[Claudio Lísperguer] [Publicado en la revista Pasaje 63, mayo 1998, bajo el título ‘Míster Greene y la rencarnación’].
Al entrar a un cine en la lejana y misteriosa Tailandia, descubrió el señor Sarduy, sentado en las filas delanteras de la sala, que uno de los actores del largometraje de vampiros mexicanos que exhibían era nada menos que su admirado Greene. El inglés, en la pantalla, corría calato pero por una brillante bota de explorador, lengua afuera y jadeando, detrás de una gorda exuberante igualmente calata, que, a su vez, saltaba de piedra en piedra, como quien, en cada piedra, descubre un ratón gigante y caníbal, para que no se la comieran los cocodrilos que la acechaban. Tenía lengua larga y le colgaba. Detrás del inglés corrían cinco negros enanos que llevaban unas plumas gigantescas en la cabeza y con la pichula parada. La hermana melliza de la mujer corría detrás de los pigmeos con una escopeta en la mano. Y un hindú pelirrojo perseguía a la melliza, montado en un elefante rosado, con dos hileras de esclavos albaneses que agitaban unas hojas inmensas para abanicarlo. Al mismo tiempo, cantaban. Desde la montaña que se veía al fondo, semi oculta por una espesa y tenebrosa niebla, un aviador alemán que recién se había caído colgaba de su paracaídas, enredado este en el follaje de un árbol, y miraba la escena a través de unos prismáticos. Llevaba él un ojo de vidrio. Había igualmente un león callado pero bien callado, mirando al germánico desde abajo. ¿Era un felino con hambre? Estaba obscureciendo. Míster Greene alcanzaba a la gorda pero no pasaba nada porque los pigmeos lo atrapaban antes y arrojaban sin parar en mientes a un pozo lleno de pirañas y caimanes. La melliza tropezaba y los enanos se le echaban encima. Tal cual. Rápidos.
El señor Sarduy odiaba al inglés, a quien acusaba de hablar en un idioma ininteligible. Buscó su dirección y comenzó a componerle cartas amenazadoras, hechas con titulares de periódicos, y un buen día, loco de desesperación, fue a esperarle a la salida del Metro, porque el viejo no respondía las misivas. Lo agarró por las solapas de la americana y lo reprochó amargamente. Después trepose a un árbol a comer membrillo, que no probaba hacía más de diez años. Y desde arriba, semi oculto por el follaje, le gritaba que iba a publicar su fotografía en los diarios vespertinos. Greene la buscaba furioso: su pasado ya no era un secreto y estaba en manos de un orate peligroso. Miró furtivamente de un lado a otro y le lanzó un zapato que, cual cometa con cola de llamas, y con tanto tino, le dio al señor Sarduy en la mitad de la cabeza. Comenzó el señor Sarduy a sangrar profusamente., momento que el actor aprovechó para darse a la fuga a campo traviesa. Tenía que matarlo. Un día lo invitó a comer diciéndole, para que no entrase en sospechas, que cocinaría él mismo. ¡Gran cosa! Un escritorzuelo de renombre iba a cocinar para un escritorzuelo de segunda mano, acostumbrado a la descripción de grandes y terribles huracanes. Cuando, pues, se encontraba el señor Sarduy mirando lleno de temor las extrañas pinturas que colgaban de las paredes, pidiole míster Green que observara la tarta que, a grandes humos, se hacía en el horno. El señor Sarduy, sin embargo, no quería ocuparse de semejante tarea. No le interesaban las tartas, explicó. Pero Greene, experto en el arte de seducir, acostumbrado como estaba al espionaje entre países limítrofes, logró convencerlo aduciendo compromisos urgentísimos que reclamaban, esta vez sí, toda su atención. Así, pues, cuando husmeaba el señor Sarduy en la puerta del horno, le pegó míster Greene un empujón, haciéndole caer encima de la tarta. Transcurrido cierto tiempo razonable, le sacó del horno transformado en parte en pastel, una especie de mermelada que, como un volcán que se vacía de su lava, se derramaba por las paredes del anatómico esperpento del actor. Pues, se comprenderá, después de tantos años dedicados a la meditación, no tenía míster Greene manitas para el panqueque.
Invitó míster Greene a cenar a la doña madre del señor Sarduy, engatusándola con la celebración de algo misterioso: ella, cohibida y remolona, aceptó de buen grado. Míster Greene servíale con grandes aspavientos y miradas con guisas de suspiro la extraña tarta. ¡La madre se comería a su propio hijo! La historia se iría complicando cada vez más hasta el punto que ninguno de los involucrados recordaba el origen de la disputa y de los mutuos odios que se regalaban. En otra ocasión, habiendo míster Greene invitado al señor Sarduy a mirar tele, le cayó encima, arteramente pero pensando en lo listillo que era, con un hacha en la cabeza, la que, sin arte ni parte, se volvería a fragmentar en dos enormes pedazos. También en otras circunstancias metió míster Greene una escuela de pirañas en la bañera, las que, al advertir su cuerpo molludo en la tibia agua, no les tomó más de un minuto en devorarle de pies a cabeza. También lo habría intentado durante la exploración de una selva tropical, diciéndole al señor Sarduy lo mucho que amaba pasear debajo de la lluvia cuando había tormentas de rayos y truenos espantosos. Un rayo rompió entonces y fue a caer en medio de la testa del señor Sarduy, partiéndosela en dos partes y dejando al pobre a mal traer y chamuscado.
Recurrió míster Greene a un detective privado, a quien encargó la ejecución de un contrato, vale decir, de ponerle simplemente al revés. Sabía míster Greene que este detective falso se dedicaba a buscar ocupaciones eternas a los enemigos malos de sus contratantes. Hizo, pues, el vicario un plan, olvidándole luego con gran premura y debiendo echar mano, como ya era de hábito, a la más absoluta improvisación. Estando así en una cafetería que fuera alguna vez el centro cultural de la ciudad, encontraba el detective al señor Sarduy, el que, pensando quizá en qué, guiñábale un ojo. Le dijo después, el señor Sarduy al asesino, la mucha vergüenza que le daba, ofreciéndole a modo de compensación, y reclamando su perdón, un elegante saco, al tiempo que le abrazaba y toqueteaba sin gran descaro. Corrió el asesino a los lavabos, donde, y que hacía calor, se desprendió de la americana arrojándola con el agua del inodoro.
Volvió el matador al salón y ahí, sin que el señor Sarduy advirtiese sus intenciones, le amarró uno de los cordones de los zapatos a la pata de una silla. Cuando quiso levantarse, voló la silla por los aires y cayó sobre el infortunado cocinero quien, al verse tan repentinamente privado de la visión, se desplomó en el suelo, convencido de haber perdido la vista. El señor Sarduy, sospechando lo peor, trató de incorporarse, mas al hacerlo volviose a caer, arrastrando esta vez consigo a una vieja pituca que llevaba un chihuahua bien diminuto. Saltó el bicho por el aire, yéndose a estrella contra los cristales. Y como estaba el cocinero aún inconsciente, prendió la cocina fuego, envolviéndose en grandes llamas. Salió la gente como loca, en tropel, aullando, trastabillando, algunas con los brazos y piernas echando llamas y humos. El detective atisbaba desde lejos, sentado encima de una cabina telefónica. Llevaba un impermeable de cuero, con el cuello subido, y hablaba ya con las frases cortas y de tono cortante que hubieren de seducir a tantas enfermeras de todo el globo en boca de Humphrey
Pero no sabía el detective de la existencia de Julio César II, un severo perro que siempre le acompañaba en sus correrías. Llamó este a una ambulancia. Se negó el señor Sarduy a bajarse del árbol al que, en su desesperación, se había encaramado para huir de las llamas y Julio César II le jaló de una pierna. Al caer, rompiose la cabeza nuevamente en dos, descubriéndose esta vez que la tenía llena de unos extraños polvos blancos. La policía acusole de tráfico de drogas, y al meterle a un hospital a que se recuperara de sus heridas y miedos, no olvidaran de atarle una pierna, con una gruesa cadena de muelle, a la pata del camastro donde yacía. Mister Greene desesperaba. ¿Y si el señor Sarduy, en su afán por aparecer en primera plana, revelaba su oscuro secreto?
Abordó, pues, el primer avión con destinación del Congo belga. Al llegar al aeropuerto, sin embargo, primero un grupo de aduanero, y luego uno de policías, le metieron en una gigantesca jaula, trasladándole más tarde a otro avión con destino a Madrid, aduciendo a grandes gritos, como damas ultrajadas, que no tenía visado de entrada.
Míster Greene se ponía pues triste muy triste y, ya instalado en la capital, enamorábase de una colegiala en edad de merecer, aunque, dadas las costumbres del lugar, cometía seducción de menores. ¡Pero es que el amor es ciego y no sabe nada de nada! La mozuela parecía inocente como una azucena de invierno, casi mosca muerta, diríase, por tanto remilgo y diretes, pero en cuanto tenía ocasión dejaba asomar el culito, levantándose levemente su mini fucsia, cuando míster Greene la seguía a algunos pasos, hábito que había adquirido para evitar que las sospechas cayesen sobre el vejete enamorado. Levantábase ella la mini para que él pudiese admirar sus nalgas redondas y bien formadas, que ninguna braga impedía admirar plenamente, y corría él así enloquecido, jadeando y lengua afuera, en pos de la niña grande. En el parque finalmente, y a oscuras, solos ambos en la arboleda, chupábale la mosca muerta la embravecida pija. ¡Al, el amor! Súper prendado se encontraba, mas la familia queríale matar.
Se iba así por los campos, a esperar que estuviese en edad de contraer. Años después volvía a la ciudad, ahora en ruina debido a los muchos pecados y estupros conocidos, a cumplir su promesa.
Tenía muchos duros y pesetas, además de libras esterlinas y dólares americanos, francos franceses y belgas, y florines holandeses, y coronas suecas, que guardaba celosamente en potes vacíos de pimientos morrones, pues sus novelas se leían en todos los continentes. Así, nadie se extrañó cuando le puso un bonito chalet en las afueras de la derruida capital. Mas, poco después, volvíase a enamorar locamente, esta vez de la nueva doncella, la que, como la ama del nuevo hogar, desconocía la existencia perentoria de la lencería blanca (no de la negra, pero eso es harina de otro costal). Pasó el tiempo, apacible como de costumbre, deshojando las hojas del calendario. Míster Greene tenía un nuevo amor.
Mosca Muerta juró venganza por el deshonor, se operó y, sin escatimar esfuerzos, se fugó con la sirvienta enamoradiza, explicándole que en su país y en honor de los dioses tutelares, tenía más valor el amor con fuga que sin ella. La doncella, corta de luces, le creyó de pies a cabeza. Cuando míster Green se enteró finalmente de que su esposa se había fugado con su propia amante, a la mayordoma del chalet de las afueras, le vino como un arranque de demencia, como los que acostumbraba apreciar en sus tías solteronas, y le sobrevino un infarto que le tiró por los suelos, dejándole despaturrado y moviéndose como cerdo en una batea.
Entretanto, la ley había metido a Julio César II en un calabozo. El perro, a guisa de protesta, negábase a comer. El inspector de policía, enterado de las aventuras del detective privado, le pidió que convenciera al valioso can, permitiéndole usar todo tipo de argumentos y amenazándole con la excomunión. Era evidente, pensó luego el detective, que Julio César II hacía días que no comía, pues parecía todo él una sola clase de anatomía. Agosto, pensó el sabueso: deberían venir calores tórridos y horrendos. Llovía con furia, las gruesas gotas rebotaban con fuerza y abrían grandes boquetes en el pavimento. Se dirigió luego, se asegura, mal hospital donde yacía el drástico escritorzuelo de trombas tropicales y erupciones volcánicas.
Estaba el señor Sarduy durmiendo tan plácidamente, que cuando el detective le puso un almohadón en la cabeza con la intención de darle un achuchón amistoso, ni siquiera suspiró. Visto lo cual, se dice, se sentó sobre el cojín hasta que el escribano adquirió un católico tono morado. Volvió días después a recoger a Julio César II.
Julio César II era en realidad el único perro que hubiera conocido míster Greene. ¡Mismamente lo juraba! No bien intercambiados los primeros saludos que corresponden a semejantes ocasiones, le invitaría a degustar un moksi meti, un plato característico en las innúmeras islas del mar Caribe, que mezcla con cierta parsimonia embutidos y morcillas, trozos de cerdo y pollo, patatas, piñas y abundante arroz. Era un plato de su predilección. Empero, se metía un día antes en un tugurio, de donde salía muy excitado contándole al vicario de oreja de palo que había encontrado al Rey Graham. Entró pues al lugar donde se enteró de que el rey se había enamorado de una princesa a la que unos malos truhanes habían secuestrado. La tenían presa en la torre de un castillo, en una isla remota rodeada de aguas pantanosas con cocodrilos y brujas disfrazadas de hadas madrinas y ramas secas de unos escuálidos troncos a orillas de las feísimas marismas. El rey le pidió que lo ayudase a rescatar a la dama de su corazón, entregándole un llaverón de oro que, según el monarca, era el único que abría las puertas del aposento donde se encontraba ella. Un calor horripilante azotaba la floresta, haciendo caer de las chimeneas a las monjas voladoras que, cada verano, anidaban en las copas más altas. Claro, pensaba él, también es verdad que los lugareños llamaban floresta a lo que en su opinión no era más que un montón de renacuajos tamboreados y enterrados de cabeza en las infértiles arenas del territorio. Mas, recibido el llaverón, se metía el detective a una monona casita a ver si lograba averiguar algo del tenebroso lugar. Había en la única cama como un bulto que, a la distancia, parecía ser una afable abuela. Pero, cuál no sería su sorpresa al ver que, cuando le ofrecía un tazón con sopa de pollo que, según se leía en un letrero al entrar a la habitación, era el mejor manjar con que agasajar a la octogenaria, desprendíase de las mantas un tremendo lobo gris plateado con las fauces ya abiertas en expectación del carnoso botín. Diríase que salió del lugar simplemente raja. Siempre corriendo, ponía los pies en una pasarela de cordel ubicada con cierta dejadez y seguras malas intenciones sobre un profundo precipicio. No obstante, no se atrevió a cruzar. Se metió, en cambio, por un hueco, al tronco de un gigantesco árbol. Se creyó a resguardo hasta que oyó la voz de pito de un nomo que le conminaba a que le entregase la llave del aposento. Como el detective se negase, agarró el enano un inmenso martillo con el cual amenazó despachurrarle la cabezota, ya gris por las tantas penas pesadas. Viendo la extraña marmita de la que emanaban raros olores y humaredas, creyéndole así caníbal, salió también raja del vegetal y se perdió en la lejanía.
Julio César II, a todo esto, había extraviado la huella y ocupado en arrastrar la narizota a ras de suelo, para el caso de que este le dijese algo que le ayudase a rencontrar el camino, no advirtió que se subía a una patética embarcación en forma de plato y a la que los habitantes del lugar habían dado en llamar naves volantes, agregando paradójicamente no saber de dónde eran originarias ni si lo eran realmente de algún lugar. Así, pues, los estrambóticos vericuetos de la vida, terminó conduciendo, pero al buen tuntún, apretando este botón y otro, ya que no podía abrir ninguna de las compuestas que daban a la Tierra. Llegó así a un rojo desierto justo en el momento en que la nave cedía y se estrellaba contra el suelo, que resultó ser nada menos que el de una de las extensas y desérticas extensiones del planeta Marte. Mas el suelo de este planeta, rojizo y arenoso, polvoriento y asaz neblinoso, estaba lleno de monstruos subterráneos y caníbales que, al asomar sus cabezas tentaculares en la superficie, chupaban la sangre de los desprevenidos caminantes, dejándoles convertidos en mamelucos desinflados y rencorosos. ¡Glup!
Le esperó el detective, paciente, en los alrededores del lugar, sólo para encontrarse con uno de sus temidos amigos, un pintorzuelo que obedecía al nombre de Donatello. “La policía te busca por el asesinato del cubano”, le dijo, aparentando abrocharse un repentino cordón de zapatos. “Imposible”, respondió el ojo sagaz. “No me vio nadie”. “Te delató Julio César II”, le explicó el pintor, al tiempo que brincaba con facilidad y desaparecía en los tubos del desagüe. La red de cañerías que constituían el antiguo alcantarillado romano estaba ocupado por ratas gigantescas, aunque aparentemente educadas, que, habiendo trabado migas con Donatello, trepidaban grandemente en comérselo a mansalva.
Se ocultó nuestro héroe detrás de un macizo roble a esperar la liberación del funesto can, Julio César II. Y cuando este, a más no poder de alegrías y alabanzas al Señor, moviendo alegremente sus pies disfrutando de la recuperada la libertad, le asestó un formidable golpe en la cabeza, partiéndosela en dos. Por traidor.
Se marchó, pues, a casa de su mujer, con la mente llena de planes para rescatar a la princesa de la torre del castillo. Podría poner, pensaba él, un palo para unir un lado del precipicio con el otro, para poder cruzarlo, ya que, calculaba afanoso, no era tan ancho. Pero, ¿si se quebraba y caía e iba a dar a las marismas llenas de las sabandijas glotonas que había visto al mirar el abismo? Porque, recordaba, en el bosque no había más que palos resecos e repodridos. ¿Y cómo es que había ahí cocodrilos? Olía todo mal. Mientras tanto, el inglés había llamado para saber del señor Sarduy. Había encontrado trabajo, le informó, como bibliotecario.
Así, entonces, le encontraron sus refunfuños en la cocina de su mujer, donde esta había preparado gallina gallega con setas silvestres acompañada de patitas de avestruz, un plato que, según decía, era capaz de parar a un muerto, debido, según se creía, al contenido alucinógeno de las setas. “Tenemos invitados”, le dijo ella, perentoria y prepotente. Al poco rato, apareció un ratón grande, tan grande como ser humano, que se presentó con el nombre de doctor Splinter, asegurando ser doctor en física nuclear y bellas artes, y que llevaba un impermeable color ceniza que había adquirido en una renombrada tienda para exploradores de Nueva York. El pobre, corrían los rumores, había sido abandonado de niño, cuando era muy chico, y se había refugiado en las cañerías del desagüe, habíase alimentado de materias extrañas que debían explicar su extraordinario crecimiento. Todos le tenían en horror, tan fuerte y alto era. Y todos teníanle por antropófago. Por eso, pensó el detective, viviría en las alcantarillas, alejado del comercio humano y de las innumerables ventajas que ofrece la vida en sociedad. Era, pues, un ratón nipón. Probablemente, pensó para sí, un científico que se había convertido en roedor en uno de sus experimentos. Tal vez, se dijo, había discutido con su mujer, la que, abandonada, había sido ultimada por otro nipón malo, el que, a su vez, le habría alimentado algún menjunje misterioso para aumentar su tamaño. Aun así el malo, pensó, quizá le quisiera matar aún, pues no había presenciado su muerte. Habíase luego enterado de que el ratón había emigrado a América, posando de polizonte en un barco, donde vivía solo y agripado y rodeado de los veinte tomos de una enciclopedia de la historia del arte. Así, gustaba de desvariar sobre la pintura rococó y la del Renacimiento, un periodo caracterizado por una exuberante solemnidad. Estaba, diremos, tomando sopa de gallina gallega cuando se quedó profundamente dormido, yendo su cabeza a dar a la sopera que hacía, para él, glotón empedernido, las veces de plato sopero. Murió ahogado. “Nos van a acusar de haberlo matado”, estalló su mujer. El detective sopesó la situación: era grave, gravísima, pues los ratones de la ciudad sospecharían gato encerrado y, ya que el ratón nipón iba por la vida como rey de las ratas, era difícil predecir qué harían sus súbditos. Quizá declarasen la guerra a la humanidad. Y el ataque podría ser artero y veloz, ya que, sabía él, se comunican por la punta de los bigotes, que son como sus antenas. Cuando quieren hablar, recordó, los mueven. Pero más temible todavía era que se comunicaban con los ojos, los que, cuando emprendían algún intento de comunicación, los ponían chicos muy chicos. Mas, no queriendo dejarse llevar por tales pensamientos, y sin reflexionar más, arrastró el cadáver a la biblioteca, desde donde llamó a un amigo escultor. La mujer, entretanto, alegando tener terror a los ratones, se había escondido debajo de la cama. Los ruidos provenientes del exterior habían convencido al detective de que los ratones ya habían comenzado el ataque contra la ciudad. Rápidamente, y saltando las necesarias precauciones, el escultor metió al ratón gigante en un cajón con cemento instantáneo. En menos que canta un gallo lo sacó nuevamente, pero convertido en una monona escultura de ratón, igual de grande que antes, pero duro como piedra. El detective, creyendo que así se despertaría mejor, le puso un gorro de dormir en la cenicienta testa, mostrando de esta manera un inmerecido irrespeto por la sabiduría que da la experiencia a los vejetes.
El ruido, cada vez más estremecedor, hacía imposible todo diálogo. Era evidente que las ratas atacaban los cimientos de la casa, tal vez, se dijo, para entrar. El escultor se apanicó y se metió también debajo de la cama. De pronto en la lejanía, y cuando todos daban todo por perdido y se encomendaban a sus dioses respectivos, una sirena policial puso en estampida a las ratas, las que muertas de miedo rajaron del lugar. “Pero, ¡si eres mi hermano!”, exclamó la mujer llena de consternación al ver al escultor. Se abrazaron tiernamente al reconocerse, pero ella, en realidad, estaba casi muerta de vergüenza y meditaba ya en la conveniencia de meterse a un convento por el resto de sus días a expiar su pecado. Sabido es que, en aquellas arcanas sociedades, las víctimas de la transgresión eran internadas en complicados laberintos dedicados a la meditación y al mutuo mete y daca de los dedos. Se puso el detective su americana. “Vete con él”, le dijo a la sorprendida damisela. “Tengo otras ocupaciones”.
Se subió luego al Metro Zapata, divisando en ese momento al inglés míster Greene, quien se hacía sacar lustre a los zapatos en una plácida plazuela céntrica. Invitole a una cerveza. “El señor Sarduy sabía que eras inmortal”, le dijo Greene. “Todo fue un plan para deshacerte de ti. Por eso el señor Sarduy se metió al noble comercio del sapolio. Si no hubiese sido por el perro”, declaró al fin, cansado, “te habrían matado”. “Hace años que veo a Julio César II”, le dijo, por la extraña declaración del pintor y procurando no soltar presa sobre su pretendida pero no menos real inmortalidad. No era asunto de hablar a tontas y a locas con el primer venido. “Hay más”, anunció míster Greene, ominoso. “El señor Sarduy tenía que meter el sapolio en un saco tuyo, para comprometerte. Mientras el escritor hablaba, miraba el detective por el rabillo del ojo.
Es que habían entrado al local dos raptores de niños. Se levantó expedito y se dirigió a los lavabos, cuidando de pasar cerca de la mesa de ellos y guiñándole un ojo, al tiempo que se acariciaba la nariz, a uno de los malos. Al entrar a los servicios, y viendo que el aludido se levantaba, se subió sobre la hoja de la puerta. Cuando, pues, este cruzaba el umbral, le partió con un hacha la cabeza. Cuál no sería su asombro cuando vio salir de ella a un topo. Así, sin pensarlo siquiera, le partió en dos la cabeza al topo, la que metió en una cajita de bombones suizos, dentro de la que, al mismo tiempo, depositó una bomba relojera. El paquete, envuelto en perfumados papeles marmóreos, lo envió con el mesero al raptor que, a la mesa, disfrutaba desprevenido de las deliciosas tapas del nuevo cocinero del lugar. Así, pues, explotó el paquete.
Se dirigió así a casa de su novia, en la que míster Greene no tardó en aparecer. La novia se dejaba hacer. Al poco rato se vio llegar a su mujer, arrastrando tras de sí, con gran jolgorio, la estatua del ratón. “Me vuelvo donde mi madre para acompañarla en sus últimos años”, le dijo. Dos lagrimones descendían por sus mejillas. “Alquilé la casa a un estudiante de leyes y te traigo lo único que tienes. Espero no verte más”. Mas, como para poner más pimienta en la descripción de la tortuosa personalidad que reinaba en esas sociedades en esas épocas, antes de abandonar el sitio se dirigió presta a rebuscar en la nevera, donde encontró el cadáver de un pollo cocido. “Me lo llevo”, le dijo a la novia, alzando a la pobre bestia de una pata. Curiosamente se encontraba la novia ocupada con la lengua de míster Greene y no les prestó atención. “Bruta”, se dijo. “Podría enfermar de cualquier cosa. Salió, pues, ella balanceándose apenas sobre sus altos tacones de aguja. Nunca los había usado antes.
Míster Greene le ofreció enseguida un licorcete para combatir el frío y despejar los pensamientos, sin decirle, ciertamente, que contenía barbitúricos que le sumieron en el más profundo sueño del que tuviese memoria-. “Creo que es el comienzo de una bella amistad”, oía el detective lejanamente, decir a su novia al escritor.
Sólo después se sabría que míster Greene y su novia habrían de casarse en la antigua capilla de Saint-German, en cuyo rincón, en el pequeño cementerio siempreverde, se encontraba una singular estatua de un ángel de bronce meando a contraviento. Mas, el destino no les había sonreído: al contrario, fue como si este, como su tuviese conciencia de sí, hubiese derramado sobre ellos todos sus disgustos metafísicos –el de haber creado a la humanidad sin motivo alguno, aseguraban algunos teólogos de las antiguas academias. Míster Greene, prosigamos, terminó haciendo de bailarina turca, fuertemente maquillada y cargada a un estruendoso rouge matutino, en un náiclub del muelle, ya que sus derechos de autor no le permitían satisfacer los extravagantes gustos y caprichos de la mujer. Al poco tiempo debió vender todos sus enseres, en una subasta pública que terminó con su reputación por los suelos. Pusose luego a beber, dejando de escribir por muchos años.
También fue el destino el que quisiese que la antigua novia del detective le visitara a menudo para, como dicen los habitantes de esas comarcas, parar la olla, vale decir, obtener las necesarias menestras para satisfacer las naturales necesidades de la prole. Y así, leyole una tarde las palmas de la mano, diciéndole que viviría él cien años. En los espectáculos que fuero no la causa sino el resultado de su trágica caída, actuaba míster Greene un acto circense, en el que su mujer le azotaba con un látigo para hacerle gritar, en medio de las carcajadas del público, el espantoso cocoricó de las gallináceas. Sintiéndose humillado, hubiese de establecerse en África, donde su mujer adquirió una notoria, desmesurada gordura. Se deshizo el detective de la peligrosa estatua del señor ratón, depositándola a escondidas en el antejardín de la casa de la Mimi Chávez. Al poco tiempo, empezó a recibir las visitas que se hicieron cada día más frecuentes, de una multitud de gentes que, descubrirían poco después, veían en la estatua la representación de uno de sus dioses. Pedíanle a menudo que hiciese llover, como acostumbra a los pueblos que inician sus días no con el bullicio artero y eroticón de la noche sino con el graznido asaz temible pero sano del canto de los gallos. Terminó Mimo pintándose un punto rojo en la frente y haciendo de sacerdotal pitonisa, llevando con ocasión de importantes ceremonias del templo nada más que un pequeño babero que no alcanzaba a cubrirle las tetas. Los fieles depositaban sus monedas de oro en la boca del ratón. No pasaron muchos años antes de que, protegidos por las oscuras noches de la región, saliesen del templo en su oscura limusina para dirigirse a una hacienda en las costas de Veracruz.
Recordaba también que, aparte augurarle que se dedicaría a leer pronósticos del tiempo, le había dicho que no veía el fin de la línea de su vida, vale decir, que era inmortal como los dioses. Y diose el detective a regurgitar las antiguas consejas del Imperio, que aseguraban que las novias no se equivocaban nunca. Creía además que la querían muerta, por lo que no pasaba los días más que refugiado en un denso bosque gótico y solo en compañía de un esclavo. Pusose a estudiar química, la que permitió elaborar una engreída fórmula de la inmortalidad y, no teniendo nada más de hacer, se la pasó a Mimi, que le preparó un guisado abundante uso del extraño potaje que había sido el resultado. Mas, la ansiedad llevó al detective a atorarse con una espina, a causa de lo cual se puso primero rojo, luego verde marrón y, finalmente, verde morado, quedándose más tieso que animal embalsamado. ¡Qué brutalidad!
Se vio de pronto solo en África, solo para al recuperarse del asombro, descubrir que en lugar de su reflejo se veía solo la triste figura de un mirlo. Así, pues, convencido de la inutilidad de la reflexión, se pasaba algunos días por el huerto de míster Greene, sembrado con gran dedicación de coliflores y tomates, donde veía a su antigua novia sentada a la sombra de un ciruelo en flor. Pasaba pues volando por encima de ella, meándola profusamente. Se sabría luego que ella reaccionaba enfurecida y, despotricando contra la avecilla, le apuntaba y disparaba con un tenebroso arcabuz. Tenía ella mala puntería, por lo que nunca le daría. Habíase puesto ella tan gorda que cuando caminaba, rememoraba él, parecía una lavadora descompuesta, estableciendo una extraña relación entre un modo de locomoción y un artificio de la mente. Cuando se es pájaro, se ven las cosas muy diferentes, reflexionaba a menudo. Por ejemplo, no podía dejar de mirar por si veía gusanos por ahí; no podía evitarlo, por más que le disgustara la idea de, además, engullírselos. Las gallinas han terminado, piensa, en causarle los mayores disgustos y le caen terriblemente mal. Y ha adquirido un repentino y y estrambótico temor de los gatos y otros felinos. Están, habría de reflexionar, siempre haciéndose los giles, a ver si te agarran.
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