniz Kandiyoti, docente de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos en la Universidad de Londres.
Los estudios antropológicos más recientes del fenómeno giraban sobre narcotraficantes endeudados que vendían a sus hijas o hermanas para saldar sus deudas, dijo. Son esencialmente ventas por desgracia. Y a diferencia de la norma para los intercambios matrimoniales antes de las últimas tres décadas de guerra, las mujeres en algunos casos se han convertido en propiedad enajenable, despojadas de las formas tradicionales de prestigio y respeto, dijo.

Pesar
Casi desde el momento en que accedió al acuerdo, Mohammad empezó a lamentarlo y a pensar en todas las cosas que podían salir mal. “Si, no lo quiera Dios, maltrataran a mi hija, entonces tendría que matar a alguien de su familia”, dijo, parado en el borde del campamento en un lodoso lote en el frío atardecer.
“Ella es muy chica, la llamamos Peshaka”, dijo, usando la palabra pastún para minino. “Es una chica muy encantadora. En nuestra familia, la quiere todo el mundo, e incluso si pelea con sus hermanos mayores, no decimos nada, le damos toda la felicidad que se pueda”.
Agregó: “Creo que cuando se vaya a esa casa, morirá pronto. No recibirá todo el amor que recibe de nosotros, y temo que pierda su vida. Una niña de seis años no sabe lo que es una suegra, un suegro, o tener un marido o ser una esposa”, dijo.
Aumentando sus temores, la madre del niño con quien se casará Naghman fue a casa de Mohammad a pedir a su esposa que deje de enviar a la niña a la escuela, dijo.
“A mi hija le encanta ir a la escuela, y quiere estudiar mucho más. Pero el chico con el que se está casando envió a su madre ayer a decirle a mi esposa: ‘Mire, para nosotros es deshonroso que la futura mujer de mi hijo vaya a la escula’”, dijo.
“No puedo decirles lo que deben hacer”, agregó, mirando sus botas. “Es su esposa, su propiedad”.
25 de abril de 2013
1 de abril de 2013
©new york times
cc traducción c. lísperguer

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