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[Cuento publicado en el número 52, diciembre de 2002, en el fanzine Ciudadela (Ámsterdam, Países Bajos)].

[Claudio Lísperguer] En la escena de apertura se verá a una mujer pelirroja que sale corriendo de una casa. Su casa. Sale corriendo despavorida, quizá echando los brazos al aire y la cabellera desordenada. Es muy temprano por la mañana. Las farolas empiezan a apagarse. Cae una llovizna fina, que humedece la calle. La mujer va gritando. Se abren algunas ventanas, algunos vecinos, desperezándose o no, se asoman a la calle. Unos pasantes la detendrán, inquiriéndola por la tragedia. Pero, aunque sí sospechamos que está temblando, no oiremos nada de lo que dice a sus rescatadores.
Nos trasladaremos a la comisaría de policía, donde los vecinos han llevado a la mujer. El despacho tendrá persianas venecianas en sus ventanas, que estarán entreabiertas. La luz provendrá de unas lámparas colgadas del techo, que arrojen sombras por las paredes con un tinte verdoso y mortecino. Pondremos a un inspector detrás de un escritorio de caoba, típico de las estaciones de policía americanas. Un ventilador estará girando lentamente. El inspector estará en camisa, con tirantes. Habrá un detective frente a él, sentado, con las piernas cruzadas. Tienen entre manos el caso de la mujer pelirroja.

El caso de la mujer pelirroja es este.
Encontró en su dormitorio los cadáveres de sus suegros. Temprano por la mañana, entró a su cuarto a dar los buenos días a sus suegros, que habían llegado el día anterior, por la tarde. Vivían en otra ciudad y el viaje había sido largo y pesado. Por esa razón, la mujer pelirroja les había cedido la cama matrimonial para que pasaran la noche. Ella había dormido en el cuarto de huéspedes.
Era la primera visita de sus suegros desde que, poco después de la boda, se trasladaran a la ciudad donde vivían. No habían anunciado la visita, pues querían sorprender a su hijo. El hijo – el marido de la pelirroja – era camionero y ese día era ausente, porque había salido, hacía ya cuatro días, para ocuparse de un encargo en otra ciudad.
Los suegros de la mujer pelirroja habían sido apuñalados. Sus cuerpos presentaban innumerables heridas penetrantes. Habían muerto, además, sin enterarse, en el sueño. Después del análisis de los forenses, sus cuerpos serán trasladados a la morgue.

Éste será el misterio de la pelirroja.
¿Quién mató a sus suegros? Ciertamente, será sobre la pelirroja que recaerán las sospechas técnicas de los detectives. Pero nada indica que sea ella la asesina. No tiene rastro de sangre en sus ropas, ni en sus manos y uñas. No tiene antecedentes psiquiátricos. Dice haber querido mucho a sus suegros y se llevaba muy bien con ellos. Los detectives verán también, claro está, que una mujer menuda como ella no podría quizá haber cometido un crimen tan violento, que sugería más bien el furor de algún energúmeno. Habrá motivos para indagar en el pasado familiar reciente de la mujer pelirroja. No sea que haya estado casada antes y que sus suegros hayan muerto en circunstancias extrañas.
Pero, no. La mujer pelirroja casi no tiene pasado. No ha estado casada antes. Nadie ha muerto de muerte violenta en su entorno. Y no es loca.

La mujer pelirroja volverá a casa.
Deberá ocuparse de los funerales de sus suegros. Su marido seguirá sin aparecer. Se encargará ella de enterrar a sus suegros, que eran padres de un hijo único.
Según las pesquisas policiales, ese hijo único es un camionero que se dedica, también y ocasionalmente, al transporte de contrabando. Cigarrillos, cocaína, películas pornográficas y mercaderías robadas en otras ciudades. No es un elemento muy importante en nada y no se le ha puesto aún el guante encima. Tampoco es la idea, tendrá que aclarar algún inspector. Es que sus padres han muerto. Algún detective deberá considerar que siendo las actividades del marido de la mujer pelirroja las que son, el asunto huele a venganza o ajuste de cuentas en medios criminales. Así, encontrarle es muy urgente.
Pero el marido de la pelirroja no aparece. Se verá a detectives espiando el ir y venir de la nuera. Porque quizá conduzca a alguna pista para encontrar al marido. Si es una especie de ajuste, el marido evitará ser capturado antes de que se vengue a su vez, quizá destripando a los asesinos de sus padres.
También habrá allanamientos en casas de otros camioneros y personajes de los bajos fondos asociados al esfumado. Pero las pesquisas serán inútiles. Todo esto indicará que ha pasado mucho tiempo. Semanas.
Por otro lado, ¿que pensará la pelirroja de la ausencia de su marido? Según lo conoce, debería haber vuelto. Y el encargo que tenía, según sabía, era recoger una partida de cigarrillos en otra ciudad. Debería haber vuelto…, esto es, si todo marchaba bien. Pero no lo ha confesado a la policía. Tampoco sabe si acaso algo ha marchado mal. Tampoco puede contar sus temores a los pesquisadores.
Ahora bien, alguno de los detectives pensará que el crimen de los suegros no es habitual. No es habitual que en un ajuste se mate a la gente durmiendo en su cama. Los matones más violentos torturan a sus víctimas antes de darles muerte, porque la intención es castigarlas o dejar claro a otros que murieron de forma atroz. Hay otros que suelen matar a los transgresores con un tiro en la nuca, aunque este modo de morir suele aplicarse a los traidores. Así se les mata, pues, para que lo sepa todo el mundo. En las muertes por ajuste de cuentas, el motivo del crimen se anuncia públicamente. Sólo se oculta la identidad de los criminales.

El caso de la pelirroja no parecía un ajuste.
Algún detective agregará, para más inri, que pareciera que el asesino se ha equivocado. Le haremos carraspear mientras otros policías esperan ansiosos alguna explicación. Sí, dirá. El asesino ha entrado por la ventana y, aparentemente, ha apuñalado a las víctimas mientras estas dormían. Como no hubiera huellas digitales en el interruptor del cuarto, concluye que el asesino ha actuado en la oscuridad. Hay en el expediente una entrevista con una vecina que, cuando ese día del crimen se fue a acostar a alrededor de las cinco de la mañana – porque se sentía mal y no podía dormir – no advirtió nada inusual en la casa de sus vecinos. Luego, pareciera que el asesino ha comenzado a asestar puñaladas a las víctimas sin saber quiénes eran. Porque los cadáveres habían sido encontrados todavía cubiertos por las mantas. Y el hombre – el padre del camionero – tenía todavía la máscara para dormir que usaba cuando dormía fuera de casa.
También dirá que la cantidad de heridas profundas por arma blanca que presentaban los cadáveres hace sospechar que el asesino ha actuado pasionalmente. Y, concluirá, los asesinatos por ajuste son más bien fríos, a menudo ejecutados por profesionales, que no odian necesariamente a sus víctimas. En el caso de la pelirroja, dirá, los crímenes fueron cometidos con odio.
Caerá de pronto un pesado silencio en la comisaría de policía.
Alguno de los sabuesos dirá que no hay motivos para creer que los padres del camionero tuviesen enemigos. O enemigos tan malos que les deseasen muerte.
La astilla no era de tal palo. El hijo oveja negra tenía padres ejemplares. A otro detective veremos en las oficinas de los catastros municipales. Ha vivido antes en la casa de la pelirroja, una tranquila familia – dos padres, cuatro hijos – que se mudó a provincias en busca de nuevos horizontes. Y esta familia también tenía un padre ejemplar, sin enemigos.
Algún detective más romántico podrá aventurar que quizá es de verdad un crimen pasional. Pero, cómo. Sí, dirá. El asesino ha cometido el crimen por motivos pasionales: lo demuestran las innumerables y ponzoñosas puñaladas que presentan los cuerpos. El criminal no ha siquiera levantado las mantas o encendido la luz antes de comenzar a matar a los suegros de la pelirroja. Es, dirá, porque estaba el asesino seguro de quién dormía en esa cama. Habrá miradas de sorpresa y carraspeos.
Agregará: O asesina, porque el crimen lo ha cometido un amante despechado y no sabemos si es un amante de la pelirroja o de su marido. Por lo que toca a la fuerza con que fue empuñada el arma blanca con que se cometieron los crímenes, una mujer menuda puede hacerlo si cuenta con el odio suficiente. Casos ha habido en que mujeres prácticamente enanas han mandado al otro mundo a maridos gigantescos.
Otro, más frío, dirá que quizá creyó el asesino que mataba al camionero y a su mujer.

Estas son las complicaciones a las que puede conducir una pesquisa de esta naturaleza.
Algún detective deberá ahora investigar si la pelirroja tiene o ha tenido algún amante. Otro, si acaso el marido de la pelirroja ha tenido o tiene amantes en estado de cometer crímenes semejantes. La pelirroja habrá tenido algún novio enfermizamente celoso en sus años de mocedad. Eso es común. Los novios enfermizamente celosos son muy comunes en los años de mocedad de las damiselas.
Y las mujeres enfermizamente celosas, también. Muy capaces de auscultar a alguien con un martillo de carpintero.
¿Sabéis ya quién es el asesino? ¿Fue un ajuste de cuentas? ¿Será que el camionero se escapó con alguna partida de drogas y mataron por eso a sus padres? ¿Fue el crimen el plan macabro de un amante despechado? ¿O de una amante vengativa y salvaje? ¿Fue un error? ¿Quisieron matar a los anteriores inquilinos? ¿Quisieron matar al camionero?

Desenlace
El asesinato no fue cometido a sangre fría. Fue un crimen pasional. No fue cometido por un profesional ni por un amante de la mujer pelirroja o de su marido camionero. No quisieron matar a los padres del contrabandista. Ni quisieron matar a los anteriores inquilinos. Ni quisieron matar al camionero mismo. Quien mató a los suegros de la pelirroja fue el camionero mismo – su hijo.
El camionero volvió ese día, de madrugada, a casa. La vecina enferma estaba efectivamente sentada en su mecedora junto a la ventana, pero cuando llegó el camionero, dormitaba y no le vio entrar a su casa por la ventana. El camionero entró por la ventana porque quería sorprender a su esposa. La amaba con locura y sabía que ella sufría enormemente cada una de sus ausencias. Esa noche, tras saltar por la ventana, con sólo la luz de las farolas y de la luna, vio en su cama la figura de dos cuerpos. El de su mujer, pensó, y el de su amante. Es sabido que los camioneros son celosos, porque las largas ausencias a las que los obliga el oficio, facilitan la perfidia femenina. Así, sacó su cuchillo y apuñaló hasta saciar su despecho a la que creía su mujer infiel y su amante. Cometido el crimen, salió por donde había entrado, para no dejar huellas. Sabiéndose culpable de un horrible homicidio doble, escapó lejos, transformándose en un fugitivo de la ley. E, involucrado como estaba en transportes de drogas y mercaderías robadas, y sabiendo que la policía visitaría a sus padres, eludió todo contacto con ellos, no llegando a enterarse que habían muerto.
En algún momento el camionero se enterará de lo que ha ocurrido: que, creyendo que su mujer le engañaba, mató a sus propios padres, que, casualmente, dormían esa noche en su lecho matrimonial. Y, para redimir esos crímenes horrendos – no ante la ley o la sociedad, sino para sí mismo – decidirá cambiar de vida y destinar el dinero de sus empresas a levantar comedores para indigentes y otras acciones caritativas de similar tenor, incluyendo becas generosas a escritores pobres, pero geniales, como yo.
Pues, ¿qué sentido tendría que todo el mundo se enterara de su error y lo metiéramos en cana?
Ninguno, dirá la humana justicia. El crimen lo cometió por error y meterlo en cana no los resucitará ni será mayor el peso que lleva en el alma. Si efectivamente hubiese matado a su mujer – la pelirroja – y a su amante, pocos tendrían reparos.
Ahora, ¿sabéis quién es el personaje?
Porque, para que os recochineéis más aún, os diré que el personaje no es otro que San Julián, santo patrono de los hospedajes, posadas, fondas, mesones, cantinas, hoteles, pensiones y burdeles, que fundó el primer hostal después de matar, por lo que trasladamos, a sus padres y que hoy veneran todos los parroquianos del mundo, todos los que pasan las noches en la feliz e inocente fumadera de los bares, cantando yo soy el rey y mi palabra es la ley, espolvoreándose alegres las nasas dichosas y las dicharacheras y esquivas lenguas. Julián, el santo venerado por marinos, putas e inmigrantes, que os enseñó a abrir las puertas a solitarios, viajeros y desamparados de todo pelaje y latitud.

Nota
Nuestro bien amado autor nos ofrece aquí en exclusiva el texto fundacional de un nuevo subgénero literario: el cuento gótico negro católico. En efecto, mientras que es sabido que Graham Greene se creía católico, rara vez son los personajes de sus novelas de suspense los beatos, santos, vírgenes, dragones, princesas, gentes de otras galaxias, zombies, jorobados, hadas madrinas y apariciones del Espíritu Santo que pueblan dichosos los escritos de Lísperguer.
Para más inri, el genial autor nos ha narrado la historia de San Julián torcidamente, comenzando por la muerte de sus padres y haciéndonos creer que se trata de unos asesinatos misteriosos que deben de ser resueltos, cuando en realidad el desenlace lo debería saber todo el mundo porque se encuentra en todas las enciclopedias hagiográficas.
Por lo demás, no toda la crítica literaria estará de acuerdo en que con esta historia se prueba que Julián mató a sus padres, pues como todo ocurrió en la oscuridad, nadie le vio cometer los crímenes y su culpabilidad se basa sólo en presunciones y mucho discurrir de los sesos.
lísperguer

Un pensamiento en “el caso de la mujer pelirroja

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