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[Claudio Lísperguer con Federico Montoya] [Este cuento fue publicado en el número 34 del fanzine Ciudadela (Amsterdam, Países Bajos), de mayo de 2001. Ha sido corregido].

La noche era densa. Soplaba una brisa cálida y, a través de los alerces que rodeaban la antigua y patricia mansión, los ralos rayos de luz que arrojaba una menguante luna se posaban gentiles sobre sus persianas entreabiertas. Si uno mirara, o hubiese mirado hacia el edificio, habría podido observar que una figura encorvada, de joroba sobresaliente y el cuello del gabán subido, se movía -aunque como si saltase sobre la punta de los pies- sigilosamente de una ventana a otra, su cuerpo arrojando unas sombras tan tenebrosas como romántico-tedescas sobre las paredes de las habitaciones. Uno habría también observado que en la mano derecha, que alzaba por momentos dibujando certeros trazos en el aire, como quien clava un puñal en el corazón de un vampiro búlgaro malvadísimo, llevaba un gigantesco y brillante bisturí plateado. Si uno hubiese podido oír lo que ocurría al interior de la mansión, habría oído las carcajadas esquizofrénico-paranoicas de la figura.

También habría uno visto que la figura se desplazaría por las frías escaleras de mármol hacia abajo, para abrir el portal que daba a los jardines. También que los cruzaba con sigilo, mirando de un lado a otro. También que abriría las refunfuñonas hojas de hierro labrado del portón de salida, con muchas lilas y azucenas de aire gótico, siempre mirando de un lado a otro. También que llevaba un saco de lona en una mano.
Era la figura de un hombre alto y robusto, pero jorobado. Llevaba efectivamente un gabán, desde debajo del cual se asomaban unos pantalones blancos y zapatillas de gimnasia inglesas, con el cuello subido, para ocultar seguramente su rostro y para infundir en su porte un aire peligroso y de pocas y bruscas palabras. Los pantalones provendrían de su profesión de asistente médico; las zapatillas las llevaba para, en caso de emergencia, poder correr con más celeridad. Miraba siempre a hurtadillas, estirándose entonces el cuello del gabán, y hacia atrás, para ver si alguien le seguía. Quizá brillaban sus torvos ojos.

Se le podría haber visto entonces salir de la mansión y dirigirse raudo – aunque cauteloso -, cruzando viejas calles adoquinadas de farolas antiguas de haces amarillentos, hacia la catedral de la pequeña ciudad que, imponente aquella, dominaba su plaza principal, dándose así un aspecto tan fúnebre como divino, con sus altas y gaudescas torres y arrojando las sombras tenebrosas de los cientos de demonios reptilescos y rabudos que hacían de gárgolas. Pararse entonces, al llegar a la plaza, detrás de un plátano oriental, y mirar casi con obsesión, el pelo desordenado & los ojos desorbitados, las uñas casi clavadas en la corteza del árbol, hacia la puerta de la iglesia. También mirar hacia el campanario, con un doloroso gesto que explicará su jorobada espalda, y concentrarse en las manecillas del reloj de la torre, que marcaría entonces exactamente un minuto para la medianoche. Y que reiría malvada y socarronamente, haciendo restallar su bisturí entre las sombras que arrojaría la arboleda, la plaza desierta bajo la débil luz de la luna. Sabríamos que sería la hora en que terminaría la misa nocturna y que pronto los píos feligreses que habrían asistido al servicio abandonarán la casa de Dios para encaminarse, encogiéndose de terror al oír los agudos aullidos de los lobos de la comarca, hacia sus hogares, donde les esperará una madre santa o una santa esposa y varios pequeños, malvados y chúcaros críos.

Vería uno salir a los devotos, a madres en alegre cháchara con hijas y sobrinas y nietas, deteniéndose a patear el suelo, usando la planta de un pie, para manifestar muy ibéricamente un reclamo de orgullosa soberanía, echándose sobre los hombros una mantilla negra, y volviendo bruscamente los rostros en un gesto de decisivo y faraónico desprecio. Hablarían, se diría, sobre el señor cura. A hombres viriles y gordinflones dándose unos a otros palmadas en la espalda, de quienes se creerá que, de pronto, habrían devenido cristianos rencarnados y que pasarán el resto de sus vidas reflexionando sobre el milagro de los pescados y sobre la suprema enseñanza de Cristo Rey, que todos los hombres somos iguales, puesto que los hijos de los dioses también mueren. A niños encantadoramente malvados, tirando los unos de las otras de sus mononas coletas, con el fin de causarles dolor y humillación; las unas propinándoles a los otros certeras patadas en los testículos, para luego morderles violentamente las orejas, al tiempo que les insultan de las maneras más groseras imaginables, exaltando las conchas de las madres y jurando venganza y cuchillos y venenos. A los perros, esos seres nobles y humildes que algunos dueños llevan a la iglesia pero dejan atados a estacas en los atrios de las parroquias (causando, se dirá, un mal casi impensable, pues serían ellos los cánidos quienes mejor entenderían el significado de las misas), abandonándoles a una soledad triste y miserable, sólo apaciguada por la indolente creencia en la inocencia de los cuadrúpedos. A las empleadas, corriendo solícitas y desesperadas y despeinadas detrás de los críos malparidos & malcriados que, en algún momento, terminarían dándole de patadas en el suelo a una viejecita canosa y setentona. Más bien en segundo plano, detrás de las figuras que saldrían así en amena comparsa de la casa del dios Jehová (pues así decían algunos que se llamaba ese dios, de tan sabios que eran en cosas de geografía física), se vería la silueta del señor cura, todavía en sotana, aventando con divertida soltura el incensario, expulsando y machacando en las puertas de la iglesia los malos espíritus y otras ánimas malévolas. Se creerá que terminaría de este modo el día en aquella comarca, con el suave silbido del follaje de plátanos y alerces al mecerse ante una brisa blanda y calentona, el aullido de lobos y el ladrar de perros, las sombras de la gótica iglesia jugando a adelantarse a las de los beatos, y la visión de una figura que, aunque escondida, se lleva de vez en vez una mano a la boca para reprimir una sonrisa demoníaca.

Vería uno entonces cómo el jorobado seguiría a los fieles, cómo fijaría una mirada pequeña y penetrante en una niña de no más de diez años, de doradas trenzas, falda corta azul plegada, zapatones negros y medias blancas, de sonrisa amable y angelical mirada, que saldrá sola de la iglesia, ya que su madre se encontrará enferma (se diría que podría ser tuberculosis, que muchos historiadores atribuyen a los siglos dieciocho y diecinueve, como si se tratase de especies zoológicas) y que ella, la pequeña, justamente, siendo una muchacha ejemplar, habría prometido a algún santo asistir a todas las misas nocturnas del año si sanaba del mal a su amada madrecita. Iría, pues, sola. Se vería que el jorobado, al vérsele hacer una mueca lasciva y malvada, también sabría que la santa chiquilina iba sola. También que nadie en su entorno, ni siquiera unos ilustres hombretones de bigotes y uñas nacaradas, se percataban de la soledad de la nena. A ella la seguiría entre las sombras de los demonios de la catedral que trazarán todavía juguetonas figuras sobre los adoquines, hasta doblar por una vieja calleja, de balcones derruidos y una antigua galería de madera. Se acercaría rápidamente a ella. Se echaría sobre ella. La sombra de su gabán cubriría el puro e inocente rostro de ella, con sus ojos quizá expresando algún terror. La sombra sobre su cara debe preconizar el triunfo del mal, como si el mal se anunciara por medio de sombras, como antiguallamente dizque presagiaban las nubes el destino de senadores y generales romanos.
Uno habría oído decir al jorobado, sobándose sus gruesas & deformes & hirsutas manotas: «¿Estás perdida, niña?» Ella levantaría la vista, sin mostrar temor alguno. «No, señor», diría, «vengo de la santa misa y me dirijo a casa de mi adorada madre, que no me han educado a mí para salir de parranda ni mover el culo ni chupársela a nadie». Por los ojos del jorobado pasaría entonces una sombra de sorpresa, un repentino e irrefrenable desasosiego, como quien se enfrenta a una chica pelirroja de veinte años que, polaroids y actas en mano, alega ser la hija ilegítima de uno, y de una madre que ya es imposible recordar. Se le oiría decir: «Tengo unos chocolates muy buenos en casa. Vente conmigo, mi casa te queda en el camino». Ella diría: «No señor, no acostumbro salir con desconocidos». Él: «Ah, ya veo que mi joroba te da miedo. Es que estás llena de prejuicios, te crees que todos somos como el jorobado que hace de ayudante de Drácula». Se le verá mesarse los cabellos, llorar descabelladamente, simular un dolor filosófico profundo e inevitable. Ella dirá: «Pues bien, para demostrarle que nada me da miedo, y menos un renacuajo como usted, le acompañaré. ¿Dónde vivirías?», plantándose a la ibérica. «Aquí», dirá él; «a la vuelta de la esquina», sonriendo para sí y saltando, en su agitado interior, como Fred Astaire, pegándose en el aire tacón contra tacón y tratando de subir al techo caminando [habrase de saber que Fred suele treparse a las paredes de salones con pianos de cola blancos], siempre mirando hacia los lados y hacia atrás. Se vería luego la mansión, a través de las rejas de hierro labrado del jardín, con la luna detrás & el croar das ranas & los reclamos dos grillos & o brillar das luciérnagas. Al acercarse al portón, se vería la placa del edificio: «MORGUE». Se vería que ella da un respingo. Abriendo ya, con pesadas llaves, las elocuentes y abisagradas hojas del portal de la mansión, diría él malvado, mirándola de reojo, de abajo hacia arriba, como para enfatizar su falsa sumisión, levantando una ceja: «¿No me dirás que me desprecias porque trabajo en la morgue? Mira tú, que trabajar con la muerte no sólo es tan legítimo como trabajar con la vida (como ser partera, ¿no?), sino además más valioso, porque de existir la muerte, intuiríamos otro destino que este que conocemos, que nos creemos que nos destina a la nada, mientras que la muerte en realidad no existe porque no tiene existencia cognocible y, donc, es inimaginable, por tanto absurda idea). Así que, bien sacadas las cuentas, aquí el superhéroe soy yo». A ella, a la inocente chiquilina, se le oiría decir: «Sí, tienes razón. La caminata me ha dado sed. ¿Tendrás un vaso de leche para mí?» Irán subiendo entonces las frías escaleras de mármol. El jorobado titubearía. Diría: «Eh, sí. Espérame aquí». Se le vería desaparecer por una puerta, entrar a una sala y dirigirse a una nevera curiosamente toda pancha en un rincón, abrirla y echar una mirada apresurada a sus contenidos. Se vería una botella de leche, de esas que todavía suelen repartir los lecheros ingleses, que él tomaría con demente firmeza. Al cerrar la nevera, se oiría también su risa contenida y demente. Se le vería volver. La niña estaría en el mismo lugar, con las manos entrelazadas sobre su barriguita, moviéndolas de un lugar a otro, en actitud de espera. Él la daría la botella. Ella le miraría con amor y agradecimiento, casi con piedad. Y cuando ella se llevase la botella a la boca, se vería cómo el jorobado sacaría el bisturí del bolsillo de su gabán y lo clavaría violentamente, y repetidas veces, en la espalda de la pura y virginal muchachita, que, luego, habrá de caer muerta al suelo.

Uno vería al jorobado mirar hacia abajo y hacia los lados, secarse el sudor de la frente, agarrar el cadáver de la niña por la cintura y echárselo a un hombro. Empujaría una puerta. Depositaría el cuerpo exánime de la muchacha sobre una camilla. Le cerraría los párpados (después de mirarla con descarada ternura), le echaría hacia atrás unos cabellos tan rebeldes como rubios y levantaría la mirada. Vería uno entonces otras camillas con otros cadáveres, formando hileras, a izquierda y derecha de la inocente, y se sospecharía que esos cadáveres también han de explicarse por las excursiones nocturnas del jorobado. Se le vería luego tomar un bloc de notas de la mesita de noche, apuntar rápidamente algo y arrojar el bloc a los pies de la camilla. Volvería luego a bajar las escaleras, a abrir el portal, cruzar los jardines, acercarse por calles mal iluminadas y adoquinadas a la plaza mayor, apostarse detrás de una columna de una de las galerías que circundan la plaza, y detenerse, con el cuello subido, a observar los bares, que entonces, dada ya la una de la madrugada, comienzan a vaciarse. Y se deberá entender entonces que el jorobado iría en búsqueda de otra víctima, siempre anónima, siempre inocente, para agregarla a su macabra colección.

Se verá enseguida al jorobado acercarse a un bar mal iluminado y de sucios ventanales, a través de los cuales, por sobre las blancas y bordadas cortinillas, que se diría amsterdamesas, observar inquieta pero penetrantemente, echando saliva por las comisuras de los labios, lo que ocurriría dentro. Se escucharía levemente, pero más alto a medida que él se acercase a los ventanales, el bullicio de un bar en el que, pese a las buenas costumbres, la gente acostumbra contarse a gritos, entre cuentos de aparecidos y fantasmas, las intimidades menos románticas concebibles. Por los ventanales se vería a parroquianos ensombrerados sentados a las mesas, bebiendo aguardiente y gesticulando con tropical pasión. Se vería al jorobado alejarse del lugar y volver a apostarse detrás de un centenario ciprés. Se vería también, en una de las ramas del árbol, y a contraluz, a una lechuza, con las orejas paradas y los ojos amarillentos, sabiondos y controladamente saltarines. Pasaría luego un hombre pequeño y calvo, que ciertamente acabaría de salir de la taberna, más que alegre, haciendo eses y tropezando con furia, que se detendría frente al árbol detrás del cual se encontrará el jorobado, y que, al ver a la figura, la diría, metiéndose las manos en los bolsillos: «¿No tendrás un cigarrillo? Te lo pago». Se vería al jorobado sonreír con entre picardía y malicia, llevarse una mano al bolsillo, sacar una cajetilla de cigarrillos y, aparentemente, dejarla caer, para decir: «Sí… Oh, lo siento, se me ha caído», levantando una mano y, de ella, el meñique. Y, al agacharse el bohemio desconocido a recogerla, se vería al jorobado agarrar un hacha que habrá detrás del tronco, levantarla e incrustarla con salvaje violencia en la cabeza del señor, rompiéndosela en dos. Debería entonces verse una masa informe de sesos ensangrentados volar por sobre la cabeza del jorobado; quizá si un pedazo de esos cayera sobre el tronco y se quedara pegado ahí, se acercaría el jorobado y lo lamería con satánica lujuria, riendo esta vez a todo pulmón, con una risa ronca y vampírica, convulsionada y ronca.

Uno debería ver luego al jorobado, aunque siempre sólo su silueta, o la mayor parte de las veces, meter en su saco el cadáver del genio tabernero desconocido, echárselo a la espalda y emprender camino hacia la mansión, que todos sabremos que es la morgue de la pequeña ciudad. Debería también verse, mientras él se dirige hacia ella, como siempre por callejas adoquinadas y en tinieblas, uno que otro perro que, después de una incursión en el camposanto junto a la iglesia, cruzan las calles con manos, pies y cabezas humanas en sus fauces. También cómo, al observar este tenebroso espectáculo de la inocencia de las bestias, se vuelve a confirmar la misma inocencia de la creación, como si algún dios nos hubiese creado sin enterarse y que sólo se enteraría cuando se lo digamos nosotros, que es la razón por la que hacemos cohetes e historia de la filosofía. Se le vería abrir el portón, cruzar el jardín, abrir los portales del edificio, subir las frías escaleras de mármol, abrir la puerta de una sala (la misma por donde metió el cadáver aún caliente de la inocente nenita) y depositar el cadáver en una de las camillas. Se le verá secarse el sudor de la frente. Se acercará luego a un lavamanos que habrá en la sala, quizá en un rincón, y se las lavará repetidamente, como se dice que un señor llamado Judas hizo después de delatar ante los tanos a uno de los jefes de un remoto clan, al que le habría dado por predicar el monoteísmo en una época en que todo el mundo creía en una increíble diversidad de dioses, algunos de ellos francamente obesos – como sinónimos de los pecados de sibaritismo y decadentismo -, otros incluso con cabezas y otras extremidades de animales exóticos, de gigantescas y gachas orejas, o de ojos rojos y cuatro brazos ensortijados como gitana malavenida, o con manos desproporcionadas de cuyos dedos saldrían rayos verde escarlata, o vírgenes católicas exhibiendo sus tetas cortadas en bandejas de oro con ribetes de azucenas y olor a madreselvas. Se le verá luego tomar un bloc de apuntes, garrapatear alguna cosa y dejarlo a los pies del cadáver.

En fin, para apresurar el transcurso de la historia, se le verá luego de pasear por entre los cadáveres que se deberá sospechar que han sido el producto de esa noche de las macabras excursiones del jorobado engabanado, examinar ligeramente los cuerpos y apuntar alguna cosa. Se verá luego, cuando se muestren los pies de la camilla, el contenido de los apuntes, que dirán, uno: «Corazón», otro «Riñones», otro aún «Hígado». Y otros.

También para apresurar el desenlace de la historia, se vería luego acercarse una ambulancia al edificio de la morgue, que, como sabemos, es la antigua mansión de una familia de alcurnia que, venida a menos, habrá vendido la propiedad a algún ayuntamiento o compañía de seguros de vida; detenerse frente a la puerta de la residencia; descender a un hombre de capa y sombrero, que entrará al edificio después de que la puerta hubiese sido abierta por el jorobado; acercarse a los personajes en la sala de los cadáveres, murmurar palabras incomprensibles de las cuales sólo se distinguirán sonidos como ‘corazón’ o ‘pulmones’; echarse los cadáveres a los hombros; volver a sacarlos; bajar las escaleras de mármol; cruzar el umbral del portal; depositar los cuerpos en el vehículo. Y luego, debería o deberá verse, terminada aparentemente la lúgubre faena, que el extraño de capa y sombrero saca un fajo de billetes de un bolsillo y los entrega al jorobado, que los contará con un dejo de lujuria, asomando su lengua y pasándola por las comisuras de los labios, riéndose al mismo tiempo con su habitual carcajada demoníaca y esquizo. Se acercará luego el ensombrerado al jorobado y le murmurará algo así como: «Necesito urgentemente un hígado». Y él le diría, el jorobado: «Necesito tiempo. Y costará el doble». Diría el otro: «No te preocupes de eso… Es para una familia importante de Europa, quizá vinculada a alguna casa real, de esas que tienen reyes y princesas… Algún príncipe consorte deberá sufrir de cirrosis, y requiere, se imaginará, un hígado de repuesto, bueno y sano, cuyo portador haya tenido una cristiana y ejemplar vida». Diría el jorobado entonces, siempre riendo y dirigiendo miradas turbias a los cielos: «Ven mañana». Se le vería cerrar los portales del edificio mientras se vería alejarse a la macabra ambulancia.
Se deberá entender entonces que el jorobado de la morgue sale por las noches a matar y vende los órganos de los muertos a otro señor que aparentemente exporta esos órganos a la civilizada Europa o que recibe pedidos de órganos de dinastías europeas, de familias quizá nobles de sangre azul y ricas, que, al ser renuentes a aceptar la fatalidad de algún divino destino que con tanto ahínco y durante siglos habrán predicado, hasta profanarían y de buen humor tumbas, en búsqueda de órganos en buen estado para aliviar los males decadentes de sus vástagos modernos.

Al jorobado se le vería volver a salir del edificio. Cruzar la calle hacia la plaza mayor. También se verá ahora, cuando él cruce la calle que sale de la plaza, el letrero que habrá puesto el ayuntamiento con el nombre de la calle, que rezará: «Calle de la Morgue». Habrá esta vez luna llena. Se le verá acercarse a los ventanales de los bares y cabarets que rodean la plaza junto a su gótica e imponente catedral. Se le verá seguir a un bohemio de bufanda al cuello y sombrero retro que, saliendo de una taberna, intentará rencontrar el camino de su casa y de la compañía y amor de su familia. Se verá al jorobado lanzarse desde la obscuridad sobre el personaje y clavarle repetidas veces un acerado puñal en la espalda. Se le verá ocupado en meterlo en el saco. Y, tonce, en ese momento, se verá que otra figura se acerca, la de un hombre alto y fornido, gritando: «¡Qué estás haciendo, maricón!» Al oír esto, el jorobado se volverá espantado hacia el hombre, pensando en esquivarlo cuando este se arroje sobre él, y darle con un martillo en la cabeza, perforándosela, hasta que se vea el cerebro, o trozos de él, deslizándose sobre las orejas del héroe. En realidad, sólo lo apuñaló. Se verá al jorobado echar al saco al intruso, ponérselo al hombro y transportarlo hacia la morgue. Las tétricas sombras de su figura portando el cuerpo de un hombre en un saco se verá en las paredes. Mientras, deberá suponerse que el jorobado se aleja hacia la mansión, el otro gran escritor desconocido, tendido en la acera, recuperará la conciencia, moverá la cabeza con pesadez, mirará de un lado a otro y recordará que fue atacado por un monstruo. Se levantará rápidamente y se echará a correr. Se le vería luego, quizá, tendido en un camastro en un cuarto estrecho, con apenas un diminuto ventanuco casi incrustado en el techo, por el que debería entrar apenas un mínimo rayo de inalcanzable luz, recordando el episodio en que, en un fondo de sombras y aullidos de lobos, un jorobado le clavase también en la espalda un acerado puñal, de modo que su cuerpo se cubriese pronto de su propia sangre. Se le vería revolverse en el camastro, temblar y contorsionarse.

Se verá entonces que el jorobado vuelve a la escena del crimen, que no encuentra el cadáver, que camina desesperado de un lugar a otro, mirando siempre hacia atrás, que sigue la huella de la sangre del hombre que ha escapado de su muerte (quizá de una muerte, pues nada impide que se muera varias veces) y que termina su búsqueda cuando la huella le conduce a las puertas de un hotel de mala muerte, que es donde vivirá el bohemio.

Luego habrá de verse lo siguiente: primero, la imagen de la plaza pero vista esta vez desde una taberna, que no del edificio de la morgue. Luego, unas botellas de vino y unos vasos. Luego, una mano depositando un cigarrillo en un cenicero. Luego el rostro del bohemio escapado de la muerte, contándole quizá a algún amiguete algún hecho insólito y, de pronto, se verá que su rostro se ilumina intrigado, como a quien se le anuncia no se sabe si el nacimiento de algún niño-dios o el comienzo de un fin de mundo, y que, levantándose bruscamente, tirando al suelo la silla, farfullando algo inentendible, correrá hacia la puerta. Se le verá salir del bar y asomarse a la galería. Se le verá entrar a la plaza y observar al jorobado que le quiso matar cruzando velozmente el jardín público. Se deberá ver en su rostro una expresión de terror verdadero, el que se afirmará con imágenes de la escena en que el jorobado intenta matarle, que el parroquiano recordará febrilmente. Y luego, cuando él, todavía incierto, quiere seguirle, observar a su mujer acercándose rauda al asesino para echarse apasionadamente a sus brazos. En ellos, besará al deforme ávidamente, como quien no come pan con mantequilla ha meses. Y él, siempre mirando hacia los lados y hacia atrás, echará miradas furtivas hacia la plaza, dejando así al descubierto la infamia e hipocresía de su criminal inocencia. Tomados tiernamente de la mano, se alejarán de la plaza galopando como caballos de circo, sonriéndose y hablándose como bebés, como si recién comenzaran a hablar, como si todavía llevasen pañales y baberos bordados por tías maternas. Y debería verse cómo el escritor desconocido se paralizará al ver la escena de la tierna pareja, pues no era sólo que en el hombre habría reconocido al infame que, alguna noche, le clavó un puñal en el pecho y le dejó por muerto, sino que la mujer que acompañaba y besaba al jorobado tan amorosa como cachondamente no era otra que su propia y santa esposa. Se le verá llevarse una mano a la cabeza. Se le verá apoyar su testa brevemente en la dura superficie de una columna de la galería. Se le verá retornar, cuando la pareja desaparezca de su campo de visión, al bar. Se le verá al entrar, después de empujar las hojas de la puerta, con los brazos caídos y el rostro gacho y abatido, buscando desesperado pero aprehensivo al amigo que le acompañaba antes para contarle lo que le acababa de ocurrir.

Se deberá creer que pasa el tiempo. Quizá meses. Habrá una escena familiar: una pareja, con o sin vástagos, en una cocina con comedor, o en una sala, sentados en sillones de cuero, rojos o negros, en forma de labios de mujer. Parado junto a la mesa de cocina, se vería al escritor pelando patatas para el potaje estilo madrileño que acabará de asacar; o, si no, debería vérselo echado en uno de esos sillones, con un vaso de aguardiente colombiano en una mano, abriendo la boca y moviendo los labios, como quien habla. Y se le oiría decir: «Querida, esta es noche de carnaval y se supone que debemos salir a celebrar, bailar y meter bulla porque miles de años atrás unos señores mataron a uno por abusar de las metáforas y que además parece que resucitó y después se elevó a los cielos. Tú sabes lo importante que es el carnaval para mí [esto lo diría hipócritamente]. Y he quedado con unos amigos en que me disfrazaré de Mata Hari, pero representando en realidad a Magdalena, y que nos encontraremos a medianoche en la plaza mayor para presentar una parodia de William Shakespeare, un dramaturgo inglés de siglos ha y que parece que nació o murió el mismito día que Miguel de Cervantes, el español que inventó, según se dice, el género de la novela. Vete tú primero, que así, disfrazada de asno de largas y tristes orejas, entrarás muy bien en la compañía. Yo, entretanto, me vestiré. Pero antes, ven, acércate, vamos a brindar en honor de los dioses de este festival». Sacará entonces él dos vasos de su casaca y una botella de algún destilado, los llenará y, al llenarlos, después de mirar por sobre sus espaldas, para descubrir si ella le espiaba o no, echaría unos polvos extraños, cuya naturaleza deberá intuirse cuando se observen los efectos que causan en ella. Saldría entonces la mujer que, disfrazada de burro grecolatino, su rostro cubierto por los grandes nasones de cartón de una mula más imaginaria que imaginada, movería sus caderas al sensual ritmo del mambo, que interpretaría alguna escuela de danza de alguna barriada en ese momento, levantando de vez en cuando su falda para dejar ver sus nalgas. Se alejaría ella así, bailando coquetona hacia la plaza, y subiéndose su camiseta para mostrar sus tetas, llevada por la emoción y misticismo de la religiosa fiesta del vuelo al cielo de un señor, quizá un embajador, venido del Oriente, de pelo largo y trenzas. Se le vería, naturalmente, trastabillar, tropezar, apoyarse contra una columna, contra la que habrá de dormirse para enseguida caer, deslizándose suavemente sobre la columna, despatarrada, con sus enormes nasas de burro echando vapores a causa de la humedad de la noche, y sus ojos como la dura y fija mirada de los cartones, como quizá miran los dioses, cuya aparente indiferencia sólo se explicaría por la ausencia de algo digno, siquiera notorio de mirar.

Tonce, debería entenderse que luego de la parranda popular, después de muchos vasos gigantes de bárbara y tedesca cerveza, de danzas folclóricas de pueblos profundamente teutónicos, de mujeres rubias vestidas de austríacos que deberían mostrar las tetas por encima de sus apretadas y encorsetadas blusas, se verá que el jorobado se acerca a la plaza mayor de la pequeña ciudad, siempre adornada por las góticas sombras de su catedral, mirando ansiosamente a un lado y otro. Seguirá a alguno que habrá de elegir a la buena de Dios, con la intención de clavarle un hacha en la cabeza para poder extraer de su cuerpo los órganos sanos y aún palpitantes y meterlos en frascos rellenos de una mezcla de agua bendita con formalina para poder conservarlos y venderlos posteriormente, alegando que se trata de tías paternas queridísimas que han encontrado repentinamente la muerte, a los monarcas y ricachos de las ciudades más importantes del occidental y cristiano mundo. Pero, en el camino, casi ya a punto de abrirle la cabeza a unos de los numerosos y desprevenidos festejantes, encontrará a una mujer enmascarada, disfrazada de asno, aparentemente ebria como cuba, que dormiría su mona despaturrá en la calle. Se le vería acercarse sigiloso. Al refugio de las sombras proyectadas por el campanario, se le vería luego alzar un machete y degollar al enmascarado cuerpo. Se vería que, oculto detrás de una columna, el escritor bohemio estaría observando toda la escena; que, cuando el jorobado metiese al cadáver en el saco y se lo echase al hombro, lo seguiría por las adoquinadas calles de la ciudad, hasta cruzar el jardín de la morgue y subir al primer piso y entrar a la sala en la que el malvado jorobado extraía de los cuerpos de sus víctimas los órganos que vendía, depositándola bruscamente en las camillas que poblaban la sala. Se deberá ver entonces que el jorobado deposita el saco con el cuerpo de la mujer en una de las camillas, que luego de mirar hacia los lados y hacia atrás, y de sonreír tan macabramente como de costumbre, estirará una mano para descubrir a la víctima y, al bajar la tela del saco y exponer el rostro del cadáver, se deberá ver que entonces descubre en el de la mujer el de su amante, la mujer por la que cometía todos los horrendos crímenes que cometía, y el dolor que le causará la objetiva constatación de que ha matado a la mujer con la que tenía planeado huir de la ciudad e instalarse para una vida larga y feliz en algún país asiático, y que sería la única razón de su mal habida vida.
Se verá finalmente al escritor bohemio con las manos agarradas a las rejas del jardín, observando atónito las inmensas llamaradas que emergerán por todas las ventanas de la mansión, comprendiendo así que el jorobado, llevado por el dolor y la desesperación, habrá decidido quemarse vivo en la morgue, encendiendo primero fuego a los cortinajes y arrojándose luego el contenido de un galón de parafina en la cabeza, acercándose a alguna alimentada chimenea para prenderse fuego, riendo siempre una risa macabra y escalofriante, y corriendo enloquecido por los salones de la morgue.
lísperguer
[La imagen viene de Diccionarios Digitales].

Un pensamiento en “otro asesinato en la calle de la morgue

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