[Edmundo Magaña con Choni Alonso] [Jorge (o Jordi) Pedret Nabot nació en Badalona, España, el 18 de junio de 1946. En 1984 viajó a Holanda, donde moriría una muerte que no merecía, a manos de una burocracia que le condenó a una agonía dolorosa por carecer de seguro médico. Las directivas del gobierno dan ya sus resultados. El régimen se ensaña con los sin papeles, los marginales y los inmigrantes.]
[Publicado originalmente en el fanzine Ciudadela 66, febrero de 2004, Países Bajos].
Jordi Pedret llegó a Ámsterdam en el verano de 1996. Venía huyendo de la separación de su segunda mujer, guía turístico como él, holandesa, de una pequeña ciudad del norte de Holanda.
Llegó a la Estación Central. No tenía nada. No conocía a nadie. Lo que tenía se reducía a una maleta llena de ropa de mejores tiempos, de cuando viajaba entre los balnearios de la Costa Brava y Holanda, de cuando era parroquiano de casinos. Esa misma tarde vendería todo para poder pagar los primeros días de hotel.
Era un hombre reservado. Hasta hoy, ni sus mejores amigos sabían cómo se llamaba la holandesa. De su pasado contaba también muy poco.
Pero en los años ochenta, se había quedado en España su primera esposa, Katherine, y sus dos hijos, Jonathan y Ana, entonces pequeños.
No era un héroe.
Poco sabemos de él entre 1996 y 1999. Trabajó en algunos restaurantes españoles del centro de la ciudad, entre ellos La Paella y Granada. Y en algunos más.
A fines de 1999 se apareció por el mesón chileno El Huaso, entonces ubicado en Rozengracht, donde logró que sus dueños introdujesen el menú español que pregonaba que sería un éxito. Y lo fue. Jordi había enfatizado los mariscos en su menú, y ofrecía paellas, zarzuelas y ostras, amén de una variedad de tapas peninsulares. Ya entonces soñaba con poner un negocio de distribución de domicilio de paellas. “Seríamos los primeros y los únicos”, decía, sorprendiéndose siempre de que nadie lo hubiese iniciado.
¡Jordi cocinero! No le gustaba para nada. Había aprendido a cocinar con reconocida dificultad y no se apartaba de la receta consagrada. Además, decía, servía mejor en otras cosas. Hablaba seis idiomas: catalán, español, alemán, inglés, francés y holandés. Y le gustaba el contacto con el público.
La función de maître le vendría de perillas. También argumentaba que ya no estaba él para estar de pie todo el día. De hecho le dolían los pies todo el rato. Los pies y las piernas.
Los demás se desgañitaron de buena gana. ¡Un maître en El Huaso! ¡Un maître en El Huaso! Volvería a la cocina subterránea del local de entonces, protestando. Es que el restaurante solo tenía ocho mesas.
Ya entonces disfrutaba de la fama que lo precedió en los restaurantes españoles como cantor entregado y eficiente de poco más de tres canciones: ´El reloj’, ‘Granada’ y, si se terciaba, ‘Hello Dolly’, que entonaba cuando estaba de buen humor o cuando quería premiar a los comensales obedientes. Se paraba tieso como palitroque y, a medida que cantaba, se iba poniendo primero rojo y luego azul, terminar blanco y con muestras de sofoco. Todo un napolitano animando las tardías veladas de entonces.
Y con sus sueños y zarzuelas dio luego en el restaurante colombiano Macondo, en Spuistraat, de cinco mesas, donde, siempre aspirando a la posición de maître, ocupó muchas veces el podio para entonar las melodías de siempre y otras mexicanas que hubo de agregar.
En Macondo se sorprende cada vez menos de las cosas de este mundo desde que descubriera que una clienta que lo traía loco, una elegante, guapa y compuesta rubia, trabajaba en el callejón de atrás disfrazada de amazona, con arnés de cuero negro y látigo. Y qué planchón que pasó cuando, justamente cruzando el callejón, escucha claramente que una voz de mujer lo llama por su nombre. Se quedó clavado a los adoquines. Qué tenía para el almuerzo, le preguntaría la amazona golpeando la ventana con el látigo. “Lentejas los lunes”, balbuceó.
En el barrio es querido por todas: amazonas, sátiras, hadas madrinas, reinas, princesas y zorras. Es un hombre respetuoso. No juzga tu oficio. No te juzga por tu oficio. Es amable. Recorre el callejón con los almuerzos encargados. Esa cortesía le permitiría después iniciar su propio servicio de catering, el primer intento de llevar a cabo el sueño de vender paellas a domicilio. Las chicas del callejón serían sus clientes. Durante semanas colgó en el snack-bar de la esquina del callejón el afiche de Jordi –un pirata renacentista sacado de un viejo cartel de Hollywood- ofreciendo sus servicios culinarios. Y durante semanas se vendieron ahí pinchos de tortilla española, que le quedaba bien. Jordi pasa luego momentos muy difíciles.
Duerme algunos días en el Ejército de Salvación en el barrio rojo; después, en los portales de los callejones en los alrededores del barrio de la Estación. Viven en pensiones y en casas de amigos. Conoce el lado malo de la gente. También el suyo.
De pronto sorprende a todo el mundo: a principios de 2002 consigue la concesión de un restaurante español, Saphina, en Linnaeustraat. Busca socios.
El restaurante Saphina abre nuevamente sus puertas. El negocio marcha bien durante los primeros meses. Invita a músicos a animar el local. El famoso trío colombiano Aires de Mi Tierra deja su huella en el lugar. Kilele, la formidable banda de cumbia y kilele, de Colombia, removió los sábados noche del local. Carlos Zetina, el Mariachi, se agregaría luego a la tropa.
Luego se acumulas las deudas y las cuentas. El alquiler es prácticamente impagable. Para colmo de males, el ayuntamiento inicia obras en la acera. Para entrar al restaurante hay que cruzar una gigantesca poza de barro. El local cierra sus puertas en marzo de 2003.
Jordi Pedret no tiene dónde ir. Se ha quedado en la ruina. Pero el dueño del edificio, que es también dueño del restaurante, le permite seguir viviendo en él. Es un local espacioso con una pequeña habitación aledaña al comedor, que usará de dormitorio. Instalará su despacho al fondo del comedor, junto al estanque con los peces de colores que nadie sabe cómo han sobrevivido y sobreviven todavía. Podrá vivir ahí hasta el traspase del local. Jordi incluso se llevará una comisión.
Pero se pasa el día haciendo frente a los acreedores, impidiendo los embargos, pidiendo nuevos plazos, buscando nuevos socios, más préstamos, acumulando más deudas. Desde la penumbra de su despacho, Jordi Pedret maquina nuevos planes. Y llena papeletas del loto. No es capaz de encontrar un socio que levante el negocio. Otros proyectos surgen y son desechados. La venta de paellas de domicilio…, un catering español…, la venta de madrugada (de ocho de la noche a cuatro de la mañana) de ostras y champañas…
En agosto, entre los folletos publicitarios y las cuentas impagas, hay tres órdenes de embargo.
Pero Pedret es optimista. Conoce a una familia dominicana interesada en el traspaso. Y el restaurante volverá a abrir sus puertas. Pero ya no es él quién lo hace.
Lo Atrapa el Dolor
En agosto no duerme de dolor y el paracetamol no le hace nada. Su pierna izquierda apenas si la puede mover. Apenas se si atreve a moverla. Suena mal.
En septiembre de 2003 los dolores son insoportables. Los que conocen a Jordi lo han visto siempre cojeando ligeramente y quejándose del dolor de pies. Lo atribuía a los callos. Otros, al alcohol.
Pero Jordi sabe desde diciembre de 2002 que puede ser cáncer a los huesos. Ese mes visita al doctor de cabecera –el señor Keshber- de una amiga, que aparentemente sospecha de los síntomas. Lo envía el especialista. No irá hasta sino fines de agosto de 2003.
Cuando va, el médico lo envía a hacerse unos análisis al hospital.
Pocos días después, duchándose en casa de un socio, oye un crujido en su pierna. Luego cae. No lo podrán sacar por la escalera. Jordi saldrá del departamento por la ventana, en una camilla de bomberos. Es llevado al Hospital Nuestra Sagrada Señora. Increíblemente, en el hospital le someten a todo tipo de análisis antes de intervenirlo quirúrgicamente. Nueve días además en que el personal médico no le da otra cosa contra el dolor que paracetamol. El gran problema para el hospital es que Pedret no tiene seguro médico. De todos modos, se le opera y se le inserta un hierro enorme, desde la rodilla hasta la cadera. (En las radiografías se ve el hierro clavado con pernos y tornillos a los huesos, como si la operación la hubiera hecho el mismísimo doctor Frankenstein). Jordi se queja del dolor y protesta. Pide analgésicos más fuertes. Pide que le retiren el hierro. Que lo examinen. El hospital, sin embargo, decide darlo de alta. Sobre los dolores le dicen que ya pasarán, que es normal después de una operación semejante.
También le han descubierto el cáncer. Lo tiene en un pulmón, en un riñón y en el hueso de la pierna. Es agresivo, terminal. Sólo soportaría, dicen, un tratamiento paliativo. Pero lo tendrá que buscar en otra parte. No tiene seguro. Jordi vuelve en medio de atroces dolores a su cuarto de Linnaeustraat.
Jordi Pedret se da cuenta de que necesita ayuda. Vence su resistencia y en septiembre mismo pide un subsidio al ayuntamiento. Pide ayuda a los asistentes sociales de Wijttenbachstraat (Sociale Raadslieden Dapperbuurt) para recuperar su seguro médico. (Para recuperarlo, porque Pedret ha estado cotizando desde que llegó al país. Es solo en los últimos dos años que se ha descolgado). La señora Elena Tuin, la asistente que se ocupará de él, le dice que le arreglará los papeles. Es urgente para Jordi Pedret tener ese seguro. Solo así podrá acceder a ese tratamiento paliativo del que espera que le dé más tiempo, un poquito más de tiempo. Pedret tiene cosas que arreglar. Tiene prisa. Acude al Hospital Antoni van Leeuwenhoek, el hospital del cáncer. Encuentra a los doctores Gast y Mello, que iniciarán un mes después tratamiento a pesar de que Pedret no tiene seguro. Han tratado de comunicarse con la señora Tuin, pero esta no coge el teléfono ni responde el fax. Los doctores, sin embargo, se muestran comprensivos. Asumen que los papeles están en trámite.
Jordi comienza sus visitas al hospital. Según entiende, su cáncer no tiene curación, pero sí es posible, quizás, detenerlo con un nuevo tratamiento a base de inyecciones. Tiene la esperanza de que así pueda vivir algunos meses más, quizá hasta más que eso.
Pero el tiempo apremia y los papeles aún no aparecen. La señora Tuin no obtendrá -probablemente ni siquiera inició el trámite- ni el subsidio ni el seguro. ¿Ha mentido la señora Tuin todo el tiempo, pensando tal vez que Jordi moriría pronto y que no valía la pena ocuparse de sus papeles? Es una sospecha que los acontecimientos posteriores parecen confirmar. Se acerca Navidad. Jordi empeora repentinamente. El doctor lo tiene atrapado. Come apenas. Desde que salió del hospital a mediados de septiembre, Jordi Pedret ha bajado casi veinte kilos. Ahora está en los huesos. Se consume en su oscuro, maloliente y pequeño cuarto de Linnaeustraat.
A fines de diciembre logra finalmente localizar a la señora Tuin, la que asegura en todos los tonos que tendrá todos sus papeles a más tardar durante la primera semana de enero. Han pasado casi tres meses desde que Jordi Pedret pasara sus papeles a la asistente. Es la enésima vez que la señora Tuin dice lo mismo.
Día de Reyes
El Día de Reyes comienza el último episodio de la vida de Jordi Pedret. Se ha debilitado enormemente. No se puede levantar. Le tiemblan las manos. Apenas habla. Lo dolor lo está matando. Y el doctor solo le receta unas tabletas contra los dolores artríticos.
Decidimos entonces pedir la ayuda de un médico. El día anterior, José Antonio, uno de sus amigos más leales, no ha sido capaz de convencerlo de llevarlo a un hospital. El seis de enero no podremos internarle porque el médico de cabecera debe autorizar su ingreso. Y el médico solo pasará a ver al paciente al día siguiente. El 7 de enero Jordi Pedret sale en ambulancia del restaurante, acompañado por dos enfermos y dos amigos. Hacia las tres de la tarde ha llegado el doctor Schooneveldt que reprocha a Jordi no tener sus papeles en orden. “Ya, ya”, dice Jordi. “¿Qué quiere que haga? ¿Qué me muera aquí?” “Sí, eso parece que va a pasar”, le respondió el médico, cruelmente.
Fuera de la habitación nos reunimos con el doctor. Se le internará. En uno de sus llamados, el doctor solicita su internamiento para combatir el dolor y someterlo a un tratamiento paliativo. “La condición de Jordi”, dice, “es deplorable”. Llamamos al doctor Mello, pidiéndole que lo interne en su hospital. Mello nos dice que se lo pedirá al doctor Gast. El doctor Gast hablará a su vez con el director de su hospital. Este, finalmente, no autoriza su ingreso. Jordi Pedret no tiene papeles. Que los papeles están en trámite, argumentamos.
Pero en el Hospital Antoni van Leeuwenhoek no confían en que la señora Tuin haya efectivamente iniciado los trámites. Seguro que desconfían hasta de su existencia, porque no ha dado respuesta a ninguno de los mensajes telefónicos de los doctores. La señora Tuin tampoco dio respuesta a los faxes que le envió la enfermera del barrio, que debía ponerle las inyecciones del nuevo tratamiento, en diciembre. Tampoco respondió los mensajes de los amigos de Jordi, pidiéndolo que acelerara la tramitación de sus papeles. Tampoco respondió el fax de un asesor jurídico que buscaba aclarar con ella la situación legal de Pedret.
Finalmente, otro hospital, el Hospital San Lucas-Andreas aceptó su ingreso. Lo llevamos a Urgencias. A la media hora aparece una doctora, su ayudante y una enfermera. La doctora dice que no hay razones médicas para autorizar su ingreso en el hospital. La mujer somete a un breve examen a Jordi, el que incluye que camine. Es difícil creer lo que dice y hace la doctora. Jordi Pedret no debe pesar más de cuarenta kilos, tiembla por todas partes, lo que se ve de él no son más que huesos y tiene el cuerpo retorcido y encorvado por el dolor. Le explicamos a la doctora que tiene cáncer. Le pedimos morfina para él. La junta desaparece por la puerta. Volvió la doctora con dos paracetamoles. No sería sino hasta el día siguiente por la tarde que le colocarían en la espalda un parche con morfina.
Jordi Pedret por fin se relaja. Por primera vez en cuatro meses. Se le va el dolor. Se ríe. Está contento de que por fin –pensamos sus amigos- se hagan cargo de él. Fueron cuatro meses de arrastrarse a duras penas por las salas de espera de pacientes externos, algunas veces acompañado por algún conocido solidario, otras solo, sin aliento, mostrador tras mostrador. Arreglamos algunos asuntos. Nos pide que le llevemos un pijama. Con la prisa y el desorden, su ropa quedó en el restaurante.
Lo trasladan a un cuarto. Lo asean. Le cortan las uñas. Tiene apetito. Hasta mira televisión. Más tarde en el hospital se enterará de que el tratamiento en el hospital del cáncer ha sido suspendido. Apenas le importa. Pero el ocho de enero le quitan la morfina. Y vuelven los dolores. Hasta el día de su muerte, toda vez que fuimos a verle al hospital, le encontramos gimiendo de dolor. Y cada vez pedimos que le diesen morfina.
El lunes doce de enero lo encontramos completamente desnudo en la cama, con la puerta del cuarto ampliamente abierta. Había tres vasos en su mesa: dos de agua y uno de yogur. Llenos los tres. Pedret se revolcaba de dolor. Protestamos ante el enfermero por el abandono en que se encontraba Pedret. Nos enteramos de que no ha comido nada. Y bebido apenas. Nos dice que Jordi no tiene hambre. Nos sorprende. Nos quedamos lelos de asombro. Le decimos, y modulando lentamente, que Jordi Pedret no puede sostener siquiera una cuchara, que hay que darle de comer y beber. Recién caímos en cuenta de que en el hospital, quizá, no le estén alimentando. ¿Será posible? Pedimos ver a los médicos encargados, que no sabemos quiénes son todavía. Pero no tienen tiempo. Solo nos pueden recibir el miércoles catorce. Jordi apenas habla.
El miércoles nos reunimos con uno de los doctores, el pelirrojo señor Altinger, y con la señora Philo Jagers, asistente social del hospital de San Lucas. El doctor tiene una incomprensible actitud de hostilidad. Protestamos por el abandono de Jordi. Nos dice que ese es el tratamiento que se da en su hospital a los pacientes terminales. “¿Matándoles de hambre y sed?”, preguntamos. Queremos que se le ponga suero. Sostiene que no es necesario alargar la vida de los pacientes terminales. Uno no sabe lo que oye. Pedret morirá de todos modos. ¿Hay que tratarlo así? Este colorín imberbe e inhumano es doctor y nos está proponiendo poco menos que matar a Jordi. Dejarle morir de inanición. En esos momentos se nos confirman las peores sospechas. ¿Son realmente capaces de dejar morir a alguien porque es un paciente terminal sin papeles, sin seguro? ¿Es neonazi el doctor? ¿Está aplicando una circular de gobierno que no conocemos? ¿Le han prometido impunidad? ¿O simplemente es demasiado joven y demasiado torpe?
Y los malditos papeles. Según la señora Jagers, cuando las casas se empiezan a quemar, las dejan arder. Sin embargo, promete ayudarlo.
Ese miércoles catorce Jordi “cenó” con nosotros, justamente antes de la reunión, un plátano, una lonja de embutido de pollo, un trozo de queso, un vasito de yogur y algo más de medio litro de agua. Ese día, como los anteriores, sentía un intenso dolor, pero los enfermos se negaban a darle analgésicos más potentes. Esa tarde le dieron diez milígramos de sevredol.
El jueves quince, a comienzos de la tarde, llamamos a la señora Jagers para enfatizarle que no queremos que se prive o niegue a Jordi Pedret alimento o bebida, que se proporcione morfina contra el dolor y que nos oponemos a toda forma de terminación de su vida. Le pedimos que cuide de que Jordi Pedret sea debidamente atendido. La señora Jagers reacciona de manera extraña. Nos cuenta que ha logrado hablar con la señora Tuin, la asistente social. Que le ha dicho que los papeles de Jordi estarán listos en muy poco tiempo. Que el seguro médico está en trámite.
Cuando llegamos al hospital ese mismo día algo más tarde, Jordi había muerto. Tenía una terrible expresión de dolor en su cara. Los enfermeros no pudieron estirar su pierna izquierda. Alguno le cerró los párpados.
Jordi Pedret murió abandonado en el cuarto de un hospital.
Murió sufriendo los últimos días de su vida dolores espantosos solo porque no era un paciente asegurado. Murió la mala muerte que murió porque no pudo contar a tiempo con cuidados médicos adecuados. Murió esa mala muerte porque sus cuidadores en el hospital se negaron a suministrarle morfina, que era lo único que aliviaba su dolor. La manera en que fue tratado seguramente aceleró su muerte.
También murió de muchas cosas más. Murió esa mala muerte por la criminal indiferencia de la burocracia que representa la señora Tuin, porque si Jordi Pedret hubiese contado con seguro médico (que había solicitado en septiembre de 2003) para enero de 2004, habría sido internado en el hospital del cáncer y habría seguramente contado con cuidados más adecuados que en el hospital de San Lucas. Y, en realidad, podría haber gozado de asistencia médica mucho antes de que fuera necesario internarlo al hospital solamente a morir en una cama. Su muerte era inevitable, pero no era necesario que muriera de esa manera, justamente en el cuarto de un hospital.
¿Pretenderán los nuevos gobernantes que la gente sin papeles deba morir en la calle si no pueden hacerlo en otro lugar? ¿Qué si enfermen debe privárseles de auxilio y acelerar así sus muertes? ¿Que no se les puede siquiera aliviar el dolor de la agonía? ¿Son acaso los sin papeles los nuevos leprosos de esta época?
Sin embargo, Jordi Pedret trabajó aquí durante más de quince años y cotizó todo el tiempo sin hacer nunca uso alguno de los servicios del seguro médico. Es solo en los últimos años que Jordi no está en el seguro, porque no le llega el dinero para ello. Pero, además, Jordi Pedret es un ciudadano europeo, da por sentado, como otros, que se le tratará de manera humana y digna en cualquier hospital de la Unión Europea. No sabe, no queremos darnos cuenta de que Holanda se desliza cada vez más hacia la aplicación de prácticas neonazis a los que considera indeseables: los sin papeles.
Lo que se entenderá que esa manera de tratar a los pacientes extranjeros y sin papeles no tendría lugar si ocurriera en el contexto de una sociedad y un gobierno dominados por la xenofobia y la codicia. No ocurriría si no hubiese circulares y leyes que las imponen.
Tampoco ocurrirían si no hubiese doctores que piensan que es permisible dejar morir de inanición a un paciente, privándole de alimento y cuidados médicos, por carecer de papeles –una tarea de identificación que corresponde propiamente a las policías nacionales.
Tampoco ocurriría si no existiesen burócratas criminales y crueles, como la señora Tuin, cuya falsedad e indiferencia fue tan fundamental en la mala muerte de Jordi.
Jordi Pedret Nebot fue sepultado en el cementerio del nueve el viernes 23 de enero. Entre los asistentes al funeral se encontraba el hijo al que dejó de ver hace tantos años en España. También su primera esposa, su segundo hermano y su cuñada. Y un puñado de amigos.
[Una circular oficial secreta de 1997 prohibía a los hospitales atender a pacientes sin papeles].
magana