[Estocolmo, Suecia] [La policía empezó a hacer redadas en centros comerciales, interrumpiendo bodas y parándose en la acera de las clínicas gratuitas. Familias con hijos nacidos aquí fueron deportadas a países que los hijos no habían visto nunca. Ministra defiende racismo.]
[Jonas Hassen Khemiri] Bienvenido a mi cuerpo. Póngase cómodo. A partir de ahora, compartimos la piel, la espina dorsal y el sistema nervioso. Aquí están nuestras piernas, que siempre quieren correr cuando ven un patrullero policial. Aquí están nuestras manos, que siempre se empuñan cuando oímos a políticos hablar sobre la necesidad de fronteras más cerradas, más controles de identidad y deportación más expedita de personas sin papeles.
Y estos son nuestros dedos, que hace poco escribieron una muy pública carta a la ministro de Justicia de Suecia, Beatrice Ask, después de que defendiera en un programa de radio el perfilamiento racial de los pasajeros en el metro de Estocolmo.
El 7 de marzo, la ministro dijo ante una audiencia nacional: “La experiencia de uno de ‘por qué me han cuestionado’ puede ser por supuesto muy subjetiva”, sugiriendo que los pasajeros del metro perfilados racialmente estaban sobre-reaccionando y que su rabia era no tenía fundamentos. Sin perder una coma, continuó: “Hay algunos que han sido condenados previamente y creen que están siempre siendo cuestionados, aunque no se pueda determinar con una mirada si una persona ha cometido un crimen”.
Fue una interesante elección de palabras –“condenados previamente”. Todos somos culpables mientras no se pruebe nuestra inocencia. Los suecos no correspondemos con el estereotipo anticuado de rubio de ojos azules que debe ser el verdadero sueco; aquellos cuya experiencia personal nos hace dudar de la reputación internacional de nuestro país como un paraíso, con iguales oportunidades para todos.
Recordamos la vergüenza y los desaires.
Tener seis años y avanzar hacia el control de pasaportes con tu Papá, que tiene las manos sudorosas, que se aclara la garganta, se arregla el pelo y se limpia los zapatos en la parte de atrás de sus rodillas. Toda la gente de color rosado puede pasar. Pero a nuestro papá lo pararon. Y pensamos, quizás fue casualidad, hasta que vemos que a misma escena se repetía año tras año.
Tener siete y empezar a ir a la escuela y se instruido sobre la sociedad por un papá que se sintió aterrorizado de que incluso su marginalidad la podrían heredar sus hijos. Dice: “Cuando te ves como nos vemos nosotros, vas a ser siempre mil veces mejor que cualquier otro si no quieres ser rechazado”.
Tener ocho y decidir convertirse en el nerdo más mateo de la clase, el chupamedias más grande del mundo.
Tener nueve y mirar películas de acción en las que hombres oscuros violan y secuestran, manipulan y mienten, roban y cometen abusos.
Tener diez y ser perseguido por neonazis por primera, pero no por última vez.
Tener doce y entrar a una disquería y darse cuenta de que los guardias de seguridad se acercan circulando como tiburones. Hablan con walkie-talkie y nos siguen durante unos metros. Se mueven de manera no criminal al máximo. Camina normalmente. Respira con calma. Avanza hacia la estantería con CDés y busca un álbum de Tupac de modo que quede claro que no tienes la intención de robarlo.
Tener trece y oír historias. El hermano mayor de un amigo fue metido a empujones en una furgoneta policial y golpeado. N, amigo de papá, fue encontrado en una patrullera policial y encerrado en el maletero porque estaba mordiéndose la lengua, y la policía no se dio cuenta sino hasta el día siguiente de que algo andaba mal, y en el E.R. encontraron el aneurisma y en su funeral su novia dijo: “Sí sólo me hubiesen llamado se habrían enterado de que él no bebía alcohol”. Todo esto mientras nuestra ciudad era sitiada por un racista armado con un rifle láser, que disparó con once hombres morenos durante siete meses antes de que la policía lo empezara a perseguir.
Tener quince y estar sentado frente a una tienda de electrónica cuando para un furgón policial, descienden dos agentes, piden la identidad, preguntan cuál es el programa de la noche. Luego se suben a su furgoneta y se marchan.
Y todo el tiempo, una lucha interior. Una voz dice: No tienen ningún derecho a discriminarnos. No pueden acordonar la ciudad con sus uniformes. No pueden hacernos sentir inseguros en nuestros propios barrios.
Pero la otra voz dice: ¿Qué tal si fue culpa nuestra? Quizás estábamos hablando muy alto. Andábamos con capucha y zapatillas. Podríamos haber elegido menos melanina en nuestra piel. Resultó que teníamos apellidos que hacían recordar a este país que era parte de un mundo mayor. Éramos jóvenes. Todo sería definitivamente diferente cuando fuéramos más viejos.
Pero remplazamos la capucha por la chamarra negra; la gorra por el pañuelo. Dejamos de jugar baloncesto y empezamos a estudiar economía. Un día estábamos parados frente a la Estación Central, apuntando algo en una libreta (porque aunque estudiáramos economía, teníamos la esperanza secreta de convertirme en escritor).
Repentinamente apareció alguien, un hombre ancho con un oído postizo que pidió que nos identificáramos, nos agarró de los brazos y nos arrastró hasta el furgón. Aparentemente correspondíamos con una descripción. Aparentemente nos parecíamos a otros. Estuvimos veinte minutos en el furgón. Pero no realmente solos. Porque iban pasando cientos de personas. Y nos miraban con una mirada que decía: “Allá. Uno más. Otro que actúa en completo acuerdo con nuestros prejuicios”.
Me habría gustado que usted hubiera estado conmigo en el furgón policial. Pero estaba solo. Y miré a los que pasaban a todos a los ojos y traté de mostrarles que yo no era culpable, que sólo había estado en ese lugar buscando una dirección. Pero es difícil defender la inocencia de uno en el asiento trasero de un patrullero. Y es imposible ser parte de la sociedad cuando todo el mundo asume que no lo eres.
Me dejaron libre después de veinte minutos. Sin disculpas. Sin explicaciones. “Se puede marchar ahora”, me dijeron.
Y en el conocimiento de que otros lo han pasado mucho peor, escogí el silencio en lugar de las palabras. Después de todo, yo nací aquí. Hablo el idioma. No estoy amenazado con ser deportado.
Pasaron dos años, y los políticos presentaron un nuevo intento de rastrear a personas sin papeles. La policía empezó a hacer redadas en centros comerciales, interrumpiendo bodas y parándose en la acera de las clínicas gratuitas. Familias con hijos nacidos aquí fueron deportadas a países que los hijos no habían visto nunca.
Todo el mundo “hacía su trabajo”. Los guardias de seguridad, la policía, los funcionarios de aduanas, los políticos, la gente.
Y nada cambia. La opresión de baja intensidad vive gracias a nuestra incapacidad de reformular nuestra coagulada identidad nacional.
Así que esta noche, en las afueras de un bar aquí en Estocolmo, grupos de personas no-blancas empezaron a dispersarse sistemáticamente para no ser rechazados por los gorilas.
Mañana aquellos con nombres extranjeros usarán el apellido de sus parejas cuando traten de alquilar un departamento. Y justo ahora una sueca promedio cuyos padres vienen de otro país, está escribiendo “NACIDA Y CRIADA EN SUECIA” en sus solicitudes de empleo simplemente porque sabe qué ocurrirá si no lo hace.
Todo el mundo lo sabe. Pero en lugar de concentrarnos en perseguir a los que se han mudado aquí a la búsqueda de seguridad que nos enorgullece ofrecer a nuestros propios ciudadanos, nadie hace nada.
Y yo escribo “nosotros” porque somos parte de este todo, esta sociedad, este nosotros.
Ahora te puedes marchar.
[Jonas Hassen Khemiri es novelista y autor de ‘Montecore: The Silence of the Tiger’ y la obra de teatro ‘Invasion!’ Ensayo traducido desde el sueco al inglés por Rachel Willson-Broyles , de Suecia.]
29 de abril de 2013
21 de abril de 2013
©new york times
cc traducción c. lísperguer